Durante décadas, el paisaje semidesértico de Utah ha sido una mina para los paleontólogos, una especie de libro abierto donde las páginas del Cretácico se conservan impresas en rocas de tonos rojizos y ceniza volcánica. Pero a veces, las mejores historias están escondidas entre los márgenes: fragmentos diminutos, casi invisibles, que no gritan como los huesos de un T. rex, pero susurran verdades olvidadas. Es el caso de los más de 4.000 fragmentos de cáscaras de huevo fosilizadas descubiertos en la formación Mussentuchit, una unidad geológica situada en el corazón de la Cedar Mountain Formation, en Utah. Aunque el hallazgo no es reciente —la investigación fue publicada en 2025— sus implicaciones siguen creciendo como una telaraña que conecta especies, continentes y ecosistemas extintos.
Una historia mal contada durante medio siglo
La Formación Cedar Mountain llevaba más de cincuenta años encasillada en una narrativa pobre: un único tipo de huevo fósil, Macroelongatoolithus carlylei, identificado a partir de unos pocos fragmentos, era considerado el único representante de la reproducción dinosauriana en esta zona. Aquella interpretación sugería un ecosistema escaso, dominado por una única especie de dinosaurio. Una especie que, por cierto, pertenecía a los oviraptorosaurios, un grupo de dinosaurios terópodos de aspecto ave, con picos sin dientes y comportamientos que muchos paleontólogos vinculan con el cuidado parental.
Sin embargo, todo cambió cuando un equipo internacional de científicos decidió revisar la zona con una mentalidad más amplia y herramientas más modernas. Entre 2012 y 2022, los investigadores, apoyados por instituciones como el North Carolina Museum of Natural Sciences y Lake Forest College, recogieron fragmentos de huevos de más de veinte yacimientos distintos. El resultado fue un giro radical en el relato científico de esta región.
Un ecosistema rebosante de vida y sorpresas
El análisis minucioso de estos fragmentos bajo microscopios de luz polarizada y microscopía electrónica reveló la existencia de al menos seis tipos distintos de cáscaras de huevo. Esto no solo implica la presencia de diferentes especies, sino también la coexistencia de múltiples dinosaurios —algunos de ellos de grupos similares— que ponían huevos en el mismo entorno geológico, casi como un antiguo zoo natural donde los nidos se sucedían unos junto a otros.
Tres de esos tipos pertenecen a la familia Elongatoolithidae, asociados con los mencionados ovirraptorosaurios. Hasta ahí, todo más o menos esperado. Pero el matiz importante es que los investigadores lograron identificar diferencias morfológicas suficientes como para deducir la presencia simultánea de al menos tres especies distintas de ovirraptorosaurios, cada una probablemente con diferentes tamaños y estrategias reproductivas. Es la evidencia más antigua de esta convivencia múltiple en Norteamérica.

Además, se documentaron dos tipos de huevos del género Spheroolithus, probablemente de dinosaurios ornitópodos —herbívoros de locomoción bípeda como los antecesores de los famosos hadrosaurios—. Y, como guinda, apareció un huevo fósil que ningún investigador esperaba encontrar en ese lugar: Mycomorphoolithus kohringi, un tipo de huevo de cocodrilo fósil hasta entonces solo conocido en yacimientos europeos.
¿Qué hacía un cocodrilo europeo en Utah?
La presencia de Mycomorphoolithus fuera del Viejo Mundo es un verdadero rompecabezas. Este tipo de huevo, con características microestructurales muy específicas, sugiere la existencia de un linaje de crocodilomorfos —parientes cercanos de los cocodrilos modernos— que logró llegar a América del Norte desde Europa en algún momento del Cretácico. En plena época de los dinosaurios, los continentes no estaban en la misma posición que hoy y, aunque las barreras geográficas eran distintas, no se pensaba que estos reptiles hubieran cruzado el océano. Este descubrimiento abre interrogantes sobre migraciones que antes se creían imposibles, rutas que quizás conectaban Europa con América del Norte de forma intermitente a través de Beringia o pequeñas islas.
Pero el huevo de cocodrilo no solo es importante por su origen geográfico, sino por su edad. Mycomorphoolithus kohringi en Utah es el ejemplar más joven conocido de este tipo, lo que amplía su rango temporal y demuestra que esta especie o su linaje sobrevivió más tiempo del que se pensaba.
Las pistas microscópicas que reconstruyen mundos
Uno de los aspectos más llamativos del estudio es la sofisticación del análisis. A falta de fósiles completos de esqueletos o embriones, los científicos se centraron en la morfología de la cáscara: su grosor total, la proporción entre la capa mamilar y la capa continua, la forma de los poros por donde respiraba el embrión, e incluso los patrones de extinción óptica observados con polarización cruzada.
Estas minucias permiten clasificar las cáscaras no por especie, sino por su estructura, algo que en paleontología se conoce como “parataxonomía”. Y aunque no permite asignar cada fragmento a una especie concreta sin restos óseos, sí es una herramienta poderosa para estimar la biodiversidad y entender cómo se distribuían los nidos y los comportamientos reproductivos.
Por ejemplo, la presencia de ornamentación muy marcada en los fragmentos de Undulatoolithus, un tipo de huevo elongado con textura rugosa, sugiere una posible adaptación al enterramiento parcial o al camuflaje. En cambio, Macroelongatoolithus presenta superficies más suaves y cáscaras extremadamente gruesas, lo que puede relacionarse con huevos expuestos o semienterrados en ambientes más abiertos.

Un paisaje compartido entre especies
Más allá de las especies concretas, el hallazgo sugiere una escena prehistórica de convivencia inesperada. Nidos de depredadores y herbívoros compartiendo territorios, quizá separados por barreras naturales, quizá alternando sus estaciones de puesta. La coexistencia de varias especies de ovirraptorosaurios plantea una interesante comparación con ecosistemas actuales donde varios depredadores similares comparten hábitats diferenciando sus dietas o comportamientos.
Este tipo de descubrimiento, basado en fragmentos que podrían haber pasado desapercibidos como simples piedras, demuestra hasta qué punto la paleontología moderna ha cambiado. Ya no se trata solo de buscar esqueletos impresionantes, sino de rastrear la historia oculta de los huevos, los nidos y los comportamientos parentales. Y eso, paradójicamente, nos acerca más a los dinosaurios como seres vivos, como animales que respiraban, incubaban, protegían y coexistían.
Referencias
- Hedge J, Tucker RT, Makovicky PJ, Zanno LE (2025) Fossil eggshell diversity of the Mussentuchit Member, Cedar Mountain Formation, Utah. PLoS ONE 20(2): e0314689. doi:10.1371/journal.pone.0314689
Cortesía de Muy Interesante
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