La medicina antigua es el pilar en el que se apoya la moderna, pero en sus inicios progresó de forma lenta y precaria por una razón: no tenía reparo en mezclarse con la magia y la superstición. Además, muchos de los disparates y malas interpretaciones vertidos por los galenos clásicos se perpetuaron durante siglos porque los nuevos alumnos no cuestionaban nunca su veracidad: se limitaban a retener la lección que los profesores les impartían de memoria.
Las veleidades de algunos profesionales de la curación llegaron a tanto que importantes textos de la época cuestionaron la eficacia de la propia medicina. En El Satiricón, ficción del escritor romano Petronio (siglo i), podemos leer: «El médico no es más que un consuelo moral». En esos mismos años, Plinio el Viejo describía así la profesión en su Historia natural: «Al acecho de la fama a costa de cualquier novedad, negocian con nuestra vida sin pensárselo dos veces. De ahí aquellas miserables consultas junto al lecho de los enfermos, en las que ninguno opina lo mismo, para que no parezca una concesión ante el parecer de otro. De ahí también aquella infausta inscripción funeraria: “Murió por exceso de médicos”».
Seis mil demonios malignos
Gracias al Código de Hammurabi, compilado en la ciudad de Babilonia poco después de 1800 a. C., sabemos que la civilización mesopotámica interpretaba las enfermedades como castigos divinos impuestos por criaturas sobrenaturales de diferente jerarquía. Por esa razón, el primer paso en el diagnóstico consistía en identificar cuál de los aproximadamente 6000 demonios existentes era el causante del problema.
Los egipcios alcanzaron un alto grado de conocimientos médicos, del que tenemos referencia gracias a los papiros conservados, y el historiador griego Heródoto los denominó «el pueblo de los sanísimos», debido a su extraordinario sistema sanitario público. Sin embargo, algunos de sus tratamientos resultaban extravagantes, como los que se basaban en la terapia musical, que siguieron sin dudarlo sus discípulos de casa y de fuera. Herófilo (335 a. C.-280 a. C.), médico de la escuela de Alejandría, regulaba el ritmo cardiaco de acuerdo con la escala musical. Los pacientes debían entonar unos cantos específicos para respirar a la velocidad adecuada, pues se creía que muchas dolencias se sanaban con una respiración correcta.

Tratamientos de risa
Para diagnosticar el embarazo, los médicos de la tierra de los faraones contaban el número de vómitos que provocaba a la mujer el oler una mezcla de cerveza y dátiles. Para tratar la diabetes, conocida entonces como inundación de orina, el Papiro Ebers (hacia 1500 a. C.) describe un remedio preparado con una mezcla de hueso, papilla de cebada, granos de trigo, tierra verde de plomo y agua. Esta vasija griega del siglo vi a. C. muestra una sangría, un procedimiento médico muy extendido en la Antigüedad.
Muy lejos de allí también predominaban métodos de escaso carácter científico. Zhang Zhong Jing, que vivió entre los años 150 y 219, se considera el equivalente de Hipócrates en China y es tenido por el creador de la sintomatología y la terapéutica de ese país. En sus obras describió diversos tipos de fiebre y distinguió entre enfermedades agudas y crónicas. Pero a menudo su trabajo no resultaba fiable: al igual que Bian Que, que vivió cinco siglos antes, y otros médicos chinos de esas centurias, se basaba en el diagnóstico visual, superficial por naturaleza. Les bastaba con mirar al paciente, y ya fuera por la forma de andar o moverse de este, por el color de su rostro u otros signos externos, deducían los padecimientos internos que lo acosaban.
Para la medicina tradicional china, el origen de las enfermedades radica en un desequilibrio entre el yin y el yang, dos fuerzas complementarias que se encuentran en todas las cosas del universo. Esa inestabilidad alteraría el flujo del chi o energía vital y afectaría negativamente al organismo. Las terapias para evitar estos problemas se basaban, sobre todo, en la alimentación y las hierbas, pues el cuerpo humano ya dispone de su propio sistema de defensa. En este sentido, uno de los remedios tradicionales para fortalecer este sistema inmunitario natural fue ingerir polvos de cuerno de rinoceronte; pero este no tiene ningún valor terapéutico, porque está formado por queratina, la misma proteína que encontramos en las uñas o el pelo de todos los mamíferos, incluido el ser humano. Sin embargo, esta superstición continúa viva en buena parte de Asia.
Las pifias de un genio
Hipócrates, nacido en el año 460 a. C., fue el médico más venerado de la Grecia clásica y una figura decisiva en la historia de la medicina occidental. El famoso juramento ético al que se acogen los facultativos modernos cuando se gradúan lleva su nombre. Tanto él como sus seguidores fueron pioneros a la hora de describir diversas enfermedades y trastornos, como el cáncer de pulmón, y muchas de sus enseñanzas aún son relevantes para los estudiantes de neumología.
Sin embargo, este clásico de clásicos también cometió un buen número de errores. El mayor de ellos fue considerar que cualquier enfermedad nacía de la desproporción entre los cuatro fluidos que, según él, discurrían por el organismo: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. Esta teoría de los humores era falsa, pero resultó muy influyente hasta pasada la Edad Media y dio lugar a prácticas ineficientes. Un ejemplo: si bien Hipócrates fue el primero en tratar eficazmente las hemorroides, sostuvo que eran provocadas por un exceso de bilis y flema.
Para recuperar el equilibrio de los fluidos, el paciente debía someterse a un cambio en su dieta o a un régimen de ejercicios. También sostuvo que los varones son engendrados por el semen que fluye de la parte derecha del cuerpo del padre y las niñas por el que procede del lado izquierdo. Y fue un gran defensor de que la lubricación vaginal era semen femenino que, al unirse con el masculino, formaba el embrión.
Durante la Antigüedad, el útero se consideró una especie de animal alojado en el cuerpo de la mujer y capaz de provocarle histeria –término que procede del griego hystéra, que significa ‘matriz’–, un trastorno que derivaba en mal genio o en un exceso de deseo sexual. Esta teoría fue defendida por Hipócrates, Galeno y otros tantos médicos grecorromanos. El heleno Sorano de Éfeso (siglo ii) negó que el útero se desplazara libremente, pero mantuvo que era el responsable de algunos de los supuestos problemas mentales femeninos.
Después de Hipócrates, Galeno fue el médico más importante del mundo clásico. Nacido en el año 129, desempeñó su profesión en la corte romana durante el mandato de tres emperadores. Entre su prolífica producción de literatura científica, sin embargo, encontramos algunas supersticiones extravagantes.

