¡Es la guerra! Cuando la biología se convierte en táctica militar y tu sistema inmunitario despliega su ejército

“En los primeros días del verano, los espartanos y sus aliados […] invadieron el Ática, bajo el mando de Arquídamo, hijo de Zeuxidamo, rey de Esparta, y se asentaron y asolaron el país. No muchos días después de su llegada […], la peste comenzó a manifestarse entre los atenienses”.

Este párrafo sacado del relato Historia de la guerra del Peloponeso, en el que Tucídides cuenta cómo el conflicto enfrentó durante veintisiete años a atenienses y espartanos, es el inicio de una estremecedora narración. Sin ahorrarnos nada de su macabra experiencia, el filósofo e historiador griego ofrece una visión en primera persona sobre la peste que asoló Atenas en el año 430 a. C. y mató a un tercio de su población, incluido su célebre líder, Pericles.

Gracias, en parte, a esta obra maestra de la literatura griega, que no permitió que olvidáramos este suceso, desde el año 2007 sabemos que la enfermedad que se extendió como la pólvora en la abarrotada urbe ateniense fue la fiebre tifoidea, infección causada por la bacteria Salmonella typhi.

Pero lo relevante del texto de Tucídides no es solo la detallada descripción de los síntomas y el progreso de la dolencia, sino que, en el siglo V a. C., se hubiese dado cuenta de que “el mismo hombre nunca era atacado dos veces, al menos fatalmente”.

La primera pista de la memoria inmunológica

Los individuos que habían sobrevivido a la peste, no la volvían a sufrir. Sin saberlo, Tucídides estaba describiendo la memoria inmunológica, a la que nos referimos cuando decimos que somos inmunes a algo. En los más de 2400 años transcurridos desde entonces, hemos aprendido mucho sobre los procesos celulares y moleculares que subyacen a este fenómeno.

Todo empezó a finales del siglo XIX, cuando los estudios llevados a cabo independientemente por Louis Pasteur (1822 -1895) y Robert Koch (1843 -1910) sentaron las bases para la teoría microbiana de la enfermedad, estableciendo que diminutos microorganismos, solo visibles con un microscopio, son la causa de una amplia gama de enfermedades.

La aceptación de esta nueva forma de pensar fue relativamente rápida, junto con un afán casi obsesivo por descubrir cómo podríamos protegernos de algo que no podemos ver. La inmunología floreció, y, desde esas fechas, casi una treintena de Premios Nobel han sido otorgados a descubridores de nuevas facetas de este maravilloso y sofisticado sistema bélico de nuestro cuerpo.

Inmunología
Innata y adaptativa: las dos ramas del sistema inmunitario trabajan como un solo frente defensivo contra enfermedades. Fuente: iStock (composición).

Defensas organizadas: la estructura dual del sistema inmunitario

Pregúntale a cualquier inmunólogo cómo funciona el sistema inmunitario, y es muy probable que te conteste con un “es complicado”, o algo por el estilo. Así es, la complejidad del sistema inmunitario es abrumadora.

Aunque, si tenemos en cuenta que es lo único que se interpone entre nosotros y un mar de microbios capaces de enviarnos a una muerte temprana, tampoco debería sorprendernos.

A grandes rasgos, este intrincado sistema biológico se divide en dos grandes ramas. La innata al organismo, generalista y de respuesta casi inmediata, y la adaptativa, capaz de dirigir ataques específicos contra amenazas concretas y de memorizar sus encontronazos con todo tipo de agentes patógenos para prevenir recaídas.

El interior de nuestro cuerpo, caliente, húmedo, lleno de nutrientes y protegido frente a los elementos, es un lugar muy atractivo para estos bichitos, así que hay que cerrar el acceso a cal y canto. La piel y las mucosas se encargan de ello. Aunque una pequeña herida es suficiente para echar por tierra la protección ofrecida por nuestra primera línea de defensa.

Sorteada esta barrera exterior, la bacteria tendrá entonces que enfrentarse al sistema inmunitario innato, nuestra segunda línea de defensa. Los componentes de la respuesta innata son casi tan antiguos como la vida misma, y tienen preparada una auténtica carrera de obstáculos antiinvasores, que empieza con la detección prácticamente inmediata de los intrusos.

