En el corazón de la península de Jutlandia, donde el viento del mar del Norte acaricia campos que parecen no haber cambiado en siglos, un hallazgo fortuito en 1892 desató uno de los misterios arqueológicos más sugerentes de la era vikinga.
Un joven jornalero, mientras araban los campos de su patrón en Hornelund, vio brillar algo entre los surcos. Al desenterrarlo, descubrió que no era una piedra ni un simple fragmento metálico, sino un pesado broche de oro con un diseño tan refinado que parecía imposible que hubiera pasado un milenio bajo tierra. Aquel hallazgo dio inicio a una historia que, más de 130 años después, sigue sin resolverse del todo.
El hallazgo que nadie esperaba
Pocos días después del primer descubrimiento, aparecieron un segundo broche y un brazalete de oro macizo. La noticia corrió por los periódicos locales: el campo de Hornelund, cerca de la actual ciudad de Varde, había entregado un tesoro vikingo sin precedentes.
La nota de prensa original del Museo Nacional de Dinamarca, conservada en sus archivos, recogía que las piezas se entregaron al museo en Copenhague, donde fueron tasadas y recompensadas. Aquel acto rutinario dio inicio a una investigación que aún hoy fascina a los arqueólogos.
Se trataba de dos broches circulares de aproximadamente 8,5 centímetros de diámetro y entre 60 y 75 gramos de peso, además de un brazalete trenzado de oro macizo. Según la investigación de la museóloga Lene B. Frandsen, las piezas combinaban filigranas, granulaciones y relieves que revelaban la mano de un orfebre excepcional.
Uno de los broches mostraba cabezas de animales en estilo puramente nórdico, mirando hacia el centro de un espacio que probablemente estuvo decorado con una piedra semipreciosa. El otro presentaba un delicado motivo vegetal que recuerda a palmetas y tallos ondulantes, de clara inspiración cristiana. Esta dualidad artística —lo pagano y lo cristiano conviviendo en el mismo conjunto— lo convierte en un hallazgo único en la orfebrería vikinga.

Un tesoro sin contexto
La belleza de los broches de Hornelund es indiscutible, pero lo que realmente intriga a los investigadores es lo que no se sabe.
Cuando el jornalero los encontró, el campo ya estaba intensamente trabajado y no se realizó una excavación arqueológica sistemática. Por ello, nunca se supo con certeza si estas joyas formaban parte de un ajuar funerario, un tesoro escondido ante un peligro inminente o los restos dispersos de una antigua granja de élite.
En 1993, el Museo de Varde emprendió una ambiciosa campaña para rastrear el origen del tesoro. Se excavaron siete áreas en la zona señalada por los registros históricos. Bajo la capa de tierra fértil aparecieron restos de asentamientos que abarcan desde la Edad del Bronce hasta la Edad del Hierro temprana, incluyendo hornos, grutas de piedras de cocción y escorias de hierro, evidencia de actividades metalúrgicas antiguas.
Sin embargo, nada relacionado con la época vikinga apareció en aquellas excavaciones. La tierra parecía guardar su secreto con celosa discreción.
Entre el arte local y la influencia extranjera
A pesar de la incertidumbre sobre su procedencia exacta, los especialistas coinciden en que los broches de Hornelund son productos de altísima calidad técnica.
Durante el siglo XI, el sur de Jutlandia era un núcleo activo de orfebres vikingos. Algunos trabajaban para la élite local, otros producían piezas para el comercio internacional. Se sabe que los orfebres daneses tomaban inspiración de múltiples fuentes: patrones vegetales de influencia franca, curvas en espiral propias de los países bálticos e incluso ecos del arte cristiano que ya penetraba en Escandinavia.
Estos broches condensan ese cruce cultural. Por un lado, las cabezas de animales evocan las raíces nórdicas, fieras y simbólicas; por otro, la filigrana vegetal recuerda los viñedos que en el arte cristiano primitivo simbolizan la resurrección. Es un testimonio silencioso de un tiempo en que los vikingos ya estaban dejando atrás su mundo pagano para integrarse en la cristiandad europea.
Pero, ¿por qué un conjunto tan valioso apareció en un campo de labor y no en un túmulo funerario o en un hallazgo urbano? Las teorías son variadas. Algunos arqueólogos sugieren que pudo ser un tesoro enterrado apresuradamente ante una amenaza, como una incursión o un conflicto local. Otros plantean que formaba parte de un ajuar funerario destruido por la arada y el paso del tiempo.
Sea cual sea la respuesta, el hallazgo sigue siendo una cápsula de historia que combina azar, belleza y misterio. La última campaña de excavación, hace tres décadas, apenas arañó la superficie de lo que podría ser un yacimiento mayor. Y en el Museo Nacional de Dinamarca, donde se exhiben hoy los broches, no se pierde la esperanza de que algún día aparezca la pieza que complete el puzzle: quizá otro fragmento de oro, un enterramiento intacto o un resto arquitectónico que revele quién poseyó estas joyas hace más de 1.000 años.

Un legado que trasciende el oro
Más allá de su valor material, los broches de Hornelund son un recordatorio de que la arqueología no solo consiste en objetos, sino en historias humanas. Detrás de cada filigrana, de cada cabeza de animal, late la mano de un artesano que dominaba técnicas milenarias.
En algún momento del siglo XI, alguien se abrochó estas joyas al vestido, quizá en un acto ceremonial o en un encuentro de poder. Ese gesto quedó suspendido en el tiempo, hasta que un golpe de arado lo devolvió a la luz.
Mientras la investigación continúa, los broches de Hornelund siguen brillando, no solo por su oro, sino por las preguntas que plantean. En su silencio metálico parecen recordarnos que, en la arqueología, el azar es tan poderoso como la ciencia, y que el pasado siempre guarda sorpresas para quienes saben mirar.
Cortesía de Muy Interesante
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