En marzo del año 2000 el periodista David Frost de la BBC preguntó a Vladimir Putin si le gustaría entrar a la OTAN, esa fuerza de choque multinacional creada contra la URSS que se divide el trabajo con el FMI y el Banco Mundial para defender intereses geoestratégicos y mega corporaciones. El ruso respondió “¿Por qué no? No lo descarto”. Solo exigía ser tratado en pie de igualdad. En 2001 bajó sus pretensiones y le propuso a George Bush ser al menos un “socio cercano”, si no se le admitía como miembro pleno. Le dijeron que no, que ese no era un club para él. Los planes de la Alianza Atlántica eran otros: expandirse al Este pero sin Rusia. Por lo tanto, contra Rusia. Y peor aún: dentro del área de influencia rusa.
Desde 1999 la OTAN incorpora a su compromiso de defensa mutua a casi todos los ex miembros del Pacto de Varsovia: Polonia, República Checa, Hungría, Estonia y Letonia, Lituania, Eslovaquia, Eslovenia, Rumania, Bulgaria, Albania, Croacia, Montenegro y Macedonia del Norte. En 2023 se sumó Finlandia que tiene 1340 kms de frontera con Rusia. Esto no rompió ningún acuerdo formal, pero sí los códigos implícitos de la geopolítica, que se parecen a los de la mafia: “en mi terreno no entrás o te corto la mano”.
Había una promesa informal a Mijaíl Gorbachov en 1990 mientras disolvía la URSS, contada por él: EE.UU., RFA y OTAN le garantizaron que, a cambio de la reunificación alemana, no habría expansión militar al este. Los rusos fueron engañados y tomaron nota. Y observaron año a año, cómo la línea de su adversario se expandía hasta casi rodear la frontera occidental rusa.
Putin había expresado su oposición al ingreso de Ucrania a la OTAN en 2008: era una amenaza directa a la seguridad rusa (con esa excusa hoy Israel arrasa Gaza). Lo dijo por la reunión de la OTAN en Bucarest donde el documento final decía: “Ucrania y Georgia serán miembros de la OTAN”. Putin lo calificó “un grave error estratégico”. A juzgar por los hechos, lo fue.
Las relaciones entre Rusia y la OTAN se deterioraron con la guerra en Georgia en 2008 y la anexión rusa de Crimea en 2014 para asegurarse el estratégico dominio del puerto de Sebastopol, algo que no iban a dejar en manos de un posible avance de la OTAN.
Occidente ayudó al golpe de estado en Ucrania contra el proruso Víctor Yanukóvich en 2014 con neonazis como punta de lanza. Volodimir Zelensky llegó al poder y propuso entrar a la OTAN y a la UE. Putin fue claro: Unión Europea “sí”, OTAN “no”. Lo ningunearon como si no fuese la mayor potencia nuclear con 6.375 ojivas. Y reaccionó como lo ha hecho tanto EE.UU.: invadió en violación flagrante del derecho internacional. Esto generó tragedia, crímenes contra civiles y centenares de miles de muertos.
Un gran problema ahora es que Putin perdió su confianza en Occidente. Lo engañaron con los Acuerdos de Minsk donde se firmaba la paz con Ucrania en 2014 por la guerra en el Donbass y el separatismo proruso. En 2022 Angela Merkel confesó: esos acuerdos intentaron “ganar tiempo” para que Ucrania se reforzara y escalar el conflicto.
Putin había reiterado que la expansión de la OTAN a su frontera con Ucrania era la “línea roja”. Lo subrayó en 2021 y principios de 2022. Nadie lo escuchó.
Los países occidentales hicieron su juego previo a la guerra: seducción a políticos ucranianos y a la población. Zelensky –un actor cómico de la TV rusa– no tenía idea del riesgo de romper lanzas con su vecino. Biden gritó: “Rusia está a punto de invadir”. Nadie hizo nada por frenarla cambiando la ecuación del conflicto. Alcanzaba con exigirle desde Occidente a Zelensky que aunque quisiese, no entraría a la OTAN.