Presentes en la superficie de los glóbulos blancos o leucocitos, unas proteínas llamadas receptores de tipo Toll (TLR, por su nombre en inglés), son los ojos de la inmunidad innata. En este escenario nos interesan en particular los TLR que se encuentran en la superficie de las células dendríticas, un tipo de glóbulo blanco que funciona como el centinela del sistema inmunitario.

Responsables de detectar a los agentes nocivos y hacer saltar las alarmas, las células dendríticas son el nexo entre las dos ramas del sistema inmunitario. Sin embargo, antes de cumplir con su función de activadores de la inmunidad adaptativa, ponen en marcha una cascada de acontecimientos que mantendrá a los microbios en vilo, lo que permite ganar un tiempo precioso que le permitirá al cuerpo dar la orden de arranque a sus sistemas de defensa especializados.

Inflamación, fiebre y fagocitosis: la batalla del sistema innato

La detección de un invasor por parte de los glóbulos blancos provoca la liberación de citoquinas, moléculas que promueven la inflamación, estimulan los receptores del dolor para alertar al cerebro y desencadenan la fiebre que compromete la supervivencia de muchos microbios.

Estas proteínas de bajo peso molecular son además responsables de ensanchar la brecha entre las células endoteliales que conforman los capilares, lo que aumenta la permeabilidad vascular. Al alterar la estructura de los vasos sanguíneos, las citoquinas facilitan el acceso de más glóbulos blancos al foco de la infección.

Los primeros en llegar son los neutrófilos, unos leucocitos que se unen inmediatamente a la refriega y ayudan a las células dendríticas a fagocitar bacterias. Esta función, que muy pocas células son capaces de llevar a cabo, consiste en rodear y engullir al agente nocivo, para posteriormente digerirlo en vesículas especializadas.

Mientras discurre este festín, la presencia de las bacterias activa también el complemento, otro sistema de defensa ancestral que consiste en varias proteínas capaces de agujerear las membranas celulares de los microbios, lo que les provoca una muerte rápida.

¡Es la guerra! Cuando la biología se vuelve táctica militar y el sistema inmunitario tiene un ejército para defenderte
Los linfocitos B producen anticuerpos que marcan a los invasores para su destrucción, mientras los T coordinan el ataque. Fuente: iStock (composición ERR).

Neutrófilos, macrófagos y proteínas del complemento trabajan en equipo

Algunas bacterias han desarrollado estrategias para volverse invisibles frente al complemento, pero no temas. Nuestro repertorio armamentístico está preparado para esta eventualidad. ¡Que entre en escena el macrófago! Se trata de un tipo de glóbulo blanco cuyo nombre deriva de las palabras griegas que significan ‘gran comedor’.

Enormes y especialistas en engullir todo lo que se les ponga por delante, los macrófagos no solo comen a los agentes patógenos. También fagocitan otros glóbulos blancos caídos en la batalla, retiran los escombros de los tejidos afectados, eliminan toxinas producidas por las bacterias y dan el pistoletazo de salida para activar los procesos de recuperación del tejido dañado.

La llegada de todas estas células y los fluidos que arrastran con ellas al penetrar en el sitio de la infección promueve el rubor y un aumento de la temperatura. La zona afectada se hincha y, por culpa del aumento de la presión, que comprime a las terminaciones nerviosas, puede volverse dolorosa.

Aunque el dolor puede ser solamente una señal de que el sistema funciona, ya que los fagocitos son comedores descuidados, que babean jugos digestivos y, como consecuencia, a veces dañan sin querer a células y tejidos sanos.

En la mayoría de los casos, el mecanismo que acabamos de describir es capaz de desarmar una infección bacteriana. Sin embargo, en algunas ocasiones, la respuesta innata se queda corta. Afortunadamente, disponemos de una tercera línea de defensa: el sistema inmunitario adaptativo.

