Colaboración especial de Maira Duque
Si pudiéramos caminar 350 años atrás en este mismo territorio encontraríamos montañas completamente verdes con unas cuantas casas y sembrados, cascadas de agua desplegándose entre sus laderas atravesando un bosque húmedo tropical, pasando entre lagunas y humedales, hasta llegar a un río en forma de serpiente: el río Medellín-Aburrá. Desde una perspectiva, las montañas se ven como brazos abriéndose para recibir y acoger a todos los viajeros que encuentran aquí un lugar para hacer un alto en su camino, comprar o vender productos, incluso para quienes han decidido quedarse a vivir. Este es el territorio ancestral del pueblo indígena los aburraes, el hogar de hacendados españoles y un poco más de doscientas cincuenta familias que han migrado desde diferentes territorios. Y es así como en una juntanza de muchos mundos que encontraron aquí un lugar para entretejerse, conversar, existir, un 2 de noviembre, al costado de la quebrada Santa Elena, y en lo que hoy es el parque Berrío, se declara la fundación de Medellín.
Con el paso del tiempo Medellín ha conservado su esencia de ser un lugar de encuentro para muchos mundos, aunque también, a medida que ha llegado el desarrollo y la modernidad, se ha vuelto aplastante con algunos de estos universos y con el cuerpo del territorio que nos abraza: los indígenas aburraes fueron extinguidos y olvidados, el río que danzaba entre las tierras más fértiles del valle hoy es una línea recta encerrada entre muros de concreto, rodeada de autopistas, y donde llegan los desechos de toda la ciudad. Tenemos cada vez menos bosques, las montañas están sobrecargadas de edificios y hay construcciones, incluso, en lugares que no tienen la capacidad de soportar esta urbanización. La quebrada en la que nació nuestra ciudad hoy está enterrada bajo el pavimento de la avenida La Playa.
No solo pasa en Medellín, pasa en todo el planeta. Mientras el desarrollo, el progreso y la modernidad llegan a más lugares, han ido desapareciendo pueblos ancestrales enteros, ríos y quebradas, bosques, montañas. Aprendimos a extraer todo lo que la naturaleza nos regala sin devolverle nada, como si pudiéramos gastarnos toda la Tierra y después comprarnos otra. Aprendimos como mundo a ignorar, minimizar, aplastar las culturas que se entretejen alrededor del cuidado de la Tierra y hasta hace muy poco las llamábamos salvajes; es que no es coincidencia que el daño y la destrucción de la naturaleza vaya de la mano del fin de culturas que han sabido cuidar, amar, honrar como ese ser que nos sostiene y nos alimenta.
La cultura moderna nos separó de la Tierra, se construyó sobre la ficción de que los seres humanos somos superiores a la naturaleza y que lo normal es dominarla. Olvidamos que cada una de las personas que habitamos este planeta está hecha del agua de los ríos y los páramos, del aire de los bosques, de los alimentos que cultivamos; que nuestro sistema económico existe y se sostiene gracias a todo lo que la Tierra nos provee; hasta la tecnología más avanzada necesita agua y minerales que tomamos de la naturaleza. Como lo propone el pensador Arturo Escobar: “No hay ningún sistema económico que pueda sostenerse ante un colapso de los sistemas naturales”; nuestro sistema es demasiado frágil, pero parece que aún no lo sabemos, o no queremos reconocerlo.
Este contexto de crisis ecológica global es un llamado a la imaginación de mundos donde volvamos a entretejer nuestra vida en esa conexión armónica y ancestral con la Tierra, donde recordemos que es el cuidado de todo lo vivo, incluyendo humanos y no humanos, lo que sostiene nuestra existencia. Por esto, cuando hablo de futuro, parafraseando a los mayores y mayoras de diferentes pueblos indígenas, pienso: el futuro es volver al origen.
Volver al origen supone un movimiento cultural, político, económico, educativo que agite las bases más profundas de nuestra sociedad. Para empezar, tendríamos que devolverles su lugar a los seres no humanos que habitan con nosotros este territorio, volver a contemplar el río, los cerros y las quebradas, las montañas como esos cuerpos vivos que nos abrazan, nos sostienen, que nos han cuidado durante siglos, y que al mismo tiempo, necesitan nuestro cuidado. ¿Cómo sería restaurarlos y sanar el daño que les hemos hecho en la construcción de esta ciudad? ¿Se imaginan destapar las quebradas que están bajo el pavimento, limpiar sus aguas y volver a bañarnos en ellas? Sí, tenemos parques lineales alrededor de algunas quebradas, pero sus aguas siguen siendo igual de sucias e inhabitables. ¿Se imaginan el trabajo cultural, político y económico que necesitamos para que el río Medellín-Aburrá sea limpio y habitable desde su nacimiento hasta su desembocadura en el río Cauca?
