No es sencillo determinar qué es en realidad una sociedad secreta. Hubo grupos humanos que nacieron como tales y otros que tuvieron que transformarse en organizaciones secretas para sobrevivir. Las diferencias de opinión sobre temas religiosos, por ejemplo, condenaron a millones de personas a convertirse en sectarios o en herejes, que viene a ser lo mismo. Por eso conviene definir previamente qué es una secta.
En principio, el significado peyorativo y amenazador que le atribuimos hoy a la palabra secta no existía en latín, pues significaba «manera de pensar», pero también «partido político». El término tiene dos raíces: por una parte procede de sequor, que significa «seguir a alguien», y por otro del verbo seco, «cortar». Un sector es una parte delimitada de una superficie, y una secta es lo mismo pero en el plano social. El cristianismo, por ejemplo, fue definido inicialmente por los romanos como una secta judía. Tal vez podamos hacer una primera división atendiendo a la diferencia entre los grupos «que creen» y los grupos «que saben». Entre los primeros se encontrarían los que comparten una diferencia de opinión en materia religiosa, y entre los segundos los que comparten unos conocimientos secretos que los demás ignoran.
Fronteras diluidas
Sin embargo, la linde entre esas dos categorías se difumina bastante si consideramos que aquellos que creen también creen saber, mientras que los que saben creen en lo que saben. En la Edad Media europea, ejemplo de los primeros son los herejes cátaros o albigenses; ejemplo de los segundos serían los alquimistas. Pero hubo muchos más.
En el siglo xii surge un movimiento cristiano llamado valdense que, como reacción a la opulencia y la obscena exhibición de riqueza de la Iglesia romana, reivindica y exalta la pobreza evangélica. Aparece en Lyon cuando un comerciante bien conocido y respetado, de nombre Pedro Valdo o Valdés, reparte su fortuna entre los pobres, encarga la traducción de la Biblia al habla vulgar y se dedica junto a un grupo de discípulos o compañeros (los Pobres de Lyon) a predicar el rechazo a los bienes materiales. De esta nueva idea —tan netamente cristiana— surgirá una corriente que, como un río subterráneo, aflorará una y otra vez a lo largo a la Historia de la Iglesia dando lugar a la proliferación de órdenes mendicantes y, sobre todo, al franciscanismo, hasta llegar al cristianismo de base y a la Iglesia de los Pobres que anhela, según sus propias palabras, el papa actual.
Aquellos valdenses se convirtieron en una secta diseminada por los valles alpinos de Francia e Italia así como por tierras aragonesas, secta que terminó siendo declarada herética por Roma. Sus miembros fueron excomulgados y desterrados de Aragón por el rey Alfonso II. Pasaron a la clandestinidad en forma de sociedad secreta «que cree», y bajo esa condición no solo consiguieron sobrevivir hasta nuestros días, sino expandirse por América del Sur, donde hay actualmente varias iglesias valdenses que ejercen con libertad su antiguo ministerio.
Mezcla de creencias
Mucho más importante y extendida fue otra secta herética que surgió también en el siglo xii, aunque ya tuvo mártires en el xi: la de los cátaros o albigenses. No puede decirse exactamente cómo surgió, pero del análisis de sus doctrinas se desprende que fueron resultado de una mezcla variopinta de creencias que, como el maniqueísmo y el gnosticismo, venían revoloteando en torno al cristianismo desde los primeros tiempos.
Su característica principal era que consideraban impuro y satánico todo cuanto pertenece al mundo de los sentidos, o sea, a la vida tal como la conocemos, incluyendo en el saco del satanismo a la mismísima Iglesia romana. Dios solo se habría ocupado del mundo espiritual. Eran vegetarianos y despreciaban el bautismo y la procreación, pues consideraban erróneo traer espíritus nuevos a este mundo creado por Satanás, de modo que había que desconfiar no solo del bienestar sino de cualquier pequeño placer (un vaso de buen vino, una chimenea caliente) como trampas del diablo. Pero esta secta no permaneció pasiva: se defendió con las armas. La Iglesia oficial, encabezada por Inocencio III, estableció entonces el Tribunal de la Inquisición y emprendió una Cruzada contra los cátaros que se convirtió en una campaña política y militar a lo largo de 30 años, que culminó con la toma en 1244 del último reducto cátaro: la aparentemente inexpugnable fortaleza de Montsegur.
Territorio templario
En el bando contrario, en el de la ortodoxia católica, aparecieron por entonces las Órdenes de Caballería, a las que es equívoco aplicar el marbete de sociedades secretas. Sin embargo, lo cierto es que la actividad en el seno de estos grupos los convirtió en algo muy parecido, sobre todo por lo que respecta a la Orden de los Caballeros Templarios. Más allá de la nebulosa que la Historia ha tejido en torno a ellos, lo cierto es que se convirtieron en una sociedad cerrada e impermeable al resto, una especie de burbuja dentro del cristianismo. La autoridad real no se aplicaba en los territorios templarios, que se regían exclusivamente por la ley de Dios y solo reconocían la autoridad del papa. Su valor, su ciega fe y su dominio de las técnicas militares hicieron crecer su prestigio como la espuma, hasta el punto de que muchos cristianos los sentían una manifestación directa del poder divino en el mundo. El rey navarroaragonés Alfonso I, conocido como el Batallador, era uno de ellos. En su testamento dispuso la entrega de sus reinos a los templarios, lo que no gustó a la nobleza, que se las arregló para ignorar la última voluntad del soberano.