Versión específica del sistema inmunitario

¿Te acuerdas de las células en empezar a montar todo este tinglado? La última vez que las vimos estaban muy entretenidas, fagocitando bacterias. Resulta que, a estos glóbulos blancos, se les da muy bien pulsar botones de encendido. Además de tener un papel instrumental en el arranque de la respuesta innata, estas células también son las responsables de despertar a la versión específica y precisa de nuestro sistema inmunitario, la denominada inmunidad adaptativa.

Las células dendríticas se parecen mucho a las células nerviosas, con proyecciones largas y finas (dendritas) que irradian en todas las direcciones. Sin embargo, su principal función es la de captar moléculas ajenas al organismo, presentes en los agentes patógenos o producidas por estos, y ser capaces de generar una respuesta inmune. En términos técnicos: antígenos.

Una vez que han fagocitado bacterias en el punto de infección, estos glóbulos blancos pasan a un estado activado y migran hacia un ganglio linfático cercano. Por el camino, procesan las proteínas microbianas, y, como si de un escaparate se tratara, presentan los antígenos resultantes en su superficie.

¡Es la guerra! Cuando la biología se vuelve táctica militar y el sistema inmunitario tiene un ejército para defenderte
La fiebre, el dolor y la inflamación no son síntomas indeseables, sino señales de que el cuerpo está luchando contra una infección. Fuente: iStock (composición)

El despertar de los linfocitos: cómo se organiza la inmunidad adaptativa

Distribuidas un poco por todo el cuerpo, los ganglios linfáticos son pequeñas glándulas responsables de filtrar la linfa, un proceso que les permite recoger virus, bacterias, parásitos u otros agentes externos susceptibles de provocar enfermedades. Son, además, el hogar de las células de defensa más importantes del organismo: los linfocitos.

Derivados de las células madre hematopoyéticas, los linfocitos son glóbulos blancos con superpoderes. Si maduran en la medula ósea, donde han nacido, reciben el nombre de células B, y su función es la de producir anticuerpos para cazar y ayudar a destruir agentes invasores. Pero si maduran en el timo, una pequeña glándula ubicada justo encima del corazón, aprenden a reconocer a los marcadores que son propios del cuerpo que deben defender, y se llaman linfocitos T.

Cuando nuestras células dendríticas llegan a un ganglio linfático, son examinadas a conciencia por ambos tipos de linfocitos. Con su superficie plagada de antígenos, rápidamente reconocidos como substancias ajenas al cuerpo, su presencia desencadena una serie de alarmas que ponen en marcha la respuesta inmunitaria adaptativa.

Una vez activados, los linfocitos B empiezan a producir anticuerpos para combatir el antígeno que ha sido presentado por las células dendríticas. Los linfocitos T, por su parte, abandonan los ganglios linfáticos en búsqueda del origen del problema que ha activado la alerta.

Por sí solos, estos últimos, también conocidos como linfocitos CD4, son inútiles frente a la infección. En cambio, ayudan a las células B a formar anticuerpos y juegan un papel clave en la puesta a punto del sistema, potenciando la actividad de los fagocitos.

Anticuerpos a medida: la inteligencia de la respuesta inmunitaria

Nada más llegar al tejido infectado, las células B empiezan a producir células hijas, un proceso que se conoce como expansión clonal. Su número aumenta rápidamente, para conformar un pequeño ejercito celular capaz de producir una enorme cantidad de anticuerpos. Hechas a medida para la ocasión, estas proteínas se unen al antígeno, marcando a todas las células, propias o microbianas, potencialmente peligrosas.

Incapaces de destruir a los agentes patógenos, a primera vista puede parecer que los anticuerpos no hacen gran cosa. Sin embargo, además de ser los responsables de la memoria del sistema inmunitario, gracias a estos marcadores, las proteínas del complemento y los macrófagos son muchísimo más eficaces a la hora de exterminar a los invasores.

La inmunidad innata y la adaptativa no son sistemas distintos, sino que forman parte de una respuesta única, coordinada e increíblemente eficaz. Durante los tres días necesarios al arranque de una respuesta primaria, a medida del peligro al que se enfrenta el organismo, la inmunidad innata proporciona una primera línea defensiva, más que suficiente para mantenernos vivos hasta que los linfocitos entren en acción. Es una guerra sin cuartel.

Cortesía de Muy Interesante



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