
Más allá de la nutrida discusión pública sobre la forma y el fondo de la salida del fiscal Alejandro Gertz Manero, y de su sustitución por una colaboradora disciplinada e incondicional de la presidenta, Ernestina Godoy, vale detenerse en otro ángulo: el exilio. Esta vez, un exilio quizá voluntario, otorgado a uno de los personajes más opacos de la autodenominada Cuarta Transformación.
Su despedida se justifica con un eufemismo diplomático. Ha sido designado embajador en “un país amigo”. Alemania, probablemente, según los rumores. Más que un país amigo, parece un destino amable para un funcionario incómodo. Hoy esa embajada la encabeza Francisco José Quiroga, también un nombramiento político del sexenio de López Obrador. Porque, seamos honestos las titularidades de las embajadas y consulados más atractivos —Barcelona, Berlín, Londres, Madrid, París o Roma— se han convertido en residencias para amigos, no para diplomáticos de carrera. A la fecha, ninguna de esas plazas está encabezada por un miembro del Servicio Exterior.
Cuando fui diplomática, siempre pensé que los nombramientos políticos tenían sentido en casos como el de Estados Unidos. La representación más estratégica para México. Colocar en Washington a alguien con interlocución directa con el presidente, o al menos con el secretario de Relaciones Exteriores, es una decisión inteligente y funcional. El acceso abre puertas en DC. Ese principio, hoy, también se ha desdibujado.
Es cierto que las embajadas cumplen una doble función antigua como la política misma: son premio y son exilio. Exilio dorado para los problemáticos; recompensa para los leales; retiro anticipado para quienes deben “enfriarse” antes de regresar; válvula de escape para los conflictos internos del partido gobernante; consuelo honorable para quienes no caben en el gabinete. La historia mexicana, y la de muchos países, está llena de estos viajes fuera para evitar incendios dentro.
Se ha vuelto costumbre ver desfilar por embajadas codiciadas a exgobernadores, analistas políticos y ahora fiscales generales. También abundan los legisladores que, de pronto, descubren vocaciones internacionales y sueñan con representar a México ante la ONU, ese escenario que deslumbra a tantos. Pocos comprenden, sin embargo, lo que realmente implica hacer diplomacia: para qué sirve, por qué importa, cómo se construye. Para la mayoría una embajada no es una institución del Estado, sino un escaparate.
Hace poco una excolega del Servicio Exterior Mexicano (SEM) me decía con resignación, que “el SEM sigue existiendo… pero ya no existe”. Y quizá tenga razón. La llegada de los amigos de la 4T no sólo debilitó una de las pocas carreras profesionales sólidas del Estado mexicano; también borró un pedazo del decoro institucional que todavía subsistía.
Si la institucionalidad democrática se ha diluido entre modificaciones constitucionales exprés y violaciones constantes a la letra de la Carta Magna —como las renuncias aceleradas de Arturo Zaldívar en la Suprema Corte y de Gertz Manero en la Fiscalía—, la institucionalidad de la política exterior corre la misma suerte. Las formas ya no sólo se rompen, sino que se moldean a conveniencia cual plastilina.
Habría que decirles a los jóvenes que aspiran a ser diplomáticos que, salvo milagro, nunca llegarán a ser embajadores; que para aspirar a una titularidad tendrán que convertirse en amigos del partido en el poder, no en servidores del Estado. Que el mérito se eclipsa cuando la brújula de la política exterior la guía, no el interés nacional, sino la lógica doméstica del acomodo y la conveniencia.
En tiempos en que la diplomacia debería ser una herramienta de Estado, la hemos reducido a una posada para aliados y a un exilio para figuras incómodas. Un espejo, quizá, de una crisis más profunda.
Cortesía de El Economista
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