El 6%: la cifra que gobierna la salud

Aparece en discursos oficiales, informes de organismos internacionales y campañas gubernamentales: “Los países deben invertir al menos el seis por ciento del PIB en salud”. La cifra suena justa e inamovible. Pero ese “seis por ciento” no alude al gasto total en salud —que incluye pagos a seguros privados y gasto de bolsillo de las familias—, sino solo se refiere al gasto público, es decir, al esfuerzo fiscal directo del Estado. Y ahí radica su potencia simbólica y su ambigüedad.

En América Latina, decir “6 %” equivale a decir “cobertura universal”. Pero ¿qué significa realmente alcanzar esa cifra? ¿De dónde proviene? ¿Y qué ocurre cuando se adopta como consigna sin entender su anatomía fiscal ni su impacto estructural? Es conveniente aclarar que no se trata de desacreditar en este texto el indicador, sino de devolverle complejidad. Porque los mitos numéricos, dicen tanto por lo que muestran como por lo que esconden.

El origen del 6 % se remonta a los informes técnicos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) entre 2010 y 2014. En ellos se observó que los países que habían logrado “sistemas universales” y “bajo gasto de bolsillo de las familias”, destinaban, entre cinco y seis puntos del PIB en gasto público a la salud. Era una constatación estadística, no una norma.

De inicio no fue producto de una publicación científica con revisión de pares, o de una deliberación pública entre expertos de diferentes disciplinas, sino de una observación técnica que pronto se tradujo en consigna política. Aunque la OMS y la OPS la adoptaron como referencia, no hubo un proceso documentado que justificara porqué 6 %, y no una cifra distinta. De hecho, algunos países europeos destinan más de 7 u 8 % del PIB al gasto público en salud, mientras que otros con sistemas de salud sólidos, como Corea del Sur o Nueva Zelanda, lo logran con menos de 5 %.

El paso de los informes técnicos a las declaraciones políticas fue casi imperceptible. Entre 2014 y 2019, el 6 % dejó de ser un dato empírico para convertirse en un criterio moral. En ese tránsito, el 6 % ganó un poder inédito: se volvió la cifra que gobierna la salud, una medida de legitimidad más que de eficacia. Los ministros la citan, los organismos nacionales e internacionales la monitorean, los medios la repiten. Así nació un dogma numérico que gobierna más por su fuerza simbólica que por su contenido real.

Lo que el número no dice

El atractivo del 6 % radica en su simplicidad: resume en un número la compleja tarea de garantizar acceso, calidad y equidad. Sirve para fijar metas, comparar países y proyectar compromisos. Pero esa utilidad técnica genera una ilusión peligrosa: confundir suficiencia con justicia.

El número no distingue si el dinero se destina a prevención, nómina, infraestructura o medicamentos; tampoco refleja si se usa de forma eficiente o se pierde entre ineficiencias y corrupción. Puede cumplirse aumentando precios o ampliando subsidios sin cambiar la estructura de acceso.

Tampoco contempla la diversidad de realidades nacionales: en América Latina, los salarios médicos, los precios de los fármacos y el envejecimiento demográfico pesan de forma distinta. Alcanzar el 6 % en países con baja recaudación y alta informalidad —como México, Perú o Guatemala— no significa lo mismo que en Uruguay o Costa Rica. Además, un promedio nacional puede ocultar enormes brechas territoriales: hospitales saturados y deteriorados en la periferia, clínicas sin insumos, estados con gasto per cápita tres veces menor que otros. El 6 % mide volumen, no distribución.

De acuerdo con estimaciones del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria (CIEP,2025), el gasto público en salud en México ha permanecido prácticamente estancado durante la última década, oscilando entre 2.4 % y 2.8 % del PIB. Para 2026, el gasto asignado equivale al 2.6 % del PIB, apenas una décima más que el promedio histórico reciente. Esa estabilidad aparente revela una realidad más profunda: la dificultad estructural del Estado para ampliar sostenidamente la inversión en salud.

Alcanzar el 6 % del PIB en México, implicaría movilizar alrededor de 1.5 billones de pesos adicionales cada año, lo que exigiría elevar la recaudación tributaria de 16 % actual a por lo menos 20 %, lo que supondría reformar la base impositiva, reducir la evasión, crear nuevos impuestos o reasignar subsidios y asumir el costo político de elevar los impuestos.

Se han propuesto los llamados “impuestos saludables” —al tabaco, las bebidas azucaradas o los alimentos ultraprocesados—, así como gravar la economía digital o la contaminación. Pero ninguna de estas medidas, por sí sola, bastaría para cubrir el salto. Reunir esos recursos requeriría una década de consistencia fiscal y política. Y aún si el dinero apareciera, su eficacia dependería de cómo se use. Diversos estudios estiman que entre 20 % y 40 % del gasto en salud en la región se desperdicia por ineficiencia técnica y organizativa.