Una sangría tras otra
Griegos y romanos consideraban el cuerpo un templo inviolable, lo que vedaba el progreso consecuente a las disecciones, que estaban prohibidas. Galeno aprendió gracias a su trabajo con monos y cerdos, pero la anatomía de esos animales es distinta a la humana, lo que le condujo a errores respecto al hígado, el conducto biliar y el esternón, entre otros. Estos patinazos anatómicos persistieron hasta que Vesalio realizó la primera disección pública de un cadáver y publicó De humani corporis fabrica (De la estructura del cuerpo humano) en 1543.
Galeno también llegó a la conclusión de que el exceso de sangre era la causa de la mayoría de las enfermedades, lo que popularizaría las ineficaces y perjudiciales sangrías. Tal era su autoridad, que este procedimiento continuó siendo común hasta el siglo xvii, cuando el médico inglés William Harvey describió la circulación arterial y venosa, y no cayó en desuso hasta entrado el siglo xix.
Este médico de los césares fue una paradójica mezcla de erudición bien fundada y pseudociencia. Creía en la eficacia de los crecepelos, en especial en la de un ungüento que se confeccionaba con excrementos de ratón, y consideró que el pus curaba las heridas, idea que siguió viva hasta finales del siglo xix, cuando el cirujano inglés Joseph Lister demostró que era un disparate.
Vaya en su descargo que acertó más que la mayoría de sus predecesores, como el ilustre Erasístrato (304 a. C.–250 a. C.), que estaba convencido de que el cuerpo funcionaba y adquiría su fuerza vital gracias a una especie de soplo o pneuma que corría por las arterias y se fabricaba en el ventrículo izquierdo cardiaco a partir del aire que procedía de los pulmones. Para explicar la contradicción de que, al cortar una arteria, brotara sangre y no aire, supuso que este escapaba en primer lugar, y que la sangre de las venas pasaba a las arterias para llenar el vacío.
Baños de pis
El gran prescriptor de tratamientos estrambóticos fue el romano Catón el Viejo (234 a. C.-149 a. C.). Recomendaba que los niños se lavaran con la orina de una persona que mantuviera una dieta a base de col para crecer sanos y fuertes. En su tratado Sobre la agricultura señala que ponerse una ramita de ajenjo en el ano previene las irritaciones cutáneas propias de un largo viaje a caballo.
La mayoría de estos métodos se nos antojan ridículos, pero no debemos olvidar que estimularon la idea de que el conocimiento sistematizado puede mejorar la salud, permitieron desarrollar la cirugía y otras técnicas y pusieron los cimientos de los primeros grandes hospitales, como los imponentes valetudinaria del Imperio romano.

Magia y supersticiones a granel
Lo sobrenatural y las tradiciones no probadas eran parte de la medicina antigua. La egipcia nos ha legado el Papiro de Londres, de la época de Tutankamón, que contiene numerosas recetas mezcladas con hechizos. Muchos de los tratamientos que se dispensaban en los templos dependían de los presuntos dictados de Sejmet, diosa de la curación.
En el Avesta, una colección de textos sagrados de la antigua Persia, hay descripciones de enfermedades de la piel y quizá la primera referencia al paludismo, además de salmos y palabras curativas, como también pasa en el Cyranides (siglo iv), una compilación en griego de consejos médico-mágicos: «Si coges unos cuantos pelos de las ancas de un asno, los quemas y los mueles, y luego se los das a una mujer mezclados con una bebida, no parará de tirarse pedos».
El historiador romano Tácito cuenta que un ciego de Alejandría se postró ante el césar Vespasiano para pedirle que untara con saliva de su boca sus mejillas y las órbitas de sus ojos para devolverle la vista. Plinio el Viejo afirmaba que la gota y las enfermedades de las articulaciones remiten al tomar cenizas de sapo mezcladas con grasa rancia, y que el hígado de camaleón mezclado con el pulmón de sapo y aplicado en linimento era un eficaz depilatorio. También se creía que tocar los ollares de la nariz de una mula con los labios detenía el hipo y los estornudos.
Los sueños y su significado eran importantes para la salud. En Grecia se elaboraron complicados sistemas para interpretarlos, pues se pensaba que los dioses los podían usar para enviar mensajes personalizados con consejos sanitarios.
Cortesía de Muy Interesante
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