El mundo de los diplomas. Credencialización y fisuras en el muro de la academia

En el mundo académico contemporáneo, la credencialización se sostiene sobre dos caras inseparables: el fetiche y el filtro. El fetiche convierte al título académico en un tótem de prestigio: un diploma enmarcado pesa más que la experiencia acumulada, y el grado de “doctor” parece garantizar autoridad sin importar la solidez del conocimiento. El filtro, por su parte, actúa como barrera institucional: sin credenciales formales, las puertas de la docencia, la investigación o el financiamiento permanecen cerradas. Uno opera en el plano simbólico, el otro en el práctico, y juntos configuran un dispositivo de exclusión aceptado como natural. Como mostró Randall Collins en La Sociedad Credencialista (1989), la escuela moderna convirtió los diplomas en distinciones sociales y barreras de acceso.

Bajo este régimen, cabe preguntarse ¿qué lugar queda para quienes aprenden por fuera del molde institucional? Durante siglos, la figura del autodidacta fue celebrada como símbolo de genialidad. En el siglo XIX, Michael Faraday, aprendiz de encuadernador, revolucionó la física y la química; Charles Darwin, formado en teología, transformó para siempre la biología.

A finales del siglo XX y principios del XXI, Bill Gates, Steve Jobs o Mark Zuckerberg alcanzaron la cúspide de la innovación tecnológica sin concluir la licenciatura. Harvard recuperó a los ‘desertores ilustres’ con el Doctorado Honoris Causa a Gates (2007) y a Zuckerberg (2017). Pero el gesto no consistió en otorgarles valor académico, sino en apropiarse simbólicamente del éxito que ya tenían. Ahí el fetiche se invierte: no es el diploma el que confiere prestigio, sino la universidad la que busca legitimar su aura colgándose del triunfo de quienes no necesitaron credenciales. Ninguna institución, en cambio, logró atraer a Jobs, el innovador que prefirió seguir siendo un hereje en el mundo de los diplomas.

Hace décadas todavía se permitía que el éxito —y no la credencial— fuera suficiente para obtener reconocimiento. Hoy, en cambio, el autodidacta es producido como un “anormal epistémico”: alguien que sabe, pero cuya voz no cuenta porque no porta el sello de los títulos. Lo que antes era celebrado ahora se invisibiliza. La filósofa Miranda Fricker (2017) llama a esto una injusticia epistémica: descalificar voces válidas solo por no portar el sello de una credencial. Y esa es, quizá, la expresión más clara de cómo el fetiche desprecia y el filtro excluye.

Este cambio tiene raíces profundas. En la universidad medieval, el título de magister no era un posgrado como hoy, sino la licencia para enseñar: solo un maestro podía formar a otro maestro. Con la modernidad, los títulos dejaron de ser licencias gremiales para convertirse en distinciones sociales. Contar con un grado universitario abría la puerta a altos cargos en la administración pública. En la segunda mitad del siglo XIX, el doctorado moderno se consolidó como el grado supremo de investigación y en el gran filtro de legitimidad. Desde inicios del siglo XX, la regla quedó sellada: doctores forman doctores.

El siglo XX expandió masivamente la educación superior. La licenciatura se generalizó, la maestría proliferó, el doctorado se mantuvo como credencial de élite y el posdoctorado emergió como nuevo escalón. Así nació la inflación académica: cada título perdía valor relativo y era necesario acumular uno más para destacar. La credencialización se convirtió en requisito institucional y también en imaginario social, hasta parecer incuestionable. Nos acostumbramos a medir el conocimiento en papel, como si acumular diplomas fuera sinónimo de saber más.

En la medicina mexicana, esta lógica se volvió particularmente intensa. Durante gran parte del siglo XX, la licenciatura en medicina bastaba para ejercer, pero la formación de médicos se reservaba a quienes tenían adscripción universitaria y, con el tiempo, posgrados. Las residencias médicas añadieron otra capa: solo quienes la concluían podían ser especialistas, y solo los especialistas acreditados podían formar nuevos especialistas. Se consolidó así una jerarquía cerrada: médicos generales en la base, especialistas en el medio, subespecialistas y doctorados en la cúspide. Cada escalón abría y cerraba puertas.

¿Puede pensarse la academia como un mercado donde circulan distintas monedas?

Definitivamente sí. Por un lado, existe el capital académico, compuesto por títulos formales. Pero además está el capital científico, basado en publicaciones y citas; el capital social, sustentado en redes y colaboraciones; y el capital contingente, que depende del azar y la coyuntura: estar en el lugar correcto en el momento preciso, con las relaciones adecuadas. Para llegar a la cúspide se requiere una combinación de estos capitales, pero en la práctica el sistema privilegia el capital académico como moneda dura.

En México, a finales del siglo XX y principios del XXI, el relevo generacional no era automático. Solo los jóvenes con respaldo económico, redes internacionales o doctorados extranjeros lograban reconocimiento esperado. En 2025, aunque la lógica persiste, la exclusión se juega también en la capacidad de publicar en inglés, pagar las cuotas del acceso abierto o insertarse en consorcios globales. El resto, por más capacidad o experiencia que tenga, sigue marginado.