La urbanización de Medellín y el valle es inevitable, pero ¿podríamos declarar zonas de protección alrededor de nuestras montañas para cuidar los bosques y los animales salvajes que viven allí? ¿Cómo sería que los proyectos de vivienda se estructuren alrededor de zonas de conservación, espacios de siembra y agricultura regenerativa? En una ciudad donde se construyen cada vez más edificios y menos parques, ¿podríamos garantizar que todas las personas tengamos un gran parque verde con suficiente espacio cerca de nuestras casas al que podamos ir para conversar y reconectarnos con la naturaleza?
Más allá de Medellín como territorio, lo que pasa en nuestra ciudad define también lo que pasa en Antioquia, en muchos lugares de Colombia e incluso de América Latina. Los caminos que dibujamos aquí se multiplican en muchos otros territorios. ¿Se imaginan un movimiento económico para que el cuidado de la vida esté en el centro de todas las empresas, emprendimientos y proyectos económicos que creemos? ¿Cómo sería reemplazar, poco a poco, los monocultivos —que vuelven infértil la Tierra— y sembrar bosques comestibles desde donde se comercialicen, no uno sino muchos productos? Sí. Probablemente esto signifique menos ganancias en el corto plazo, tal vez nos enfrente a retos logísticos en la producción y distribución que aún no sabemos cómo abordar, pero en el plazo de los próximos 350 años de Medellín, del mundo, serían proyectos sanadores que sostienen y alimentan la vida, que replican las lógicas de la naturaleza garantizando la preservación de los seres no humanos que hacen comunidad con nosotros. Porque la verdadera economía de la abundancia es una donde la naturaleza está a nuestro servicio, pero nosotros también estamos al servicio de ella; donde extraemos elementos de la Tierra, pero también le devolvemos, la cuidamos y, a veces, la dejamos descansar para permitirle regenerarse y recuperarse.
Volver a comprendernos como esa comunidad que somos con la naturaleza también puede transformar radicalmente la política. La activista Mapuche Moira Millán y el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir están empezando a hablar de la Tierracracia como una posible evolución de la democracia representativa. ¿Se imaginan una ciudad donde las decisiones las tomemos no solo entre seres humanos, sino también preguntándoles a las montañas y a los cerros, a las quebradas, al río? ¿Cómo sería disponer nuestra mente y nuestro corazón para escuchar lo que la naturaleza tiene para decirnos y desde ahí ordenar nuestra vida y nuestra forma de habitar las ciudades?
Realmente nada de esto es nuevo porque hay mundos donde esto ya está pasando: muchas comunidades ancestrales llevan siglos consultando a su territorio para tomar decisiones colectivas. Antioquia ya es un referente para la agricultura y la ganadería regenerativa, las luchas por el cuidado de la Tierra y las montañas ante proyectos extractivistas es un proceso vivo en Colombia y en el mundo. Pero en medio de las crisis que experimentamos hoy, estamos ante la oportunidad de entretejer todas estas prácticas no como procesos al margen, sino como el corazón de nuestras sociedades, de nuestros proyectos culturales, educativos, políticos y económicos. Esta ciudad puede ser uno de los laboratorios desde donde dibujemos esos otros horizontes y otros futuros para el mundo.
350 años después de su fundación, Medellín sigue siendo un lugar en el que coexisten, se entretejen y conversan universos muy diferentes entre sí: el mundo de comunidades ancestrales y barriales, el mundo de algunos de los empresarios más exitosos de Colombia, migrantes que llegan de muchos países a construir su vida aquí con sus propias culturas y cosmovisiones, nómadas digitales y desarrolladores de las tecnologías que están cambiando el planeta, miles de turistas y visitantes que llegan cada año a dejarse conmover por nuestro territorio y a compartir sus propias perspectivas de la vida.
Si comprendiéramos todos estos universos no como universos paralelos separados, sino como un pluriverso que se convoca alrededor del cuidado de la vida, podríamos llamar a esa juntanza de mundos para crear un movimiento de regreso al origen, de regreso a sistemas de vida entretejidos en esa conexión armónica y ancestral con la Tierra y con nosotros mismos, en los que todas las comunidades humanas y no humanas encontremos nuestro lugar para florecer.
Colaboración especial de Maira Duque. Postactivista, administradora de negocios y desarrolladora web, creadora de @hola_mundos_. Ha transitado por movimientos ciudadanos, proyectos de educación, cultura, tecnología y estrategia empresarial. En los últimos años reconecta con saberes ancestrales para imaginar nuevos sistemas de pensamiento y existencia desde las lógicas de la naturaleza. Cree que el futuro será volver al origen: restaurar la relación entre humanidad y Tierra, y tejer mundos donde todas las formas de vida florezcan.
Cortesía de El Colombiano
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