
Estamos acostumbrados a creer que el futuro será mejor que el presente. Es una creencia atávica alimentada por políticos y empresas. La dificultad de las personas para prever el advenimiento de las catástrofes es una resistencia natural contra las malas noticias. Nadie quiere escuchar a los profetas del desastre, aunque sostengan su palabra con razones.
Tomo dos momentos del libro El mundo de ayer, de Stefan Zweig, judío de Viena y cosmopolita de profesión, que ejemplifican esta resistencia a creer en un futuro negativo. Zweig nació en la plenitud del Imperio Austrohúngaro. Perteneció a una generación brillante, la de la Joven Viena, una sociedad de artistas y escritores que se reunía, en la última década del siglo XIX, en el Café Griensteidl, sobre todo.
De este grupo destaco tres personajes: el poeta Hugo von Hofmannsthal; el escritor Karl Kraus, autor de varios escritos que no han perdido vigencia, en especial La tercera noche de Walpurgis, escrita en 1933, poco después de la llegada de Hitler al poder. Esta obra alertaba sobre el peligro del nazismo y la pérdida de libertades que se vendrían. Decía Kraus: (si Hitler toma el poder) “se iniciaría una barbarie que, con la pacotilla prescindible de una cultura conspicua, sepultaría todos los valores y hasta la misma vida que los crea”.
Elías Canetti fue cercano a Kraus; le admiraba su “exigencia ética, su total compromiso y su radical indignación.” Kraus no fue escuchado, Alemania vivía la celebración del triunfo del líder del partido nazi. Murió en 1936, antes del Anschluss (1938) y el inicio de los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
Si von Hofmannsthal era el poeta y Kraus la conciencia, Zweig fue el cronista. De los tres, fue el único que vivió de cerca la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, y el inicio de la Segunda. De la primera destaca el ambiente que se vivía en Europa antes de su inicio. La gente común y corriente, decía Zweig, se había costumbrado a los enfrentamientos verbales de sus gobernantes y no les prestaba mayor atención. Belgas, alemanes, rusos, franceses convivían sin prestar la menor atención a los rumores de guerra.
El 28 de junio de 1914 en Sarajevo (Bosnia) ocurrió el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa Sofía, a manos de Gavrilo Princip, un joven serbio de 19 años. A pesar de que este hecho desató una crisis diplomática, la gente seguía desestimando el riesgo. El Archiduque no era un personaje muy querido según Zweig, pero fue el detonante de décadas de roces entre imperios. Un mes después estallaría la Gran Guerra ante el estupor de la gente común. Los jóvenes se alistaban con entusiasmo, pensando en las guerras del siglo XIX, se despedían de sus familias jurando regresar para navidad. La Gran Guerra terminó en 2018. Los estragos fueron tan terribles que la gente en Europa creía que los horrores vividos “curarían” al Continente de la “enfermedad” de la guerra.
Sin embargo, no sucedió así. En este segundo ejemplo retomo a Zweig cuando escuchó hablar de Hitler, al que consideraba un agitador más de los que surgían y luego eran olvidados. Cuando comenzó a sentirse el asedio del partido Nacionalsocialista la mayoría seguía desestimando su influencia; la organización de jóvenes desempleados y empobrecidos, a los que se les daba una causa y la posibilidad de una revancha seguía creciendo. Estos grupos, entrenados por militares y pagados con recursos de algunos de los hombres más ricos, comenzaron las golpizas y los asesinatos.
A menudo, la ceguera o conveniencia de políticos, gobernantes y ciudadanía les impide ver el desastre que viene. Lev Trotski alertó en varios escritos de los años treinta sobre este peligro. Llamó a los poderosos partidos socialdemócrata y comunista a unirse para frenar a las huestes hitlerianas, incluso a responder ataque por ataque ante la complicidad de las autoridades. Los socialdemócratas alemanes no quisieron porque en un primer momento los nazis atacaban a los comunistas. Un caso de ofuscación brutal.
Incluso ya en el poder, Hitler “negoció” con los gobiernos de Francia e Inglaterra, que prefirieron traicionar a Checoslovaquia y Austria con la esperanza de que Alemania no los atacara a ellos, sino a la Unión Soviética. Estados Unidos hizo los mismos cálculos. Adicionalmente, hay que anotar que Hitler gozaba de muchas simpatías en los países occidentales.
El mundo de ayer y el de hoy guardan diferencias, pero la conciencia de las sociedades sigue siendo atraída por el odio. Esto es lo que hace crecer a los autoritarios y dictadores. El futuro no es nuestro ni de nadie, es una página en blanco en la que puede ser borrada la historia de las canalladas para escribir algo mejor.
Cortesía de El Economista
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