Dos siglos más tarde, el poder y las riquezas acumuladas por la orden provocaron la codicia del rey Felipe de Francia, quien, aprovechando viejos bulos sobre los templarios e inventando otros nuevos, desencadenó el famoso proceso que terminó con la tortura y muerte de su Gran Maestre. El fundamento de la causa consistió en acusar a la Orden de haberse convertido en una sociedad secreta de carácter satánico, acompañando a esta acusación principal de toda una serie de delitos propios de la férvida imaginación medieval, que se apoyaron en falsas confesiones arrancadas a los infelices caballeros bajo la presión de la tortura. El propósito auténtico del rey era hacerse con las inmensas riquezas y los vastos territorios que había acumulado la orden templaria. Y lo consiguió, aunque de una manera mucho más complicada y menos rentable económicamente de lo que había calculado.
Antiguos conjuros
El pueblo también temía a una supuesta sociedad secreta: la que constituían las brujas y los hechiceros. Este temor ancestral parece haber tenido su origen en los primeros tiempos del cristianismo, cuando la nueva religión se extendía asimilando naciones enteras en cuyo seno se produjeron núcleos de descontentos que abominaban de las nuevas creencias y añoraban la religión anterior. Aquellos grupos nunca desaparecieron del todo, y sus sacerdotes, druidas y chamanes se encargaron de transmitir hereditaria y secretamente los antiguos conocimientos y creencias reducidos ahora a conjuros y herboristería. También estaban los nigromantes, adivinos que consultaban a los difuntos y que hacían predicciones a partir de las vísceras de los cadáveres, como se hacía muchos siglos antes en Mesopotamia y en Egipto. Es posible que ni siquiera ellos supiesen de dónde les llegaban sus ritos y saberes, pero lo cierto es que fueron reprimidos con toda dureza después de ser denunciados ante un instituto religioso católico que surgió proclamándose juez indiscutible y último de la ortodoxia: la Inquisición.
Junto a aquellos grupos sociales que llevaron una existencia obligadamente secreta a causa de sus creencias, hay que situar a los que lo hicieron voluntariamente a consecuencia de sus saberes, para preservar estos a toda costa.
En todas las épocas existieron núcleos que compartían conocimientos secretos, desde los sacerdotes egipcios y mesopotámicos hasta los constructores de Stonehenge y de las catedrales cristianas. Y todos ellos se enfrentaron con un problema común: el de la transmisión de tales conocimientos. La secta pitagórica, que se prolongó hasta los albores mismos de la Edad Media, exigía a sus adeptos cinco años de preparación antes de entrar en el meollo de los conocimientos profundos, así como el silencio absoluto una vez recibidos esos saberes.

Grupos cerrados por completo
Al primero que abrió la puerta de sus secretos lo apartaron del grupo y le construyeron una tumba simbólica. La revelación de los misterios griegos, ceremonias de iniciación ancestrales, estaba penada con la muerte, pero no sabemos nada sobre si la iniciación en los misterios suponía o no el ingreso en un grupo de carácter secreto.
En todo caso, es obvio que a lo largo de la Historia fluye una corriente esotérica de saberes que circula por la cuneta del conocimiento y las creencias generales. Lo inquietante es suponer, como han hecho varios especialistas, que los fundamentos de esa corriente son los mismos, transmitidos a lo largo del tiempo desde épocas extremadamente antiguas y revestidos en cada caso de peculiaridades fruto de su época. A esta corriente se la conoce como hermetismo y se supone originada a partir de antiguos textos atribuidos a Hermes Trismegisto, o tres veces grande.
Como se sabe, Hermes era el nombre del dios griego que los romanos llamaron Mercurio, un ser divino patrono de la inteligencia y del conocimiento que entre otros menesteres esperaba a las puertas del Hades para conducir a las almas hasta el Más Allá. Nosotros usamos actualmente el adjetivo «hermético» para referirnos a algo completamente cerrado o a alguien que guarda un mutismo absoluto. En esa corriente se integra, por ejemplo, la alquimia.
Búsqueda de la sabiduría
Que los alquimistas fueran una sociedad secreta puede ser discutible. Que jamás explicaran de manera llana y comprensible la naturaleza de sus operaciones y el fin que con ellas perseguían es, en cambio, indiscutible. El secreto alquímico ha sido y es, seguramente, el más prolongado y respetado de la Historia. Y su propósito no era, como se le hizo creer al vulgo, la transmutación de los metales, sino algo mucho más profundo: la obtención de un conocimiento que transmutaba al propio alquimista. Desde luego, los adeptos a la alquimia no perseguían un propósito colectivo, pero su voluntad y su curiosidad los reunía en el seno de una colectividad internacional que mantenía celosamente ocultos sus saberes, porque nada hermana más que estar al tanto de un secreto. Ahora bien: el secreto era total, pero las maneras de referirse a él resultaron muy variadas.