La credencialización en México, como en buena parte del Sur Global, se vive de manera contradictoria. El fetiche se concentra en títulos obtenidos en el extranjero, vistos como superiores a los nacionales. El filtro discrimina credenciales locales, sobre todo si provienen de universidades periféricas. El resultado produce un doble cierre: hacia adentro con jerarquías rígidas, y hacia afuera con la obligación de traducir títulos locales a estándares del Norte.

Eduardo Ibarra Colado (2001) ya advertía que la universidad mexicana reproducía las lógicas del capitalismo académico, subordinando trayectorias y saberes a los mecanismos de validación internacional. Mientras más se acumulan credenciales, más se devalúan, y más difícil resulta ser reconocido sin seguir la ruta lineal. El autodidacta, el médico comunitario o el investigador independiente suelen quedar en los márgenes de ese juego o jugar como espectadores, aunque sus aportes podrían enriquecer el conocimiento de manera decisiva.

¿Cómo abrir las instituciones al cambio sin caer en la mediocridad ni abaratar la calidad?

La respuesta pasa por reconocer que las credenciales son necesarias, pero insuficientes. La calidad de la investigación y de la formación médica no puede reducirse al diploma ni a las métricas. Hay que abrir espacio a otros capitales y valorar trayectorias invisibilizadas.

Afortunadamente en México ya existen fisuras en el muro credencialista. El Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII), en ciertos casos, reconoce la equivalencia de un grado cuando la trayectoria y las publicaciones lo justifican. En algunos Institutos Nacionales de Salud, clínicos con experiencia se incorporan a proyectos de investigación aunque no tengan doctorado y también -como el SNII- esas instituciones dan entrada a las equivalencias. Son accesos laterales que permiten el paso de saberes distintos al diploma. Pero esas fisuras pueden resultar limitadas en otras instituciones: funcionan para la situación laboral o los estímulos, pero no para el núcleo duro de la academia. A la hora de dirigir tesis o formar nuevos doctores, la regla se mantiene intacta: doctores forman doctores.

En algunas universidades el muro es aún más rígido. Las fisuras no existen, las normas perpetúan al gremio y se da la paradoja de que un investigador puede tener el nivel más alto en el SNII y al mismo tiempo estar bloqueado por no contar con doctorado formal.

El desafío no es derribar el muro, sino ensanchar sus fisuras y convertirlas en accesos legítimos, institucionalizados y reconocidos. Eso implica fortalecer las puertas laterales, consolidar equivalencias de trayectorias, institucionalizar criterios que hoy operan como excepción y ampliar la valoración de capitales múltiples sin confundir calidad con acumulación de papeles. Las fisuras no significan rebajas de calidad. No se trata de abrir boquetes por donde se cuele la mediocridad, sino de reconocer caminos alternativos vigilados, donde la exigencia sea equivalente o mayor que en la ruta principal. Competir con reglas más justas no es competir menos, es competir de manera más completa.

Esta tensión no es exclusiva de México. En Francia o España existen figuras de habilitación que permiten a investigadores con trayectoria dirigir tesis aun sin doctorado clásico. En Estados Unidos y el Reino Unido, aunque el PhD sigue siendo requisito central, se han creado categorías como los clinical scholars o los professors of practice, que validan la experiencia profesional para enseñar y formar. En contraste, Alemania mantiene un muro casi sin fisuras con la Habilitation. En América Latina, Brasil ha explorado vías intermedias, evaluando programas colectivos y reconociendo trayectorias no lineales. Estos contrastes muestran que la credencialización no es un destino inevitable, sino un régimen con variaciones y alternativas posibles.

Epílogo

La credencialización, hija de la modernidad, organizó la academia en torno a títulos y filtros. Su fuerza ha sido tan grande que aceptamos sin cuestionar que solo quien acumula diplomas merece ser escuchado. Pero el costo es alto: se excluye al autodidacta, se margina la experiencia comunitaria y se reduce el conocimiento a un expediente de papeles. En México, esto se traduce en un sistema dual: elitista hacia adentro, dependiente hacia afuera. No se trata de desvalorizar el esfuerzo de quienes recorrieron el camino completo de la credencialización, sino de reconocer que ese camino no es el único que produce conocimiento valioso.

Aunque no queramos, el diploma y la credencialización seguirán siendo importantes. Lo que está en juego es si los usamos como muros que excluyen o como puertas que abren futuro. La tarea pendiente es reconocer esas fisuras como oportunidades, y no como excepciones toleradas.

Lecturas recomendadas

  • Collins, R. (1989). La Sociedad Credencialista. Sociología histórica de la educación y la estratificación. Akal Universitaria, Madrid, España.
  • Fricker, M. (2017). Injusticia epistémica: El poder y la ética del conocimiento. Heder, Editorial. Barcelona España
  • Ibarra Colado, E. (2001). La universidad en México hoy: gubernamentalidad y modernización. UAM.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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Cortesía de El Economista



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