En 1942, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) transformó el Auditorio de la Residencia de Estudiantes de Madrid en la Iglesia del Espíritu Santo. Se trataba de limpiar la ciencia de la ‘escoria’ republicana y refundarla sobre una base nacional-católica.
La purga fue despiadada: el profesorado universitario sufrió una depuración de hasta la mitad del personal en algunos centros, a base de asesinatos, encarcelamientos, expulsiones y exilio. El regimen perpetró un “atroz desmoche”, según una expresión del historiador Pedro Laín Entralgo (falangista en sus inicios).
Antes del golpe de estado, España tenía un incipiente sistema de investigación, encabezado por la Junta de Ampliación de Estudios (JAE). “Enrique Moles, Miguel Catalán o Blas Caberera formaban parte de unas élites intenacionales. Sus escuelas de investigación quedaron desmanteladas”, afirma Agustí Nieto, investigador del Institut d’Història de la Ciència de la UAB (IHC-UAB).
Sin embargo, el franquismo no acabó con la ciencia. Al contrario, forjó una ciencia a su medida. “La depuración fue una catástrofe, pero lo fue aún más que esas plazas se llenaron de forma fulgurante con personas afines”, observa Xavier Roqué, investigador del IHC-UAB.
El CSIC y el Opus Dei
En 1939, meses después de la victoria franquista, el regimen desmanteló la JAE y creó en su lugar el CSIC. Los sublevados ya barajaban esa operación en Burgos, en 1938. “La ciencia fue una parte importante de la construcción del régimen”, afirma Nieto.
La ley fundacional del CSIC apostaba por conjugar “la tradición universal y católica con las exigencias de la modernidad”. La investigación de la época anterior fue tildada de “ciencia materialista”, con consecuencias nefastas, como el rechazo frontal a la biología evolutiva entre los altos cargos del consejo.
José María Albareda, quien fue secretario general del CSIC desde su fundación hasta 1966, era un sacerdote del Opus Dei y amigo personal del fundador de esa organización, Josemaría Escrivá de Balaguer. “Por una parte, el Opus creció al calor del CSIC. Por la otra, la ciencia modificó los valores del nacional-catolicismo”, afirma Lino Camprubí, historiador de la Universidad de Sevilla.
Eso se tradujo en una apuesta por las ciencias aplicadas. “La investigación básica fue asociada con un peligroso foco de liberalismo. Algo caro, inútil, que viene de una élite influida por el extranjero”, explica Nieto. Al contrario, el franquismo impulsó la investigación agrícola, el estudios de plagas y pesticidas, unos intentos de producir combustibles autárquicos y sobre todo la energía nuclear.
La ciencia también sirvió para lavar la cara a un regimen aliado de Hitler y Mussolini. “Para desesperación de los exiliados, España volvió muy pronto a los organismos internacionales y usó su cuota de paticipación para legitimarse”, explica Roqué. La clave fue el beneplácito de Estados Unidos, en clave antisoviética. .
La historia de la ciencia franquista está llena de agujeros, lamenta Roqué. “Muchos archivos siguen en manos privadas y las peticiones de acceso a los del CIEMAT [organización heredera de la Junta de Energia Nuclear] no han obtenido resultados”, observa. Al contrario de Alemania, donde los historiadores han podido explorar exhaustivamente la ciencia nazi, España no ha pasado cuentas con su pasado científico reciente.
Tres tópicos desmentidos
No obstante, la investigación ha desmentido algunos de los tópicos más repetidos. El primero es que no hubo ciencia en el franquismo. “La idea que no se puede hacer ciencia bajo un régimen totalitario no es cierta. Se ha hecho mucha ciencia que funciona en sitios como la Alemania nazi, la Unión Soviética, China…”, observa Roqué.
El segundo tópico es que el franquismo usó a los científicos contra su voluntad. “También hubo científicos que usaron el franquismo”, observa Camprubí, que cita el periodo del “ingenierismo”, donde los ingenieros llegaron a dictar las principales políticas.
El tercer tópico es que la ciencia del franquismo fue pésima. “Sin duda, la dictadura limitaba las capacidades del país. La lealtad, más que la capacidad, era un requisito para aprobar oposiciones”, observa María Jesús Santesmases, historiadora del CSIC. “Había una comunidad nacional clientelar, que publicaba en español en revistas del CSIC. El consejo hasta organizaba actos donde los investigadores depositaban sus estudios delante de Franco”, explica Roqué.
Pero incluso en estas condiciones algunos científicos pudieron desarrollar una carrera de alto nivel. La benevolencia internacional con la dictadura fue la oportunidad para mantener colaboraciones fuera.
Gracias a los contactos con el extranjero y a la enorme expansión de la educación universitaria durante el boom económico de los ’60, llegaron a la academia personas que no comulgaban con el regimen – especialmente de la “generación del ‘56”, que no había vivido la guerra civil.
De allí salen diversas de las personas que gobernaron la ciencia durante la transición, observa Santesmases. No obstante, la democracia no hizo tabla rasa. “Hubo una falta de entrenamiento social democrático de cuatro décadas y eso tiene un peso”, afirma Santesmases. “La depuración ideológica del profesorado generó unas prácticas endogámicas y corruptas de las que el sistema universitario nunca se ha liberado”, concluye Nieto.
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Cortesía de El Periodico
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