
MILÁN -Hace unos años, había en todo el mundo un amplio consenso en relación con el comercio: cuanto más libre, mejor. Preocuparse por los detalles de la política comercial era exclusividad de economistas obsesivos, y casi nadie (salvo grupos de intereses especiales) defendía el proteccionismo. Cundían aranceles relativamente bajos, la mayoría de los gobiernos buscaban atraer la inversión extranjera, y las transferencias tecnológicas se veían como un modo de difundir la prosperidad. Todo eso es cosa del pasado.
Treinta y cinco años después de que el estratega militar Edward N. Luttwak acuñó el término “geoeconomía” para describir el encuentro entre la “lógica del conflicto” y la “gramática del comercio”, el concepto está otra vez en boga. Crece en muchos países un consenso con respecto a que la política comercial debe verse ante todo a través del lente de la geopolítica.
Pero como observó Luttwak, un conflicto geopolítico es (en el mejor de los casos) un juego de suma cero: lo que una parte gana, la otra lo pierde. En cambio, el comercio suele ser un juego en el que todos ganan, aunque el presidente Donald Trump sostiene con vehemencia que otros países están robándole a Estados Unidos. Hay aquí una tensión inevitable, y en algún momento, cualquier intento de usar medidas económicas con fines geopolíticos chocará con ella.
Pero la mayoría de los políticos nunca llegan tan lejos. Trump, por ejemplo, sigue una estrategia arancelaria tan torpe que solo puede ser contraproducente. En ningún lugar es tan evidente como en su guerra comercial contra China.
Debería ser obvio que en una guerra hay que tratar de causar más daño al enemigo que a uno mismo. Pero todas las simulaciones disponibles del impacto de los diversos escenarios arancelarios surgidos en los últimos meses muestran que Estados Unidos perderá más que China. La razón es sencilla: Estados Unidos y China representan alrededor de un cuarto y un quinto de la economía mundial, respectivamente, pero China tiene una ligera ventaja en exportaciones, y alrededor del 80% de ellas se venden a otros países que no son Estados Unidos.
Es decir que Estados Unidos no tiene poder para causar un daño económico significativo a China. Pero al imponerle altos aranceles, vuelve a las importaciones más caras para las empresas y los hogares estadounidenses, ya sea porque tendrán que pagar los aranceles (que los importadores trasladan a los consumidores) o porque deberán sustituir los productos importados por otros más caros venidos de otros lugares. Es probable que haya sido una de las principales razones de la tregua que acordó Trump con China.
En cualquier caso, aun si hablamos de otros países, con distintos tamaños de sus economías y volúmenes de comercio, los aranceles no son una herramienta útil para debilitar a un adversario geopolítico. Tampoco sirven otras herramientas geoeconómicas que gozan de gran aprecio, como las restricciones al suministro de insumos esenciales. Por ejemplo, este año China empezó a exigir licencias de exportación para los minerales de tierras raras.
A primera vista puede parecer una estrategia ganadora: el suministro mundial de esos minerales se usa en su mayor parte para fabricar productos de alta tecnología. Pero la importancia económica de las tierras raras es mucho más limitada de lo que se supone.
El comercio de tierras raras se realiza en dos formas. Cuando los comentaristas y los políticos lamentan que alrededor del 70% de la importación estadounidense de tierras raras procede de China, están hablando de metales con poco procesamiento. Pero la importación total estadounidense de esos metales sólo llega a 22 millones de dólares anuales, una parte insignificante del total de las importaciones estadounidenses.
Mucho más importante es el comercio de compuestos de tierras raras, más procesados y con mucho más valor agregado. Y aquí Estados Unidos mantiene un importante superávit, sobre todo con China. La exportación estadounidense de compuestos de tierras raras asciende a 355 millones de dólares (más del doble que los 161 millones de las importaciones) y casi el 90% se destina a China.
No tiene nada de sorprendente. El sector industrial estadounidense es más bien pequeño y especializado, y está centrado en productos hipertecnológicos de nicho, de modo que no necesita grandes cantidades de compuestos de tierras raras. Es verdad que esos compuestos se usan en la fabricación de algunos equipos militares, por ejemplo aviones de combate. Un solo F‑35 requiere varios cientos de kilos de tierras raras. Pero la cantidad de aviones de ese tipo que se fabrican es pequeña. En cambio, cada año se fabrican miles de millones de teléfonos inteligentes y dispositivos similares, sobre todo en China.
Si China limita la exportación de metales de tierras raras, que no valen mucho, pone en peligro el suministro de los compuestos de tierras raras que necesita su sector industrial. Tal vez sea uno de los motivos por los que la reacción del mercado ha sido moderada: aunque los precios de las tierras raras son muy variables (por ser un mercado muy reducido), apenas se han movido desde que China introdujo las normas sobre licencias de exportación. Sólo dos de estos elementos se han encarecido significativamente (un 30% desde enero de 2025); aun así, siguen por debajo del máximo que alcanzaron en 2022.
Pero incluso si los precios se dispararan, el daño a la economía estadounidense sería limitado, ya que la importación de estos elementos apenas llega a unos veinte millones de dólares. Aunque los imanes permanentes sin tierras raras sean diez veces más caros, el costo para Estados Unidos sería 200 millones de dólares; un error de redondeo para una economía del tamaño de la estadounidense.
Además, hay otro problema con estas herramientas geoeconómicas: por lo general, solo se pueden usar una vez. Frente a una restricción del suministro (mediante aranceles, licencias de exportación o cualquier otro mecanismo), los importadores no tardarán en adaptarse (por ejemplo, buscando otros proveedores o acumulando reservas), de modo que ulteriores restricciones no los afectarán.
Todo esto debería servir de advertencia: la adopción ciega del activismo geoeconómico puede resultar no solo ineficaz, sino incluso contraproducente. Esto vale tanto para China como para los Estados Unidos.
Traducción: Esteban Flamini
El autor
Daniel Gros es el director del Institute for European Policymaking en la Universidad Bocconi.
Copyright: Project Syndicate, 1995 – 2025
Cortesía de El Economista
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