Con unos ochenta millones de años, el Cretácico es el periodo más largo del Mesozoico. También fue el que trajo los cambios más profundos, ya que la aparición de las plantas con flor y la diversificación de los ecosistemas se tradujeron en la proliferación de nuevas formas de vida.
Los dinosaurios cornudos
Uno de los grupos de animales más conocidos de este periodo es el de los ceratópsidos, los dinosaurios cornudos, aunque quizá sería más apropiado llamarlos dinosaurios de pico de loro. Estos cuadrúpedos aparecieron en las estepas asiáticas, pero buena parte de su historia se desarrolló en Norteamérica. Un caso similar, pero al revés, se daría entre los tiranosáuridos, que surgieron y evolucionaron en América del Norte y se extendieron posteriormente por Asia. Estos hechos apuntan a una conexión terrestre a través del estrecho de Bering.
La evolución de la gola y los cuernos
Entre los géneros más antiguos de ceratópsidos destacan el Psittacosaurus, que no tiene gola –una especie de corona– ni cuernos, pero cuyo pico lo señala como miembro de la familia. Lo mismo le sucede al pequeño Yinlong, si bien este ya presenta en la nuca el reborde óseo que acabará por dar lugar a las ornamentadas golas de los grandes ceratópsidos. Por su parte, el Protoceratops, muy abundante en los yacimientos de Mongolia, muestra una gola completa y un abultamiento nasal, justo donde otros géneros desarrollarán cuernos bien diferenciados.
Dichas cornamentas varían mucho en cuanto a forma, tamaño y disposición. El Einiosaurus procurvicornis presenta un cuerno nasal doblado hacia abajo y otros dos en lo alto de la corona. El Centrosaurus y su pariente asiático, el Sinoceratops, lucen una gola ornamentada por diversas puntas, erectas y curvadas. Pero en ningún caso resultan tan llamativas como la del Pentaceratops, cuyo cráneo es, tal vez, el más grande de cualquier vertebrado terrestre: su tamaño equivale al de un automóvil.
Sin embargo, el más célebre de todos estos animales es el tricerátops, que ha quedado en el imaginario popular como el eterno rival del tiranosaurio. Su característico rostro, con dos grandes cuernos supraorbitales y uno nasal, ha sido popularizado por el cine y las ilustraciones desde los tiempos del paleoartista Charles Knight (1874-1953). Es la estrella indiscutible de una familia que, sin alcanzar las descomunales dimensiones de los saurópodos, ha aportado pruebas de comportamientos complejos de gran interés, como movimientos migratorios, gregarismo y cuidado de las crías.
Una mañana cualquiera en Cuenca
El yacimiento conquense de Las Hoyas es una excelente ventana al Cretácico inferior que ya ha deparado descubrimientos de gran interés, como el Pelecanimimus, un ornitomimosaurio primitivo; las aves extintas Iberomesornis y Eoalulavis; y, recientemente, el terópodo Concavenator corcovatus, uno de los fósiles mejor conservados de la península ibérica. Además de sus peculiaridades físicas, como su vela dorsal, la configuración de sus patas, los detalles de su piel y la posible presencia de plumas, el Concavenator ha aportado información adicional sobre la evolución de los terópodos, ya que se trata de uno de los Carcharodontosaurus más antiguos conocidos hasta la fecha.
El Pelecanimimus
El aspecto del Pelecanimimus no es demasiado espectacular, pero este dinosaurio ha aportado una gran cantidad de información desde su descubrimiento en Cuenca en 1994. Se trata de un ornitomímido, suborden de terópodos corredores con notables similitudes con las modernas aves ratites (avestruz, emú, ñandú…). Su pico muestra una forma de transición entre las mandíbulas dentadas de otros terópodos y los apéndices lisos de los ornitomímidos del Cretácico superior. Además, la exquisita conservación del fósil ha permitido observar detalles de los tejidos blandos –como su cresta– y los huesos menores.
La sorpresa a la vuelta del arrecife
El Elasmosaurus tiene el dudoso honor de haber desencadenado uno de los sucesos fundamentales de la paleontología del siglo XIX: la llamada Guerra de los Huesos entre Othniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope. Este último, cuando presentó el esqueleto, cometió un tremendo error anatómico al situar la cabeza en la punta de la cola, pifia que fue ampliamente difundida por su entonces amigo Marsh.
