“¿Escudarnos en la infancia nos hace cómplices?”: la pregunta con que Lina Meruane reflexiona sobre su niñez en el Chile de Pinochet

Fuente de la imagen, Isabel Wagemann

  • Autor, Almudena del Cabo
  • Título del autor, BBC News Mundo@Centroamérica Cuenta

Para la escritora Lina Meruane, nacida en Chile y descendiente de palestinos, enfrentarse a las cuestiones que atraviesan a los seres humanos, por muy complejas que sean, es algo central en su vida y de su escritura.

Para ella, explorar las contradicciones del ser humano es parte esencial de la literatura y por eso la literatura es incómoda. Una incomodidad que ha convertido en un arte que le ha granjeado galardones como el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso al conjunto de su trayectoria.

Meruane, que actualmente enseña escritura creativa en la Universidad de Nueva York, no se amilana a la hora de enfrentarse a las enfermedades, a la maternidad o a las tensiones que asaltan a los feminismos contemporáneos.

Tampoco duda en tratar temas más personales como su toma de conciencia como palestina que narra en el alabado libro “Palestina en pedazos”, donde explora la cuestión de la identidad, o su último ensayo “Señales de nosotros”, una obra autobiográfica en la que vuelve a su infancia en Chile, en pleno régimen de Augusto Pinochet (1973-1990).

En él, Meruane rememora su tiempo en un colegio al que iba “el nieto de ese dictador al que llamábamos presidente” y el silencio autoimpuesto en el seno de muchas familias chilenas. Un tiempo en el que también ella aprendió a no hacer preguntas.

“Señales hubo siempre. ¿Será cierto que éramos completamente incapaces de leer esas señales, que no preguntábamos, ni entendíamos nada, que aceptábamos todo, que éramos inocentes?”, escribe.

Hasta los 15 años, la autora no sufrió “el gran terremoto” que supuso darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor y en el texto se pregunta hasta qué punto uno se puede redimir de manera retrospectiva de responsabilidad.

BBC Mundo habló con ella en el marco del festival Centroamérica Cuenta, que se realizó entre el 19 y el 24 de mayo en Guatemala.

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A lo largo de tu carrera literaria has transitado por la historia, la memoria, el feminismo, la identidad… ¿Qué te impulsa a la hora de escribir?

Soy una persona que desde siempre ha tenido mucha curiosidad por el mundo.

De hecho, estudié periodismo e hice sociología. Algo me pasa con lo social, con lo cultural y con el presente que me interesa mucho, que me genera preguntas.

Eso es lo que me ha obligado a ir hacia el pasado, a la investigación y a la escritura.

Pienso incluso que esas preguntas que he tenido sobre la historia, por ejemplo, la historia palestina, me han llevado a escribir el libro que ahora es “Palestina en pedazos”, que es una ampliación de otro texto que había escrito que se llama “Volverse palestina”.

Mujer camina por los escombros en los territorios palestinos.

Fuente de la imagen, Getty Images

Pero también la pregunta por el pasado en Chile y quién fui yo de niña en esa dictadura que no entendía ni sabía lo que era.

Eso también me ha obligado a hacer un trabajo de retroceso hacia mi propia infancia y hacia esos tiempos.

Precisamente, la cuestión de la identidad resuena cada vez con más fuerza, sobre todo en ciertos grupos de la sociedad. ¿Por qué crees que existe esa presión para conseguir la definición de una identidad?

Todos reclaman versiones de identidad. Lo que pasa es que esto es igual que la memoria.

Es muy interesante porque cuando miramos el rescate o los rescates de la memoria, en una época parecía que solo la izquierda y las víctimas de las violencias estatales querían recuperarla, como el texto que no se había escrito, como recuperar una versión de la historia que estaba fuera de la historia oficial.

Eso a mí me tocó muy fuerte en los años 80, cuando aparecieron todos los discursos de la memoria y los testimonios.

Ese exceso, esa explosión de testimonios hacía parecer que el único grupo que reivindicaba su memoria era ese.

Pero resultó que muy pronto se vio que los propios malhechores, los propios militares, la gente que había apoyado la dictadura, también reivindicaban su memoria.

Estoy hablando específicamente de Chile, pero creo que es transversal. Creo que también se podría decir de España.

De pronto se vio claramente que todos querían reivindicar una memoria, solo que era una versión de la historia diferente.

