El escritor inglés Thomas de Quincey afirmó, con magistral ironía, aquello de que “si un hombre se deja tentar por un asesinato, poco después piensa que el robo no tiene importancia, y del robo pasa a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto pasa a la negligencia en los modales y al abandono de sus deberes”.
Naturalmente, el común de los mortales no piensa en el asesinato como un trivial tropiezo o una frívola tentación, pero a lo largo de la historia han sido numerosos los casos de personas que no han podido sustraerse a la poderosa atracción que ejercía sobre ellos el hecho de arrebatar la vida a otro ser humano, a veces con inusitada crueldad.
La inspiración de Barba Azul
Es conocido el cuento de Charles Perrault Barba Azul (1697), cuyo protagonista es un noble que tiene escondidos en una habitación los cadáveres de sus esposas asesinadas. Se cree que esta historia está basada en la vida de un aristócrata bretón del siglo XV, Gilles de Rais, que perpetró aberrantes crímenes. Nacido en 1405 en una familia noble, quedó pronto huérfano de padre y madre y se crio con su abuelo, quien le proporcionaría una nefasta influencia al educarlo en la violencia y la impunidad.
Gilles destacó por su temeridad en el campo de batalla y se convirtió en un excelente soldado, que lucharía junto a Juana de Arco; sus victorias le valieron ser nombrado Mariscal de Francia. Sin embargo, la muerte de la famosa heroína, a la que no pudo rescatar, y una posterior pérdida de apoyos le llevaron a recluirse en el Castillo de Tiffauges, en donde aflorarían sus instintos más perversos.
De pronto, comenzaron a desaparecer niños en la comarca. Las pistas conducían siempre hasta el castillo, aunque el Mariscal decía no tener nada que ver con ello. En realidad, allí tenían lugar sangrientas orgías con los niños raptados. Después de que se les vistiera con prendas lujosas y cenasen copiosamente con Gilles de Rais y una camarilla de sádicos, comenzaba una noche de terror. Los infantes eran torturados y violados hasta la muerte, pero ahí no acababa el pavoroso festín: las víctimas eran decapitadas y descuartizadas. El Mariscal disfrutaba con la visión de los órganos internos y también gustaba besar a los niños ya troceados, mientras lloraba lamentando lo ocurrido y jurando que no volvería a cometer esas horrendas fechorías. Pero el arrepentimiento apenas duraba unas horas y, al poco tiempo, volvían a tener lugar.
El asesinato de decenas de hijos de campesinos topó con la indiferencia de las autoridades, pero el secuestro de un joven sacerdote por el propio Gilles de Rais mientras celebraba misa llevó a actuar al obispo de Nantes. El escándalo hizo aflorar los atroces crímenes, que ya no pudieron seguir quedando impunes. El Mariscal fue ahorcado en Nantes en 1440 y su cuerpo fue reducido a cenizas.
El gran inquisidor
Unas décadas después de la muerte de De Rais, en 1478, los Reyes Católicos fundaron el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición para preservar la ortodoxia católica en sus reinos. Como los resultados no fueron los esperados –los conversos continuaban con sus prácticas judaizantes–, decidieron poner al frente de la institución al confesor de Isabel la Católica, el fraile dominico Tomás de Torquemada, nacido en 1420 en una influyente familia de judíos que se había convertido al cristianismo dos generaciones atrás.
En palabras de un cronista de la época, Torquemada sería “el martillo de los herejes, la luz de España, el salvador de su país y el honor de su orden”. Para hacerse acreedor de esas elogiosas palabras, el fraile había lanzado una intensa campaña de represión que había llevado a miles de personas, incluidos niños a partir de doce años, a las salas de tortura y, en muchos casos, a la hoguera. Aunque, según la leyenda negra, fueron 10.000 los reos “purificados” por el fuego, los historiadores actuales rebajan la cifra a dos millares.
Torquemada fue también el principal impulsor de la expulsión de los judíos en 1492 y promovió la quema de bibliotecas hebreas y árabes. Aunque actuó con el furor del converso, y nunca mejor dicho, Torquemada fue asimismo un eficiente administrador, que destacó por una integridad y una insobornabilidad dignas de mejor causa. Murió en 1498.
