Hay años que se graban en la memoria de los pueblos por hechos extraordinarios. Para la región de Lancashire, al norte de Inglaterra, 1612 fue uno de esos años. No por guerras ni invasiones, sino por un juicio insólito que, a día de hoy, sigue generando fascinación, misterio y hasta rutas turísticas. Fue el juicio de las brujas de Pendle, uno de los procesos por brujería más conocidos, documentados y mortales de toda Europa occidental.
Lo sorprendente es que todo comenzó de manera trivial: con una joven mendiga, un comerciante ambulante, unas agujas y una caída repentina. A partir de ese momento, el relato se desliza hacia un abismo de superstición, tensiones religiosas y traiciones familiares que terminaron en una decena de ejecuciones públicas. El juicio de las brujas de Pendle no solo fue una historia de brujería, sino también una radiografía de una Inglaterra rural atrapada entre dos mundos: la vieja religión católica y la nueva ortodoxia protestante.
Una chispa insignificante en un polvorín
En el tranquilo entorno rural de Pendle, una joven llamada Alison Device pidió unas agujas a un buhonero. Este se negó. Minutos después, cayó al suelo, paralizado y sin poder hablar. En cualquier época más racional, se habría considerado un derrame cerebral. Pero en el contexto de comienzos del siglo XVII, en una Inglaterra obsesionada con la brujería, fue interpretado como una maldición lanzada con la mirada. A partir de ahí, los rumores y temores empezaron a circular como pólvora.
La familia Device ya era conocida por su reputación inquietante. Se decía que su matriarca, apodada “Old Demdike”, tenía conocimientos de hechizos y “remedios” populares que la situaban al filo de lo que podía considerarse brujería. Cuando las autoridades comenzaron a indagar en el entorno de Alison, descubrieron viejas rencillas con otra mujer de la zona, Anne Whittle, conocida como “Old Chattox”, que también era señalada como practicante de magia.
Las dos ancianas, rivales de antaño, fueron investigadas junto a sus familiares y vecinos. Lo que comenzó como una disputa local se convirtió en un gran proceso judicial gracias al celo del magistrado Roger Nowell, un hombre convencido de que Lancashire era un foco de superstición y catolicismo que debía ser erradicado. Y no estaba solo: la Corona compartía esa visión. Jacobo I, rey de Inglaterra por entonces, era un ferviente creyente en la existencia del diablo y autor de un tratado sobre brujería que había influido profundamente en la legislación inglesa.

De la sospecha al encierro, y del encierro al patíbulo
Las acusaciones empezaron a acumularse a un ritmo vertiginoso. Vecinos comenzaron a denunciar a otros, empujados por el miedo, las viejas enemistades o simplemente por salvar el pellejo. En total, una veintena de personas terminaron implicadas. Entre ellas, varias familias completas, incluidos niños. El caso cobró una dimensión inesperada cuando Jennet Device, de tan solo nueve años, acusó públicamente a su madre, a su hermana y a su hermano de estar implicados en actividades satánicas.
Las condiciones en las que los acusados fueron recluidos rozaban lo inhumano. En el castillo de Lancaster, una de las fortalezas más imponentes del norte de Inglaterra, fueron encerrados en celdas húmedas, sin luz natural ni ventilación adecuada. Estuvieron allí durante meses. Algunos de ellos no vivieron para ver el juicio. La anciana “Old Demdike”, por ejemplo, murió en prisión antes de ser juzgada.
Cuando llegó el momento del proceso, los acusados no contaron con ninguna defensa legal. Las pruebas eran débiles, pero el ambiente político y religioso favorecía la condena. Los testimonios leídos en voz alta incluían confesiones forzadas, sueños, visiones de perros negros, pactos con el diablo y maldiciones lanzadas a ganado o niños enfermos. Nada de lo que hoy se consideraría prueba válida, pero que entonces bastaba para enviar a una persona a la horca.
El juicio se celebró en agosto de 1612. En apenas unos días, diez personas fueron condenadas a muerte y ejecutadas en las afueras de Lancaster (fueron condenadas a la horca y otra más fue puesta en la picota). La escena fue tan impactante que dejó una huella duradera en la memoria colectiva del país. Lo que había empezado como un incidente rural terminó convertido en una operación ejemplarizante contra el “mal” en nombre de la ley y la religión.

Una región “oscura” bajo sospecha
Lo que pocos saben es que el juicio de Pendle no fue simplemente un caso de histeria colectiva. Fue también un movimiento calculado dentro de un contexto político muy específico. Lancashire, en aquel momento, era una región incómoda para el poder. Se la percibía como un reducto católico, resistente a la reforma anglicana. Muchos de sus habitantes practicaban una fe clandestina, y se asociaba la región con sacerdotes ocultos, misas secretas y prácticas sospechosas.
Para las autoridades locales y la monarquía, este tipo de territorio representaba una amenaza latente. Al promover una gran operación de limpieza contra brujas, los jueces y políticos locales no solo se alineaban con los intereses del rey, sino que también buscaban purgar cualquier elemento que desafiara el nuevo orden.
El juicio de Pendle no fue, por tanto, un episodio espontáneo. Fue también una demostración de poder. Un acto simbólico para mostrar que ni siquiera los rincones más remotos estaban fuera del control del Estado y de su nueva religión oficial. Y en ese teatro, los acusados no tuvieron posibilidad de escapar a un destino ya trazado.
Cortesía de Muy Interesante
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