Y entonces las versiones empiezan a competir.

Algo parecido sucede con la identidad. Se va rescatando, digamos, una manera de pensarla y los grupos más conservadores -no solo desde la derecha, sino también desde la izquierda- la piensan como algo fijo y estático.

Pero desde grupos más progresistas se rescata la idea de que las identidades son diversas, van cambiando, influidas por una serie de variables que tienen que ver con la propia experiencia y la propia historia, ya no solo del individuo, sino de la comunidad.

Me parece que ahí hay reivindicaciones que luchan entre ellas.

Creo que va a durar esa batalla, porque esa lucha por la identidad y por la memoria conforman finalmente la forma en que vivimos juntos.

Uno de los puntos conflictivos siempre acaba siendo esa memoria o esas diferentes memorias de las que hablas. Pero, ¿cómo lidiar con ellas?

Esa es la gran pregunta. Cómo lidiamos con eso y cómo aceptamos que no vamos a tener versiones de la historia que sean iguales.

Ahora, el punto con estas reivindicaciones de la memoria es que, en la medida en que podemos aceptar que hubo violencia del Estado contra la ciudadanía y que podemos visibilizar lo que le sucedió, podemos imponer leyes que castiguen ciertos hechos y que indemnicen a las víctimas, a los sobrevivientes, o a las familias de las víctimas.

Indemnicen y reconozcan.

Por eso es importante la memoria, porque permite no solamente visibilizar los hechos y hacer un duelo, sino que alienta al Estado a tomar medidas, ya no solo para que se castigue lo que sucedió, sino para que se evite una repetición.

Y ese es el quid del asunto.

Creo que más que intentar encontrar la verdad absoluta de cada hecho o de la versión de cada hecho, lo que importa aquí es la consecuencia ética y legal que tiene el reconocimiento de esos hechos.

En tu ensayo autobiográfico “Señales de nosotros” tratas de entender por qué, desde tu posición privilegiada, durante la dictadura militar de Pinochet, no te diste cuenta de lo que ocurría hasta llegada la juventud. ¿”Escudarnos en la infancia nos hace cómplices” como te preguntas en tu libro?¿Cómo fue para ti?

Sí, es complejo pensar este asunto, porque había una parte de la ciudadanía chilena, que o bien apoyaba la dictadura o bien había temido lo que parecía venir con el auge del socialismo, o lo que les habían dicho que iba a venir con el auge del socialismo.

Apoyaba la dictadura, ya fuera por ideología o por miedo, y lo que hizo esa parte del país fue o ideologizar a sus hijos o intentar protegerlos de la política.

Yo era parte de ese último grupo. Iba a una institución educativa en la que éramos todos de ese sector sobreprotegido y, por lo tanto, era difícil romper esa burbuja de información.

Cuando uno es niña no sabe cuáles son los regímenes políticos, qué significa una dictadura. Los libros de historia llegaban hasta antes de la subida al poder de Salvador Allende.

Por eso era muy difícil entender cuáles eran los contextos, y por eso me importan tanto los contextos hoy, que no vienen a relativizar nada, sino a explicar un montón de cosas.

Entonces, era difícil hacerse la pregunta sobre si una persona en la infancia es o no es cómplice.

Pero en cierta medida la pregunta no es tanto si a los 5, 7, o 10 años uno es cómplice, sino en qué medida todo el sistema era cómplice para que uno no pudiera entender y no pudiera atar los cabos de las diferentes situaciones que sí se iban viendo, porque ninguna burbuja es perfecta.

Siempre tiene como pequeñas rupturas.

Yo hice un esfuerzo por recordar y retroceder con mucho cuidado hacia ese momento en que se filtraban ciertos eventos, ciertas noticias y que el propio contexto no permitía generar un hilado para entender, para interpretar aquello que estaba sucediendo al mismo tiempo que una estaba siendo protegida, no solamente por la institución del colegio, sino también por la institución de la familia y del Estado.

La cuestión de la complicidad tiene que ver, por una parte, con todas esas instituciones que colaboraron en esa construcción de un relato y en el impedir la construcción del otro relato; y por otra, con qué hacemos hoy como adultos cuando ya empezamos a entender y en qué manera podemos repensar esa infancia y ser críticos con ese momento para dejar de ser cómplices, es decir, para dejar de ser los cómplices involuntarios que fuimos.