En México, ese desafío es particularmente agudo dada la fragmentación del sistema la falta de interoperabilidad digital y la débil rendición de cuentas, subir el gasto no garantiza mejor salud.

Si el país alcanzara el 6 %, el gasto público per cápita se duplicaría —de alrededor de 600 a 1,200 dólares anuales—, comparable con Chile o Portugal. Pero ese aumento solo sería transformador si se acompaña de un cambios en la forma de ofrecer servicios: fortalecer el cuidado primordial de la salud, digitalizar procesos, profesionalizar la gestión y revalorizar la salud pública.

El 6 % no es una meta técnica, sino una apuesta política que exige pagar tres precios simultáneos: uno fiscal (más impuestos), uno institucional (menos opacidad) y uno temporal (al menos una década de constancia).

¿Poque es un mito el 6 %?

Según Alain Desrosières (2004) los indicadores no solo describen la realidad, también la producen. En el campo de la salud pública, esa producción adopta la forma de gobernanza numérica: los países se comparan, se legitiman y se juzgan mediante cifras. El resultado es un desplazamiento del debate. En lugar de discutir cómo fortalecer el cuidado primordial o reducir desigualdades, se discute cuánto falta para “llegar al 6 %”.

El número se vuelve un acto de fe que sustituye el debate por la contabilidad. Cuando el desempeño se mide por porcentaje del PIB y no por resultados en salud, las decisiones se orientan a cumplir metas financieras más que sanitarias. Así, un país puede incrementar su presupuesto sin reducir el gasto de bolsillo ni mejorar la cobertura efectiva. La cifra se cumple, pero la salud no mejora.

Aun si un país logra aumentar su inversión, surge otra pregunta: ¿quién se beneficia del nuevo flujo de dinero? En países donde la provisión pública convive con un sector privado, el incremento del gasto puede alimentar más la rentabilidad que la equidad. El sistema de salud no es un mercado libre. La demanda no es voluntaria —nadie elige enfermar—, la información es asimétrica y los precios están influidos por monopolios tecnológicos y seguros médicos.

Sin regulación, cada peso público puede terminar financiando consorcios privados. Por eso, el desafío no es solo gastar más, sino gastar con reglas claras: compras consolidadas, evaluación de tecnologías, transparencia en precios y auditorías independientes. México conoce bien esa tensión. Las licitaciones de medicamentos, las subrogaciones de servicios y los contratos de infraestructura han generado conflictos entre eficiencia, soberanía y corrupción. Aumentar el gasto sin reformar los mecanismos de compra y supervisión solo amplía el riesgo de captura presupuestal. La brecha en salud no es solo financiera: es política. Lo que falta no solo es dinero, sino dirección y coherencia institucional.

Más allá del mito

Alcanzar el 6 % del PIB en salud es posible, pero no suficiente. Requiere tres transformaciones simultáneas:

  • Fiscal, para recaudar de manera suficiente y progresiva.
  • Institucional, para usar los recursos con transparencia y eficiencia.
  • Política, para evitar que el aumento del gasto se traduzca en beneficios corporativos.

Uruguay y Costa Rica lo lograron en poco más de una década, combinando crecimiento económico, reformas fiscales y fortalecimiento del primer nivel de atención. México podría hacerlo también, si existiera una estrategia de largo plazo y un consenso fiscal sostenido. Pero ello implicaría asumir que la salud no depende solo del presupuesto, sino de la dirección política y la coherencia institucional.

El 6 % ha sido una brújula útil, pero peligrosa cuando se convierte en dogma. Su poder radica en ofrecer una meta moral sin conflicto: prometer más recursos sin precisar de dónde saldrá ni cómo se usará. Romper el mito no implica renunciar al ideal de suficiencia, sino devolverle densidad política.

El 6 % no debe ser el destino, sino el punto de partida de una salud pública justa.

Referencias recomendadas

  • Desrosières, A. (2004). La política de los grandes números. Ed. Melusina. Barcelona
  • Mendez J.S. (2025) Gasto en salud para 2026: Aumentos en hospitales y medicamentos; recortes en salud mental https://ciep.mx/gasto-en-salud-para-2026-aumentos-en-hospitales-y-medicamentos-recortes-en-salud-mental/
  • Organización Panamericana de la Salud (OPS). (2014). Financiamiento de la salud en las Américas 2010–2014. Washington, DC: OPS.
  • Organización Panamericana de la Salud (OPS). (2019). Compromiso de Montevideo sobre Salud Universal. Montevideo: OPS.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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Cortesía de El Economista



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