El campo y el camino: cuando la paciencia se agota

Prometer progreso con las manos vacías es sembrar decepción… y cosechar enojo…

– Macraf

El campo, los agricultores y los transportistas. Tres sectores que han escuchado, una y otra vez, las mismas promesas desde hace más de medio siglo. A todos ellos se les ha dicho que son “el corazón de México”, que “sin maíz no hay país”, que el futuro del desarrollo pasa por sus manos. Y, sin embargo, los hechos muestran lo contrario: las políticas públicas los han dejado sin certidumbre, sin seguridad y sin voz.

Hoy, los bloqueos y protestas en carreteras no son una simple muestra de inconformidad, sino la evidencia más clara de que la paciencia se agotó. Los productores de maíz se levantaron de la mesa con el gobierno porque, de nuevo, se les dijo que “no hay dinero suficiente”. Eso sí, para programas sociales hay más de un billón de pesos disponibles; para garantizar precios justos o invertir en seguridad rural, no alcanza.

La presidenta aseguró que los agricultores “piden precios de garantía muy altos” y que “no se puede prometer lo que no es posible”. Pero vale recordar que lo imposible no es garantizar un precio justo: lo imposible es sostener un sistema que prefiere el aplauso antes que la productividad. En el papel, el programa Precios de Garantía establece apoyos de $6,805 por tonelada de maíz y $17,344 por frijol, con incentivos para el traslado de granos y la compra de instrumentos de riesgo financiero. En la realidad, muchos productores ni siquiera acceden a esos beneficios porque los costos de operación superan el apoyo recibido y los intermediarios siguen quedándose con la mayor parte del margen.

La paradoja es que mientras el discurso promete “dedicar recursos directos a la gente”, el campo mexicano se queda sin mecanismos de protección. Se anuncian medidas tripartitas, acuerdos con empresas compradoras y la reducción de intermediarios, pero el resultado no llega al productor. El precio de referencia se convierte en techo, no en piso; la rentabilidad se evapora y la desigualdad se multiplica.

Los transportistas, por su parte, exigen algo igual de básico: seguridad en las carreteras. El gobierno insiste en que “los robos han disminuido”, aunque los datos muestran lo contrario. La inseguridad en las rutas de transporte encarece los costos logísticos, golpea la competitividad y alimenta un ciclo perverso donde la producción pierde valor antes de llegar al mercado.

El problema no es solo económico, es estructural. Un país que presume soberanía alimentaria, pero depende del maíz importado para equilibrar su mercado, no puede hablar de autosuficiencia. Un país que subsidia el consumo pero no incentiva la producción, está sembrando dependencia, no desarrollo.

Habrá quienes digan que los agricultores se aprovechan del descontento de los transportistas, o que los transportistas se suman al reclamo del campo para presionar al gobierno. En realidad, ambos piden lo mismo: seguridad y certeza. Quieren que se les cuide y se les defienda de quienes los extorsionan, y que los precios sean justos y competitivos. Nada más, pero tampoco menos.

Sin embargo, eso resulta imposible en un modelo económico donde el desarrollo dejó de ser prioridad. En el presupuesto de 2026, los programas de bienestar absorben más de un billón de pesos, mientras la inversión productiva en infraestructura rural y transporte se mantiene en mínimos históricos. En otras palabras, el país gasta para sobrevivir políticamente, no para crecer económicamente.

Y ahí radica la contradicción: se aplaude la dádiva, pero se olvida la dignidad; se reparten apoyos, pero no se construye futuro. Los agricultores y transportistas no piden limosnas, piden reglas claras y un Estado que funcione. Pero cuando las prioridades se definen con base en votos y no en visión, los resultados son los que vemos hoy: bloqueos, desesperanza y un campo que produce menos mientras cuesta más vivir de él.

México tiene tierra fértil, manos trabajadoras y rutas de transporte que deberían ser símbolo de progreso. En cambio, son hoy escenarios de protesta. Y todo porque, una vez más, el gobierno decide gastar en aplausos en lugar de invertir en productividad.

De esta forma, seguimos viviendo entre cifras que brillan… y bolsillos que no alcanzan.

*El autor es académico de la Escuela de Gobierno y Economía y de la Escuela de Comunicación de la Universidad Panamericana, consultor experto en temas económicos, financieros y de gobierno, director general y fundador del sitio El Comentario del Día y conductor titular del programa de análisis: Voces Universitarias.

Contacto y redes: https://eduardolopezchavez.mx/redes

Cortesía de El Economista



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