La disyuntiva electoral de este martes entre Kamala Harris y Donald Trump contiene a medio plazo la diferencia entre un mundo con una referencia fiable —a pesar de todas sus injusticias— o uno en el que las alianzas —y hasta las fronteras— dependan de la satisfacción personal de un hombre sin más visión geopolítica que su propia fortuna. Durante su sorpresiva presidencia, Donald Trump puso al servicio de su capricho personal toda la diplomacia estadounidense. El sustrato aislacionista de su discurso ya es de por sí dañino para un orden mundial en el que eso que llamamos “comunidad internacional” dejaría de contar con EE UU como voz principal. Pero, además, Trump ha demostrado que ve la política internacional en términos transaccionales, hasta el punto de condicionar la cobertura militar de EE UU en la OTAN, el pilar sobre el que descansa la alianza atlántica, al nivel de contribución económica de cada país a la organización. Así, ha afirmado literalmente que dejará que Rusia “haga lo que quiera” con aquellos que no alcancen el gasto exigido, como España.
La gran enseñanza de su presidencia pasada es que conviene escuchar lo que dice sobre el futuro. Igual que conviene tener presentes los nombres de algunos de sus admiradores —de Javier Milei en América Latina a Viktor Orbán en la UE— para calibrar el impulso que su hipotética victoria daría al populismo de extrema derecha en todo el planeta.
En cuanto a los conflictos abiertos, Trump ha prometido “acabar” con las guerras de Ucrania y Oriente Próximo. Para sus votantes, hartos de pagar despliegues militares cuya utilidad no acaban de entender, es un discurso pacifista y pragmático. Pero en realidad esconde la abdicación del liderazgo global de EE UU. La guerra de Ucrania podría terminar con una paz impuesta a Kiev que termine de convencer a Putin de que el Este de Europa está a su disposición. Por su parte, Israel encontraría un respaldo total al plan mesiánico de Netanyahu y Taiwán quedaría a merced de cualquier negociación paralela con China. Desde su egolatría, Trump no alcanza a entender ninguno de los compromisos históricos y estratégicos que influyen en la decisión de un país de colaborar con otro. Tampoco qué significan para EE UU compromisos como el Acuerdo de París, la pertenencia a la OMS o el acuerdo nuclear con Irán, todos ellos dinamitados durante su presidencia.
Su rival hoy, Kamala Harris, representa por el contrario la continuidad del liderazgo estadounidense y, quizás, su renovación en unos términos adaptados a las amenazas del siglo XXI. Solo la candidata demócrata puede ofrecer a Europa y a las democracias occidentales cierta seguridad de que los principios que explican la política internacional desde la Segunda Guerra Mundial, por mucho desacuerdo que provoquen, no van a cambiar de la noche a la mañana con un tuit y a capricho de un presidente imprevisible.
Cortesía de El País
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