Toda narrativa es un contrato emocional que no solo compromete a quien la enuncia, sino que también transforma a quien la cree. En política, como en la vida misma, contar una historia no consiste en imponer una verdad, sino en abrir una conversación sobre lo que nos importa, lo que nos duele o lo que nos sostiene. Es en ese diálogo —entre representantes y representados— donde se construye ese guiño de fe, ese voto de confianza sobre el que descansa el poder real. Por eso, cuando se quiebra uno de sus pilares simbólicos, como el de la austeridad en la narrativa obradorista, la grieta que se abre no se repara con explicaciones técnicas: se vuelve emocional, y exige algo más escaso que los recursos —coherencia.
Esto es lo que está pasando con el viaje a Japón de Andrés Manuel López Beltrán: se volvió un símbolo de ruptura narrativa. Y así lo reflejan los números. Según una encuesta realizada por la casa encuestadora Polister en la Ciudad de México, el 77 % de las personas entrevistadas considera que pagar más de 7,000 pesos por una noche de hotel es un lujo. En un país donde el ingreso promedio mensual ronda los 7,400 pesos y el salario mínimo diario apenas alcanza los 278.80, ese gasto equivale prácticamente a todo un mes de trabajo. Sumado a un índice de desigualdad (Gini) de 43.5 —uno de los más altos de América Latina—, el dato no solo incomoda: instala un límite simbólico. Hay cifras que, aunque legales, son leídas como obscenas.
El viaje, lejos de ser entendido como un asunto privado, activó un juicio colectivo sobre los gestos del poder. La carta pública de López Beltrán, que apelaba a valores familiares, esfuerzo personal y recursos propios, no apaciguó el conflicto: lo trasladó del plano legal al emocional. Porque en contextos de precariedad estructural, lo que importa no es si alguien puede pagar, sino qué representa que lo haga.
En su intento de defensa, López Beltrán se presentó como víctima de una “mafia del poder” que lo espía, invocando el linchamiento político como mecanismo de resguardo y repitiendo los reflejos narrativos del obradorismo clásico. Pero la recepción ciudadana reveló algo más complejo: no era el hijo del presidente quien estaba siendo juzgado, sino el código simbólico que prometía diferenciar al poder actual de los anteriores.
Otra de las cifras arrojadas por el estudio de Polister refuerza esta percepción: el 50.75 % opina que, incluso si un funcionario paga con su propio dinero, debe actuar con mayor discreción. Este dato desmonta el argumento central de la defensa oficial: que al no haber uso de recursos públicos, no hay falta. Para más de la mitad de la ciudadanía, el problema no es el origen del dinero, sino el mensaje que se transmite. Lo que está en juego no es una transacción: es la ejemplaridad.
Pero el dato políticamente más delicado es otro: el 72.34 % de las personas encuestadas afirma que el episodio afectó negativamente su opinión sobre Morena. Aquí ya no se sanciona al individuo, sino al proyecto. Cuando la promesa era “no somos iguales”, las contradicciones no se toleran: se penalizan. Esta cifra no mide enojo circunstancial, mide desilusión acumulada. Y la desilusión, cuando se instala, no retrocede con comunicados: marca un antes y un después.
Leídas en conjunto, estas tres cifras construyen un mensaje inequívoco: ya no basta con defenderse desde el cumplimiento formal. Lo que está bajo juicio es la coherencia moral del relato. La austeridad no era una política económica; era un principio identitario. Un código narrativo que marcaba la línea entre “nosotros” y “ellos”. Cuando ese código se rompe, lo que se pierde no es una regla: es una identidad. Y cuando la identidad se desvanece, no hay carta que repare el vínculo.
No es un debate contable, sino simbólico. Cuando los gestos no sintonizan con las palabras, la legitimidad no se erosiona por los argumentos del adversario, sino por el desconcierto del creyente.
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En redes sociales, las emociones no tardaron en activarse. La ira se manifestó en acusaciones de hipocresía; la ironía, en memes que ridiculizaban la “medianía republicana” frente a vuelos y hoteles de lujo; la decepción, en quienes aún creen en los principios fundacionales de la 4T, pero ya no los reconocen en sus actos; el desprecio, hacia la figura del “nepo baby”, síntesis de una élite heredada que recicla el discurso mientras reproduce los privilegios; y la indignación, en quienes no toleran que se juegue con la fe pública escudándose en la legalidad para evitar la discusión sobre la ejemplaridad.
Encuestas y redes, lenguajes distintos para un mismo mensaje: la narrativa de la austeridad ya no goza de crédito automático. Lo que antes funcionaba como mantra, hoy requiere pruebas. La ciudadanía no exige explicaciones jurídicas: exige coherencia. No exige castigos: exige congruencia. La justa medianía ya no se presume: se vigila. Y el poder ya no se legitima solo por el voto, sino por la sintonía entre el relato y la vida.
Cuando una narrativa política pierde su anclaje emocional, no basta con insistir en el discurso. Porque la coherencia no se declama: se practica. Este no es un episodio aislado que requiere control de daños, sino un espejo que obliga a mirar de frente la distancia entre el “storytelling” y el “storydoing”. Porque cuando esa distancia se normaliza, lo que se rompe no es la comunicación, sino la confianza. Y sin confianza, no hay relato que aguante.
*Sobre la autora:
Milagros Oreja es Directora de la casa de Opinión Pública Polister Comunicadora e investigadora social.
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Cortesía de Forbes
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