En realidad, la totalidad de los tratados de alquimia parecen fruto del mismo propósito: explicar sin explicar, acercarse al misterio sin intención de describirlo directamente, sino aludiendo a él por medio de símbolos y emblemas que solamente el adepto podía entender. Fue, a su modo, un género de poesía cifrada cuyo último sentido no podía ser desentrañado sino por quien estaba previamente en el secreto.
Lo extraordinario de la alquimia es que jamás haya sido explicada por alguno de sus incontables adeptos con palabras llanas y comprensibles por todos. Claro está que, después de siglos de silencio mantenido por los grandes maestros (todavía hoy existen alquimistas en el mundo), el primero que abriese la boca para revelar el secreto sería considerado como el peor y el más estúpido de todos. Y el más irresponsable. En tales condiciones, ¿quién se atreve a enfrentarse con el juicio despiadado de la posteridad?
Dentro del laboratorio
Hubo alquimistas en todo el mundo. En China, las primeras menciones de la alquimia se remontan al siglo iv a. C., y a sus adeptos se ha atribuido el descubrimiento de la pólvora, cuyo uso ha resultado funesto para la Historia humana. En la India, una variante del hatha-yoga es llamada «ciencia del mercurio», y está considerada como un modo inmediato de alcanzar el fin supremo, la liberación, sin necesidad de abandonar el cuerpo humano. En el islam, existieron lazos muy profundos entre la alquimia y el sufismo. Uno de sus grandes alquimistas, Jabir al-Sufi, fue en los siglos oscuros el guía de la alquimia occidental bajo el nombre de Geber.
Finalmente, todos aquellos saberes y prácticas se transmutaron con el paso de los siglos en la actual ciencia química. Y en la farmacéutica.
De los saberes trenzados entre la corriente hermética y de la vieja alquimia surgieron en la Edad Media dos grandes sociedades secretas del grupo de las «que saben»: los rosacruces y los francmasones. Parece imposible, pero ambas organizaciones consiguieron superar las infinitas dificultades con las que hubieron de enfrentarse siglo tras siglo (excomuniones, persecuciones, descrédito, etc.) y sobrevivir hasta los tiempos actuales, en los que resulta perfectamente posible hacerse rosacruz o masón. La fundación de los rosacruces se atribuye al caballero Christian Rosenkreuz, de quien no puede decirse si fue o no una persona real que habría nacido en el siglo xiv y que, según sus biógrafos, llegó a la increíble edad, para aquella época, de 104 años.
Aunque la existencia de este personaje ha sido puesta en duda por los propios rosacruces, los textos fundacionales que se le atribuyen están ahí. Y de su primitiva e íntima relación con la alquimia hablan los títulos de estas obras: a Rosenkreuz se le atribuye un texto titulado Las bodas químicas, y a su continuador del siglo xviii Samuel Richter, más conocido como Sincerus Renatus, La auténtica y completa preparación de la Piedra Filosofal. La sociedad rosacruciana —que ha llegado pujante hasta nuestros días— contó entre sus miembros a personalidades como Beethoven, Newton, Kepler, Balzac, Galileo, Descartes o Leibnitz.

Aparato jerárquico
En cuanto a los francmasones, su origen se sitúa en los conocimientos reservados de los constructores de las grandes catedrales románicas y góticas, imbuidos también ellos de los saberes herméticos y alquímicos. Sobre su nacimiento se ha especulado mucho, pero sabemos que el primer documento netamente masónico (los llamados Estatutos de Bolonia) fue redactado a mediados del siglo xiii, en plena Edad Media. Desde entonces, la apasionante historia de la masonería, que funciona a partir de un aparato jerárquico dividido en grados y territorios, ha intervenido regular y activamente en los acontecimientos mundiales. Francisco Franco los consideraba sus enemigos irreconciliables y durante los años de la dictadura los masones españoles fueron perseguidos con saña y expoliados a conciencia. Hoy en día, la sociedad masónica está repartida por todo el mundo, aunque fragmentada en numerosas corrientes y tradiciones distintas.
Tanto rosacruces como francmasones son sociedades altruistas y fraternales, que se asientan en elevados ideales humanistas. Su propósito es la promoción del ser humano y de la sociedad en todos los ámbitos. Desde luego, también funcionan interiormente como una estructura de promoción y ayuda entre sus miembros, pero hay que olvidar definitivamente su demonización como sectas destructivas por parte de religiones excluyentes y dictaduras que siempre los sintieron como enemigos potenciales; y a menudo, como enemigos activos.
Cortesía de Muy Interesante
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