
En días pasados los cuerpos de personas relevantes para nuestro país fueron violentados. A Carlos Manzo lo mataron frente a su familia y su comunidad, mientras que a la presidenta Claudia Sheinbaum la acosaron sexualmente en la puerta de su casa. “¡No hay punto de comparación!” gritarán algunos. Y aunque atentar contra la vida y atentar contra la dignidad y la integridad son hechos distintos, me atrevo a decir que hay una raíz compartida: la banalización de nuestros cuerpos.
Con una frecuencia que suele adormecer la empatía, autoridades y medios informan del hallazgo de personas sin vida con titulares como: “Cementerio clandestino en Hermosillo, Sonora: hallan 60 cuerpos”, “Localizan 32 cuerpos en Guanajuato”, “Hallados más de 300 cuerpos embalsamados ocultos en un crematorio en Ciudad Juárez”. Según datos oficiales, 60 personas son asesinadas todos los días en México. Sin embargo, la fosa común que es nuestro país despersonaliza a quienes fueron hijos, amigas, vecinos, primas, colegas, arrebatándoles su identidad. Las personas terminan por ser solo eso, un cuerpo.
En algunos casos, gracias a las demandas de la sociedad civil, el sexo del cuerpo, su status migratorio y/o la tipificación del delito otorgan algo más de información: “Matan a una mujer en la Álvaro Obregón; es el tercer feminicidio en 10 días en la CDMX.” Sí, tres mujeres fueron víctimas de feminicidio durante los últimos diez días de octubre en la Ciudad de México mientras el gobierno de la Ciudad presume una reducción del mismo. No hubo encabezados ni escándalo nacional, pero no fueron del todo anónimas.
Queda claro que aunque todas las vidas tienen la misma valía, no todas las muertes comparten relevancia. En algunas ocasiones, entre las víctimas hay casos que sobresalen: tienen nombre y apellido, acaparan portadas. El asesinato de Carlos Manzo sacudió al país. Ha habido otros 9 alcaldes asesinados en lo que va del sexenio; la lista con sus nombres y municipios circula en redes sociales. Lo mismo, en diferentes escalas, en casos de empresarios como Bernardo Bravo, activistas como Homero Gómez González o madres buscadoras como Teresa González. Sus pérdidas representaron algo más que una cifra. Desafortunadamente, todos estos casos son la punta de ese iceberg profundo y escabroso lleno de cuerpos sin nombre.
De cuerpos sin nombre también están llenas las calles de cualquier ciudad o pueblo del país. Hay violencias que no matan, pero merman profundamente la existencia. Las víctimas de delitos contra la integridad y la dignidad, en su mayoría mujeres, muchas menores de edad, son igualmente resultado de que nuestra persona es percibida por muchos como un cuerpo al servicio de la otredad. En un extremo estamos hablando de trata y explotación sexual; sin embargo, los síntomas cotidianos como el acoso sexual sufrido esta semana por la presidenta es parte de la misma enfermedad.
Podríamos hacer el mismo ejercicio en la escala de cómo se ve reflejada la situación en la discusión pública. Algunas notas informan que “una de cada dos mujeres en México dice haber sufrido acoso o agresión sexual.” Sin embargo, el abuso de nuestros cuerpos es tan frecuente y está tan normalizado que el panorama no deja lugar a dudas: la gravedad del problema está muy lejos de las míseras cifras reportadas por las fiscalías y rara vez es tema noticioso. A la presidenta la acosaron y lo sucedido inundó la conversación pública a pesar de que las mujeres somos víctimas, todos los días y por los cientos, de un acoso sexual rapaz. Sin embargo, al igual que con el asesinato, la nota va de cifras o cuerpos, a menos de que el hecho le suceda a una persona con una historia sobresaliente, una característica particular, en un espacio de poder. En este caso, el acoso a la presidenta le pone nombre a una víctima: Claudia Sheinbaum Pardo. Una. De cientos de mujeres acosadas y abusadas todos los días en este país.
Por ende, hay un denominador común entre Carlos Manzo y Claudia Sheimbaun: la violencia no distingue rango, ni oficio, ni credo, nadie está exento de formar parte de la cifra. Ni siquiera ellos —un presidente municipal con visibilidad y la persona más poderosa de México— se salvan de vivir en un país enfermo de violencias normalizadas, donde abundan los cuerpos asesinados, violados, acosados.
La muerte de uno podrá, ojalá, ser esclarecida y el acosador de la otra será juzgado. Habrá cárcel, le llamarán “dar resultados”. Reforzarán el perímetro de seguridad de la presidenta, tipificarán o reclasificarán más delitos, presentarán más planes para combatir la extorsión y el crimen organizado. Procederán a seguir pensando la violencia únicamente en clave de resultados. Seguimos confundiendo justicia con estrategia y empatía con espectáculo. Si algo debería habernos enseñado la experiencia es que ni las cifras ni los planes de seguridad alcanzan para sanar un país acostumbrado a mirar al otro como cuerpo y no como persona. Tal vez la tarea más urgente no es reforzar perímetros ni multiplicar planes, sino recuperar la capacidad de dolernos: nombrar a los cuerpos, devolverles historia, voz y humanidad.
Cortesía de El Economista
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