
Cuando llegó la noticia de su captura, el tiempo se detuvo para después empezar a correr, vertiginoso. ¿Correspondía celebrar o llorar de pena?
Corría el año de 1824, era 14 de julio – justo un día como hoy, lector querido– cuando se supo que Agustín de Iturbide había desembarcado en Soto la Marina, Tamaulipas. El que había sido ilustrado criollo, favorito de Calleja –nuestro archienemigo–; después un cruel estratega militar del ejército realista, luego, el general insurgente más comprometido con la causa libertaria de México, más tarde, el luminoso pensador que había diseñado el Plan de Iguala, una heroica figura que consumó nuestra independencia, pero también la cabeza coronada del primer imperio mexicano que había regresado del exilio, tras haber sido declarado traidor a la patria.
Muchos mexicanos aún se acordaban del día de su coronación, apenas dos años atrás, el 21 de julio de 1822. En sus oídos todavía resonaban las salvas de los 24 cañones que lo festejaron, no podían olvidar cómo se habían engalanado los atrios y portales de las iglesias y adornado los balcones y fachadas de los edificios públicos de la ciudad. Tampoco, que en la catedral metropolitana se habían colocado dos tronos, ni que las tropas de caballería e infantería hicieron valla al futuro emperador y a su séquito. Todavía, algunos relataban fascinados que tres obispos habían oficiado la misa y el presidente del Congreso, Rafael Mangino y Mendívil, había sido el encargado de colocar la corona a Agustín I y que el propio emperador fue quien ciñó la corona a la emperatriz. También se decía que otras insignias les fueron impuestas a los recién coronados por generales y damas de honor y que el obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo exclamó ¡Vivat Imperator in aeternum! (“Viva eternamente el emperador”). Al final de la ceremonia, el tañido de las campanas y el estrépito de cohetes y cañones anunciaron al pueblo que la coronación estaba consumada.
No todo fue feliz y gozoso. El imperio mexicano enfrentaría la oposición republicana y la resistencia de la guarnición española de San Juan de Ulúa. Las protestas, manifestaciones y reyertas saldrían furiosas a la calle y el emperador Iturbide, asistido por su Consejo de Estado y en abierta pugna contra el Congreso, disminuyó el número de diputados, para así deshacerse de alguna parte de sus enemigos e intentar nulificarlos. Algunos españoles acaudalados, temiendo por su seguridad, prefirieron abandonar el imperio y los partidarios del Plan de Iguala, al sentirse defraudados, engrosaron de logias enemigas, lo cual hizo sentir su influencia en la política. Felipe de la Garza, el brigadier de Nuevo Santander, al enterarse de que los Tratados de Córdoba se habían roto, propuso al Congreso adaptar un gobierno republicano, ofreciendo una fuerza de caballería de 2 mil efectivos. El ministro plenipotenciario de Colombia, Miguel Santa María, animó a los diputados para seguir la política republicana que había adaptado su propio país y el descontento comenzó a organizarse en secreto.
Iturbide se enteró de los planes en su contra y en menos de un mes ordenó el arresto de diputados ilustres como José Joaquín Herrera, Lombardo, Teresa de Mier y Fagoaga. Las reacciones fueron escalando en violencia e indignación. El emperador justificó que, facultado por la Constitución, había procedido a la aprehensión de aquellos maleantes por causa de conspiración. Pidió calma a sus súbditos y solicitó esperar la resolución de los tribunales. Por si las dudas, decidió apoyarse en un documento, el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano; un estatuto transitorio que daba certeza legal a las disposiciones del emperador para ser el máximo responsable del ejercicio de gobierno y establecer los mecanismos para la organización territorial, la impartición de la justicia, la educación, la hacienda pública y, de paso, la organización de un nuevo congreso constituyente.
Nada resultó. Su reinado sumió al país en el desastre y la pobreza, Tanto, que, en marzo de 1823, a casi un año de haber sido coronado, se solicitó ante el Congreso su abdicación, e Iturbide salió del país. En su ausencia hubo quienes realizaron intentos por restablecer el orden y la paz, pero fue inútil. Se suscitaron diversos levantamientos tanto a favor como en contra y mientras tanto, Iturbide, exiliado en Europa, sufría persecuciones. Agobiado, el 13 de febrero de 1824, escribió al Congreso Mexicano sobre la posibilidad de “prestar sus servicios al gobierno de México cuya independencia corría gran peligro”. Pero ante la falta de respuesta decidió volver. Emprendió el regreso partiendo desde Londres el 4 de mayo de 1824 sin saber que el gobierno mexicano había formulado un decreto de proscripción que lo condenaba a muerte. La suerte estaba echada.
Cuando desembarcó el 14 de julio en Soto la Marina, y fue capturado, según algunos, porque iba mal disfrazado y por su peculiar manera de montar, tal vez también creyó que el tiempo se había detenido. Sin embargo, su juicio apresurado y estar ante el pelotón de su fusilamiento, tan sólo cinco días después, a las seis de la tarde del 19 de julio, en Padilla, Tamaulipas, tal vez lo hicieron lamentar la rapidez con la que estaba llegando su último suspiro.
Cortesía de El Economista
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