Quizá subestimaron a Putin. O evaluaron que una guerra lo perjudicaría, mientras EE.UU. y aliados ganarían políticamente (los muertos eran de otros). Acaso Washington vio que convenía: cortaría el comercio de gas desde Rusia a Europa. Así EE.UU. pasaría a ser el primer exportador mundial de gas (esto sucedió). O simplemente cometieron el error de dejarlo venir: nadie puede decir que esta guerra fue una sorpresa. El politólogo de la Universidad de Chicago, John Mearsheimer, advertía hacía años que Occidente jugaba con fuego y podría haber guerra. No fue oído, aunque millones lo han visto por internet.
Hubo guerra y está escalando. A Putin, Occidente debería empezar a creerle: valoraciones al margen, siempre fue literal. Había dicho que el uso de armas no ucranianas en territorio ruso se consideraría una agresión directa del país que las provea. A Biden no le importó: lanzaron desde Ucrania sus cohetes Himars. Putin acaba de dar dos mensajes: modificó la doctrina nuclear ampliando su rango de uso contra países no nuclearizados –pero respaldados por potencias nucleares– incluso “si no está en riesgo la existencia del Estado ruso” pero sí hay una “amenaza crítica”. Además Rusia lanzó un cohete supersónico Oreshnik con velocidad Mach 8 que podría alcanzar Europa en minutos con una carga nuclear. Es hora de negociar.
¿Occidente piensa seguir escuchándose solo a sí mismo? ¿Va a repetir ad infinitum —para autoconvencerse– que lucha por la democracia cuando tantas veces le importó tan poco? Al tiempo que repelen la invasión rusa, arman a Israel para que masacre y colonice a los palestinos en Gaza y someterlos a una dictadura militar como la que aplican en Cisjordania. ¿Democracia solo cuando conviene?
Analistas de guerra en Occidente plantean que en unos meses, el ejército ucraniano podría colapsar por la falta de reclutas y el descenso de su moral. Biden habilitó los misiles de largo alcance para que eso no ocurra bajo su presidencia.
Con su etnocentrismo eterno, Occidente no puede ver que Putin, ipso facto, estaría amenazado de manera existencial con misiles nucleares de la OTAN en su frontera. En minutos Rusia podría desaparecer. ¿Cómo pretendían que no reaccionara cual EE.UU. ante la Crisis de los misiles en Cuba en 1962?
El mundo está jugando con átomos. Putin es un hombre sin pruritos. Como a todo líder estatal, lo mueve su voluntad de poder e interés estratégico en expandir su esfera, bajo la premisa de que eso aumenta su seguridad: una amenaza total será repelida con todas las armas posibles. Todas. Rusia tiene con qué. Y ha demostrado que se atreve a mucho. Si se ve rodeado, las podría utilizar.
Hoy prima la teoría de la Destrucción Mutua Asegurada: “bomba que sale, bomba que vuelve”. No conviene. ¿Van a seguir tensando la cuerda? Todo estratega militar sabe –aun si no lo puede decir– que la guerra está casi perdida por Ucrania. No tiene forma de recuperar territorio y pierde cada vez más. ¿El actor Zelensky va a seguir actuando de líder mundial en el estrado endeble que le construyó Occidente? O será el estadista que aun no fue por no haber previsto que iba hacia una guerra inganable a la que lo empujaron con suma irresponsabilidad.
Esta guerra es entre Rusia y la OTAN, la cual tiene la llave de la paz: cortar la entrega de armas y mandarlo a Zelensky a negociar. Y sentarlo en un espacio de neutralidad. Son livianas las comparaciones de un Putin planeando un imperio al estilo nazi, quien ha sido claro: respeten mi esfera de influencia y habrá paz. Hasta ahora siempre cumplió su palabra. Y si cumpliera la de la semana pasada, el mundo podría estallar.
Putin es un ex KGB, violento y autoritario: un nacionalista de derecha con un interés geoestratégico. Es frío, racional e inteligente. ¿Lo van a volver a provocar? Ya lo testearon y salió mal. ¿La OTAN piensa seguir jugando con átomos? Las dos partes tendrán que ceder. Y el que quedó en posición dominante, exigirá más. Así funciona la política desde la guerra de Lagash contra Umma junto al Éufrates hace 4.474 años, la primera documentada por escrito, cincelada en la estela de Eannatum.
Cortesía de Página 12
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