
La violencia se gesta en los márgenes del descontento, pero se expande allí donde la memoria pierde sentido. La aparición del llamado bloque negro durante la marcha del 2 de octubre de 2025 revela una importante fisura en la relación entre protesta y política, entre la evocación histórica y la disputa contemporánea por el espacio público. Lo ocurrido en Tlatelolco -los daños al Centro Cultural Universitario y al Memorial del 68- fue una agresión simbólica al núcleo de la memoria democrática mexicana.
El rector de la UNAM, Leonardo Lomelí Vanegas, respondió con una serenidad que contrasta con la furia de los hechos, recordando que el Memorial del 68 no es un simple edificio, sino un espacio de conciencia y encuentro. Esa afirmación es crucial: la universidad, al proteger su patrimonio, defiende también su función como territorio del pensamiento libre. Su postura encarna una idea que en la tradición política moderna ha sido siempre disputada: la de la autonomía como forma de resistencia frente a la barbarie.
El llamado bloque negro encarna una forma contemporánea de nihilismo político. Su acción parece alimentarse de la lógica de la destrucción pura que no busca transformación sino visibilidad a toda costa y a casi cualquier costo. Su violencia opera como un lenguaje vacío, sin proyecto emancipador, donde el acto sustituye al sentido.
Su práctica combina la violencia instrumental -daño premeditado y táctico- con la descarga simbólica de odio y desarraigo. Ambas dimensiones convergen en una figura social que se mueve entre el crimen y la provocación.
Adicionalmente, hay que considerar que hay algo siniestro en el hecho de que en el ámbito de lo gubernamental se argumenta que no se tiene conocimiento claro de quiénes son quienes integran estos contingentes. Pero, ¿cómo llegan a las marchas? ¿Cómo se van? Esto no es sano para el orden democrático, pues llama a la suspicacia en torno a cómo es que tienen garantizada la impunidad de sus actos, muchos de ellos abiertamente delictivos. La violencia del bloque negro expresa también una crisis estructural de la política: la incapacidad del Estado y de los movimientos sociales para canalizar el descontento dentro de un marco de deliberación.
Allí donde la palabra pierde eficacia, la piedra, el fuego y los artefactos explosivos se convierten en sus sustitutos.
Frente a ello, el desafío no consiste solo en reprimir o disuadir. Es indispensable reconstruir el sentido político del espacio público. En el caso del Memorial del 68, debe mantenerse como enclave de la memoria colectiva y como un foro cívico donde la historia sirva de contención ética.
La respuesta del Estado debe evitar criminalizar la protesta, pero proteger la frontera entre libertad y violencia, entre disenso y destrucción. Esa es la tarea de la democracia: garantizar la disidencia, pero impedir que el anonimato violento y el discurso del odio se erijan como sustitutos del diálogo político.
La persistencia del bloque negro no puede explicarse sin considerar la erosión de los lazos comunitarios, la desigualdad estructural y la desconfianza hacia las instituciones. Pero la violencia no se justifica por sus causas: se comprende para evitar su expansión. El reto para la UNAM y para la sociedad mexicana es, tanto detener a los agresores, como rehabitar la idea de comunidad, de respeto al bien común, de construcción colectiva del sentido. La defensa de la universidad pública trasciende lo académico: es una defensa de la posibilidad del diálogo racional en un tiempo que prefiere el ruido y la ruptura.
La violencia del bloque negro nos interpela como síntoma de una época en que la protesta se vacía de proyecto y el poder se retrae en su capacidad de intervención legítima. Proteger la UNAM es afirmar que la razón y la palabra aún pueden prevalecer sobre la fuerza. En esa tarea, la comunidad universitaria y la ciudadanía tienen la responsabilidad de cohesionarse para que la memoria siga siendo una lección de dignidad y no un ritual de destrucción.
Cortesía de El Informador
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