El 26 de diciembre de 1898 Marie Curie protagonizó uno de los grandes descubrimientos científicos de la historia

En un laboratorio improvisado, entre probetas corroídas, vapores ácidos y toneladas de rocas molidas, una mujer vestida de forma sencilla escribió una de las páginas más brillantes —y paradójicamente oscuras— de la historia de la ciencia. Su nombre era Marie Curie, y su vida se convirtió en una inusual combinación de genialidad, sacrificio y radiactividad.

El 26 de diciembre de 1898, en pleno invierno parisino, Curie presentó junto a su esposo Pierre y el químico Gustave Bémont un descubrimiento que cambiaría el mundo para siempre: un nuevo elemento químico con una actividad radiactiva nunca antes vista, casi mil veces superior a la del uranio. Lo llamaron radium, y su hallazgo marcó el inicio de una nueva era científica… y también el principio del fin para la propia Marie.

Una estudiante contra la adversidad

Nacida en 1867 en Varsovia como Maria Sklodowska, se trasladó a París para estudiar en la Sorbona, una de las pocas universidades europeas donde una mujer podía aspirar a una formación científica seria. Allí, entre pobreza, frío y noches de estudio, Marie se licenció con honores en Física y Matemáticas.

No pasó mucho tiempo antes de que conociera a Pierre Curie, un físico brillante y peculiar que compartía su misma pasión por la investigación. Se casaron en 1895, no solo uniendo sus vidas, sino también sus carreras. Su colaboración sería una de las más fructíferas de la historia científica.

Cuando Wilhelm Röntgen descubrió los rayos X en 1895 y Henri Becquerel reveló que algunas sales de uranio emitían una misteriosa energía invisible, Marie se propuso entender qué causaba ese fenómeno. Pronto acuñó un término nuevo para describirlo: “radiactividad”.

Marie y Pierre Curie
Marie y Pierre Curie en una imagen clásica en su laboratorio en París. Fuente: Wikimedia Commons

Una sustancia más poderosa que el uranio

Curie comenzó a investigar minerales que contenían uranio, en especial la pechblenda, extraída principalmente en minas del Imperio Austrohúngaro. Pero lo que descubrió fue asombroso: la pechblenda emitía mucha más radiactividad que el uranio puro. Algo más tenía que estar escondido en ese mineral.

Con la ayuda de Pierre, inició una titánica tarea para separar las sustancias contenidas en la pechblenda, triturándola, disolviéndola, y cristalizando sus compuestos una y otra vez, en condiciones muy lejos de un laboratorio ideal. Durante más de tres años, el matrimonio manipuló toneladas de residuos industriales con herramientas rudimentarias, en una especie de alquimia moderna. El resultado fue la identificación de dos nuevos elementos: polonio, nombrado en honor a la patria de Marie, y radio, el más radiactivo de todos.

En julio de 1898 dieron a conocer el polonio, pero fue en diciembre del mismo año cuando anunciaron la existencia del radio, una sustancia cuya energía parecía inagotable. Con él, la radiactividad dejaba de ser una simple curiosidad para convertirse en un fenómeno nuclear con aplicaciones inmensas.

El precio de brillar

El éxito científico no vino acompañado de reconocimiento inmediato. Aunque Becquerel y Pierre fueron considerados inicialmente para el Nobel, fue la insistencia del propio Pierre la que permitió que Marie fuera incluida como co-receptora del Premio Nobel de Física en 1903, convirtiéndola en la primera mujer en recibir ese galardón.

“En lugar de hacer que estos cuerpos actuaran sobre placas fotográficas, preferí determinar la intensidad de su radiación midiendo la conductividad del aire expuesto a la acción de los rayos”, escribió la propia Marie Curie en un artículo publicado un año más tarde para la revista Century.

Pero el costo físico era alto. Sin saberlo, los Curie trabajaban sin ninguna protección frente a los materiales radiactivos. Guardaban frascos de sales de radio en sus bolsillos, manipulaban compuestos con las manos desnudas, y observaban con fascinación el tenue brillo azulado de la radiación en la oscuridad de su taller. Esa misma luz, hermosa y letal, empezaba a devastar sus cuerpos desde el interior.

Pierre murió en 1906, atropellado por un carruaje, dejando a Marie sola frente a un mundo académico dominado por hombres. A pesar del duelo, asumió la cátedra que había pertenecido a su esposo y prosiguió su trabajo con una determinación inquebrantable. En 1911, recibió su segundo Nobel, esta vez en Química, por aislar el radio metálico puro, hazaña que nadie más había logrado.

Marie Curie trabajando en su laboratorio
Marie Curie trabajando en su laboratorio. Fuente: Wikimedia Commons

Más allá del laboratorio: la ciencia al servicio de la vida

Durante la Primera Guerra Mundial, Marie se convirtió en una figura clave para el desarrollo de la medicina de guerra. Ideó unidades móviles de rayos X —conocidas como petites Curies— que recorrieron los frentes del conflicto atendiendo a miles de soldados heridos. No solo dirigió el proyecto, sino que aprendió a conducir, a reparar equipos y a entrenar personal médico. Convirtieron la radiactividad, que ya empezaba a mostrar sus peligros, en una herramienta para salvar vidas.

También vislumbró el potencial terapéutico del radio. Observó que destruía tejido enfermo más rápido que el sano, y eso sirvió de base para los primeros tratamientos contra el cáncer. Su legado no solo cambió la física y la química, sino que sentó las bases de la medicina nuclear moderna.

Una muerte previsible y un legado inmortal

Años de exposición sin protección terminaron pasando factura. Marie Curie falleció en 1934, víctima de una anemia aplásica, probablemente inducida por la radiación. Tenía 66 años. Su cuerpo fue enterrado junto a Pierre y, en 1995, ambos fueron trasladados al Panteón de París, convirtiéndose en los primeros científicos en recibir ese honor por méritos propios.

Pero incluso muerta, Curie seguía irradiando. Sus cuadernos, ropa y pertenencias siguen siendo tan radiactivos que deben conservarse en cajas de plomo, y quienes deseen estudiarlos deben firmar protocolos de seguridad rigurosos. Su historia, como la de los elementos que descubrió, no se apaga.

Su hija Irène, siguiendo sus pasos, también ganó el Nobel por descubrir la radiactividad artificial junto a su esposo Frédéric Joliot. Así, la saga Curie no solo transformó la ciencia, sino que se convirtió en símbolo de esfuerzo, igualdad de género y valentía científica.

Marie Curie fue mucho más que una científica brillante. Fue una pionera que desafió convenciones sociales, enfrentó la muerte con curiosidad científica y dejó un legado tan brillante como invisible.

Cortesía de Muy Interesante



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