Avergonzado, Cope inició una furiosa rivalidad con su colega: la frenética carrera de traiciones y descubrimientos duró más de veinte años. Cope trató de prolongarla incluso más allá de su muerte, exigiendo que los cerebros de ambos fueran pesados tras la autopsia, convencido de que el suyo era más grande. Marsh se negó, lo que dejó pendiente la última batalla de esos dos estrambóticos sabios.
La agonía del gigante
En las últimas décadas, se han hallado en el Cono Sur los fósiles de criaturas tan fascinantes como el Carnotaurus –un veloz terópodo– y el Giganotosaurus, un depredador aún más grande que el Tyrannosaurus rex. No obstante, las estrellas indiscutibles son los titanosaurios. Entre ellos se incluyen algunos de los animales más colosales que han caminado sobre la Tierra, como el recientemente descrito Patagotitan mayorum.
Con una longitud estimada de unos 35 metros, una altura hasta la cabeza de más de 10 metros y un peso aproximado de 77 toneladas podría ser el mayor animal terrestre de todos los tiempos. Han aparecido los restos de seis ejemplares. El fémur de uno mide 2,4 metros, lo que lo convierte en el más grande jamás encontrado; al menos hasta que nos topemos con un nuevo gigante que desplace al coloso argentino del primer puesto.
El primer Albertosaurus
Joseph Burr Tyrrell, fundador del museo que lleva su nombre, en Canadá, encontró el primer Albertosaurus en 1884. Este fue descrito por el paleontólogo Henry Fairfield Osborn en 1905, justo después de que presentase en sociedad el Tyrannosaurus rex. De complexión más ligera que este, los albertosaurios adultos medían entre 8 metros y 10 metros.
Poco después de aquel hallazgo, se encontró un yacimiento con una docena de ejemplares. Se trataba del primer gran carnívoro conocido que mantenía un comportamiento gregario. Sorprendentemente, fue considerado durante décadas como un carroñero, quizá para que no hiciera sombra a su pariente, el T. rex, entronizado como el depredador por excelencia.
El pequeño ceratópsido del Cretácico
El exquisito estado de conservación de los fósiles de Psittacosaurus, un pequeño ceratópsido del Cretácico que habitó lo que hoy es Mongolia, ha aportado información muy valiosa sobre el aspecto en vida de los dinosaurios. Por una parte, la presencia del llamativo penacho que lucen estos lagartos en las caderas y la cola sugiere que las estructuras similares a plumas no son exclusivas de los terópodos; podrían haber estado presentes en los dinosaurios desde antes del Triásico.
Por otro lado, el estudio de sus melanosomas –los orgánulos celulares que contienen el pigmento melanina– ha permitido recrear el patrón de su coloración, que era de tonos rojizos con un evidente contrasombreado ventral. Esto parece indicar que vivía en zonas boscosas, donde pasaría desapercibido.
Víctimas de una injusticia
Oviraptor philoceratops es uno de los nombres científicos más injustos que se ha dado a un dinosaurio. Este término, oviraptor, que se traduce como ‘ladrón de huevos’, se debió a que el primer ejemplar, encontrado en Mongolia en 1924, estaba cerca de un nido. Hoy sabemos que era una madre que murió protegiéndolo. No es la única característica sorprendente de estos animales. El extraño pico de los ovirraptores sigue siendo objeto de debate entre los expertos acerca de su alimentación. Asimismo, algunos estudios sobre su cola han demostrado que poseían una especie de abanico similar al que lucen muchas aves modernas.
Los dinos echaron a volar
Los hallazgos de dinosaurios emplumados en los yacimientos chinos del Cretácico han confirmado que algunos de estos animales contaban, efectivamente, con plumaje. El caso de Microraptor es muy interesante, pues, además, presenta unas superficies de sustentación en las cuatro extremidades, lo que le permitiría llevar a cabo vuelos planeados largos y precisos.
Algunos estudios destacan que, al igual que este pequeño terópodo, los Archaeopteryx –las aves más primitivas– podrían haber tenido alas en sus miembros posteriores.
Pasando el testigo
Los titanosaurios, los últimos grandes saurópodos, nos han dejado restos muy interesantes por todo el mundo. Al contrario que otros cuellilargos más conocidos, como los Diplodocus, estos animales presentaban estructuras defensivas, como espinas y nódulos cutáneos. Su conducta social también resulta peculiar, ya que se han encontrado zonas de anidamiento colectivo.