En ese marco de complicidad, dices en tu libro, que aprendieron a guardar silencio y la conveniencia de callar. ¿Cómo luchar contra ese aprendizaje como adulta?

Bueno, creo que eso ha sido toda mi obra literaria. Hablar de esas cosas incómodas, volver sobre el pasado y ponerle nombre, el nombre que merecen todas esas situaciones.

Y no solamente mirar las externas, sino también las propias situaciones en las que una cayó, en las que una escuchó y recibió información y dijo, no, no es cierto, no es verdad, eso no puede ser así.

Para entender también las propias contradicciones y complejidades, las propias maneras en que una pudo colaborar con ese silencio negando la voz del otro.

Me parece que eso es importante.

Yo había escrito una versión muy corta de ese texto diez años antes, pero no supe qué hacer con ese problema.

No es tanto que no me atreviera a publicarlo, sino que no lograba profundizar en él porque había muchas capas en mi propia psique que me estaban impidiendo atravesar esa culpa que sentía por haber sido esa persona.

A pesar de que yo no hice nada violento, había esa violencia de haber negado, incluso en la adolescencia, lo que estaba sucediendo por falta de conocimiento, sí, pero también por una especie de convicción de que la historia era una y era la que me habían contado, con una falta de humildad con la posibilidad de que realmente estuvieran pasando cosas siniestras en el país.

Fotos de personas desaparecidas durante el régimen de Augusto Pinochet en el frente de La Moneda, la casa de gobierno.

Fuente de la imagen, Getty Images

Dices que fue complicado para ti transitar ese pasado, pero ¿hablaste con tu familia cuando te pusiste a recordarlo?

Yo llevo muchos años hablando con mi familia sobre lo que sucedió.

Digamos que fui una adolescente bastante deslenguada una vez que me enteré, pero otra cosa es escribirlo, porque escribirlo significa publicarlo, significa poner voz pública a algo que había sido elaborado más en mi fuero íntimo y en mi círculo familiar.

Es habitual tras una dictadura que los ciudadanos aleguen que no sabían nada de los crímenes que se estaban cometiendo. ¿Hasta qué punto ese haber podido saber pero haber preferido no saber marca a un país?

Bueno, claro, esa es la cuestión.

Ahí hay un problema, una crisis que hay que ver cómo solventar y habrá gente que se enfrente a esos hechos negándolos, como la madre de mi cuento “Plan Equis”, porque poner en cuestión aquello que se hizo significa ponerte en el lado equivocado de la historia.

Y eso es precisamente lo que la gente que participó en la dictadura no quiere hacer, reconocer que estuvo en el lado de la violencia, del mal; ellos persisten en la idea de que ellos estaban salvando al país, de que en realidad eran hechos heroicos.

Romper ese discurso implica una serie de consecuencias ya no solo legales, sino incluso personales, íntimas, éticas.

En ese mismo relato escribes sobre el olvidado protagonismo político de las mujeres de la derecha chilena. ¿Cómo fue el papel de esas mujeres?

Mira, esto está muy bellamente contado, aunque brevemente, en la película “Machuca” de Andrés Wood.

Muchas mujeres de derecha salieron a reivindicar que tenían hambre, que no había comida para poner en las ollas.

De ahí surge todo ese movimiento del caceroleo, que era salir con ollas y tapas de olla a golpearlas con las cucharas de palo, como manera de manifestación mayoritariamente pacífica, pero muy audible.

Fue un momento realmente interesante y es interesante también como luego el caceroleo lo utiliza más bien la gente para ir contra la dictadura.

Incluso en el estallido social del año 2019 sigue habiendo caceroleo y se ha extendido incluso por toda América Latina. Digamos que ellas instauraron esa manera de manifestación.

Ahí se armaron unas alianzas muy fuertes entre estas mujeres y los grupos armados de la ultraderecha como Patria y Libertad, que fue uno de los más visibles y que luego participó en las detenciones de la ciudadanía durante los años de la dictadura.

Ese protagonismo ha sido un poco olvidado, porque la historia de las mujeres para bien y para mal se olvida siempre.

Es interesante cómo las mujeres siempre desaparecen de su participación política, ya sea en guerras o en otras situaciones.

Sea que estén en “el lado correcto” de la historia o no, las mujeres siempre pasan a un segundo plano. Pero esa participación fue importante e impulsaron a sus propios hombres a dar esa pelea más activa.

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Cortesía de BBC Noticias



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