Sadomasoquista y exquisito
Y de la España inquisitorial a la Italia del Cinquecento. Si hablamos de un genio renacentista, sobrino nieto del papa Pío IV y sobrino de san Carlos Borromeo, que estudió con los mejores músicos de entonces y dejó obras vanguardistas para su época que apostaban por la disonancia y el cromatismo, difícilmente pensaremos en el perfil de un asesino. Pero la figura de Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, nacido en 1566, pasaría a la historia por dos oscuros episodios.
El primero de ellos tuvo lugar cuando, sospechando de las infidelidades de su bella esposa María, hija del duque de Pescara, con el duque de Andria, también casado, ideó un plan para sorprenderlos en plena efusión amorosa. Para ello, le dijo que partía de caza unos días, pero en realidad se ocultó en una de las estancias del castillo. Con absoluta frialdad, irrumpió en el dormitorio y asestó varias puñaladas a su mujer. Luego obligó al duque a ponerse el camisón ensangrentado de María y le descerrajó un tiro de pistola en la cabeza. Tras acudir al virrey de Nápoles y confesar lo sucedido, Gesualdo fue exonerado de culpa gracias a su alta cuna.
El segundo episodio tuvo como víctima al hijo que había tenido con María, que falleció por asfixia en circunstancias no aclaradas. El hecho de que las habladurías situasen al duque como el auténtico padre de la criatura lleva a creer que el músico fue quien acabó con su vida. El hijo que tuvo con su segunda esposa también murió, aunque en este caso por causas naturales. Gesualdo, quizás desquiciado por estas tragedias, se entregó entonces a prácticas masoquistas en las que se hacía flagelar y golpear por una decena de jóvenes efebos. En 1613, falleció en una de esas sesiones, no se sabe si quitándose él mismo la vida o asesinado por alguno de sus cómplices. Tenía 47 años.
El asesino de sirvientas
De orígenes mucho más humildes sería el primer asesino en serie registrado en Francia, Martin Dumollard, nacido en 1810. Su padre, un húngaro, había sido ejecutado cuando él tenía cuatro años por un crimen cometido en Austria, y él creció entre la delincuencia y la mendicidad. De mayor se estableció cerca de Lyon y se casó con Marie-Anne Martinet, con la que formaría una pareja diabólica. Juntos emprendieron una carrera criminal en la que se dedicaron a captar a jóvenes campesinas con la promesa de un trabajo como sirvientas. A seis de ellas, Dumollard las mató estrangulándolas con una cuerda, pero una de las jóvenes logró escapar y relató lo ocurrido en la gendarmería.
Durante el juicio, celebrado en 1862, el asesino demostró una gran frialdad, aseguró que se limitaba a captar a las muchachas en ferias y mercados y acusó de los crímenes a unos supuestos cómplices. Pero Dumollard no logró engañar al tribunal: fue condenado a muerte y ejecutado en público. A su mujer le cayeron veinte años de trabajos forzados. Aunque ninguna prueba o testimonio demostrase que se bebía la sangre de sus víctimas, se extendió ese rumor, por lo que también sería conocido como el Vampiro de Lyon.
Terror en Londres
Pero probablemente el serial killer más famoso de la historia sea Jack el Destripador, que sembró el terror en las noches de niebla del Londres victoriano. El misterio sobre la auténtica identidad del asesino continúa hasta nuestros días. Entre abril de 1888 y febrero de 1891 se cometieron once homicidios de mujeres en el barrio de Whitechapel, cinco de ellos de características similares, por lo que fueron atribuidos a un mismo autor, mientras que hay dudas respecto a los otros seis. En esas cinco ocasiones, el homicidio ocurrió de noche, durante un fin de semana y a final de mes; asimismo, hubo cortes en la garganta, mutilaciones en la zona genital, órganos extirpados y desfiguración del rostro. Debido al tipo de heridas, se sospechó que el asesino pudiera ser un carnicero, un cirujano o un médico. Aunque hubo más de un centenar de sospechosos, las pesquisas no arrojaron respuestas concluyentes. Desde entonces, no han faltado todo tipo de conjeturas.
La última novedad destacable sobre el caso fue el análisis de ADN que se realizó en 2014 a un chaleco que supuestamente habría pertenecido a una de las víctimas. Las muestras de sangre y semen apuntaron a un peluquero polaco, Aaron Kosminski, después de compararlas con el ADN de sus descendientes. En su día, Kosminski fue vigilado por la policía e internado, debido a la esquizofrenia que padecía, en una clínica psiquiátrica, en donde fallecería en 1919.
El Ángel de la Muerte
Por su parte, el doctor Josef Mengele, nacido en 1911, es el criminal nazi por antonomasia. Fue médico en el campo de concentración de Auschwitz, en donde llevaba a cabo la selección de los prisioneros que eran enviados a la cámara de gas, ganándose por ello el apodo de El Ángel de la Muerte.
Apasionado por la genética, encontró allí vía libre para realizar todo tipo de experimentos en este campo utilizando cobayas humanas, especialmente gemelos y enanos, en su mayoría niños. Las pruebas solían consistir en amputaciones e inoculación de enfermedades. Mengele actuaba fríamente, asesinando a los prisioneros con inyecciones de cloroformo en el corazón una vez concluido el experimento, para poder estudiar los órganos.
Tras la guerra, fue hecho prisionero por los norteamericanos y registrado con su nombre, pero un error burocrático le permitió quedar libre, por lo que aprovechó para huir a Sudamérica. Se instaló en Buenos Aires con nombre falso, aunque en los años cincuenta obtendría documentación con el auténtico. Siempre recibió apoyo económico de su familia, que poseía una fábrica de tractores en Alemania. Pero su tranquilidad acabó cuando los cazadores de nazis comenzaron a seguirle la pista. Refugiado en Brasil, vivió sus últimos años con perenne temor a ser atrapado. Nazi impenitente, nunca se arrepintió de sus crímenes. Falleció en 1979 de un infarto cerebral mientras se bañaba en la playa de Bertioga y fue enterrado con una falsa identidad. Su cadáver solo sería exhumado e identificado en 1985. El monstruo había logrado escapar a la acción de la justicia.
Un monstruo carismático
Y hablando de monstruos, la película Extremadamente cruel, malvado y perverso (2019, Joe Berlinger) ha recuperado para el gran público la figura de Ted Bundy, un prolífico asesino en serie norteamericano. Nacido en 1946, destacó como un estudiante aplicado: se licenció en Psicología y también se matriculó en Derecho. A partir de 1974 comenzó una carrera criminal en la que asesinaría sucesivamente a decenas de muchachas, la mayoría universitarias, en diferentes estados de Norteamérica.
Solía matarlas golpeándolas con una palanca en la cabeza. La difusión de su retrato robot atrajo la atención de la policía sobre él y finalmente fue detenido al hallársele objetos sospechosos –una palanca, cinta y unas esposas– en un control rutinario de tráfico, cuando conducía su Volkswagen. Bundy, que protagonizaría dos fugas frustradas, acabó prescindiendo de sus abogados para defenderse él mismo, mostrando durante el juicio una gran seguridad en sí mismo y un innegable carisma, que incluso le hizo ganarse admiradoras.
Declarado culpable y condenado a muerte, siguió proclamando su inocencia, que era creída por las personas de su círculo más próximo. Gracias a una brillante utilización de los recursos legales, fue consiguiendo aplazamientos a la ejecución, incluida una a solo un cuarto de hora de ser ajusticiado. Pero, poco antes de acabar en la silla eléctrica, el 24 de enero de 1989, confesó haber matado a treinta chicas, aunque el número real pudo haber sido mayor.
Con Bundy concluimos este monstruoso elenco, apenas una muestra (no olvidemos al infame Charles Manson) de la larga nómina de asesinos en serie y sádicos que han surgido a lo largo de la historia para demostrar hasta qué profundas simas de iniquidad puede descender el ser humano.
Cortesía de Muy Interesante
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