Para nidificar, las hembras excavaban una zanja con las patas traseras. Una vez depositados los huevos, los enterraban. Las crías eran dejadas a su suerte, y las zonas de puesta se reutilizaban año tras año. Estas han formado grandes yacimientos, como los de Coll de Nargó (Lérida) y Auca Mahuevo (Argentina), donde se han hallado incluso huevos con embriones.
Hasta el último aliento
Se ha descrito el Protoceratops como la oveja del Cretácico, pero, en realidad, se habría parecido más a un jabalí, tanto por su tamaño y peso como por su dureza. Un extraordinario hallazgo ha bastado para disipar cualquier duda al respecto. Hace 80 millones de años, uno de estos animales y un Velociraptor se mataron el uno al otro. Sus cuerpos, sepultados por la arena, quedaron congelados en un abrazo mortal que ha llegado hasta nuestros días. El conjunto puede verse más abajo.
Encontrados en 1971 en la formación de Djadochta (Asia Central), los dinosaurios combatientes del Gobi, como se los conoce, conforman uno de esos raros fósiles que han preservado para nosotros no solo los huesos, sino un instante vital. Constituyen, así, una verdadera ventana al pasado.
¿Un papel ornamental?
Las aparatosas golas de los ceratópsidos parecen haber cumplido un papel ornamental, antes que defensivo. Si, como se supone, se trataba de un elemento cuya función es que su propietario aparente ser más grande de lo que es, es probable que su existencia indique unas costumbres reproductivas similares a las de algunos modernos ungulados, como los cérvidos. En estos animales, los machos se disputan un territorio mediante un elaborado ritual en el que se establecen comparaciones y se procura evitar el enfrentamiento físico. En los ceratópsidos, este podría ocasionar graves lesiones a ambos contendientes, que solo luchan si se ven muy igualados. El vencedor se convertirá en el único dueño de un territorio y en el semental de un harén de hembras.
La gola del Pentaceratops es especialmente llamativa por su tamaño. Podría ser la criatura terrestre con el cráneo más grande que haya existido.
Asalto en aguas turbulentas
El hallazgo de un cráneo bastante completo de Sarcosuchus imperator ha permitido a los paleontólogos hacerse una idea de cómo era este enorme cocodrilo cretácico en cuya boca podría caber un ser humano. Su aspecto nos resultaría familiar de no ser por su tamaño –12 metros de largo– y porque su cráneo se ensancha mucho a la altura del hocico.
En cambio, Nigersaurus era un saurópodo ligero, gracias a un esqueleto muy neumatizado; e inusualmente pequeño para tratarse de un dino saurópodo: su longitud corporal no pasaba de 10 metros. Tenía el cuello corto y una boca realmente extraña, ancha, plana y repleta de dientes frontales que recuerdan las púas de un gran rastrillo, lo que parece indicar una especialización alimentaria en plantas blandas.
Los bebés son lo primero
Los hadrosaurios, también conocidos como dinosaurios de pico de pato, se encuentran entre los herbívoros más estudiados de las últimas décadas. La función de sus crestas sigue siendo objeto de controversia, ya que, si bien la mayoría parecen haber sido puramente ornamentales, como las de los Corythosaurus, los de otras géneros, como Parasaurolophus, tienen canales internos que podrían indicar un uso como amplificadores de sonido.
Uno de los aspectos más interesantes de los hadrosaurios es que eran muy gregarios y cuidaban a la prole desde el nacimiento. Se han encontrado zonas de anidamiento colectivas con restos de alimentos en los nidos. Parece factible a tenor de los rastros de huellas descubiertos que formaran grandes grupos familiares con adultos y crías.
Parecen pingüinos, pero no lo son
Si hoy viéramos pasar nadando a un grupo de Hesperornis probablemente no nos sorprenderíamos demasiado, ya que estas criaturas del Cretácico superior tenían un aspecto a medio camino entre los grandes pingüinos antárticos y los cormoranes.
Su descubrimiento en 1871 por el paleontólogo Othniel Charles Marsh añadió un nuevo y sorprendente eslabón a la historia evolutiva de las aves. Aunque presentan algunos caracteres –los dientes– que podrían considerarse como primitivos, también muestran sorprendentes adaptaciones al medio marino, hasta el punto de que no habrían sabido desenvolverse bien en tierra firme. Sus patas estaban situadas a los lados de la cadera, lo que produce una postura idónea para propulsarse en el agua, pero muy problemática para caminar.
Cortesía de Muy Interesante
Dejanos un comentario: