Esta es la historia del mesiánico culto a Hitler: así se convirtió en el ‘salvador’ del pueblo alemán

Pese a lo que pueda parecer, ni el nazismo ni el estalinismo fueron, en puridad, regímenes antirreligiosos, sino, por el contrario, auténticas religiones de Estado en las que el culto tradicional a un dios se vio sustituido por el debido al líder mesiánico: lo que Hitler y Stalin –lo mismo puede decirse, con distintos matices, de Mao, Franco, Kim Il-sung y otros ‘hombres providenciales’– no toleraban era la competencia.

El 7 de noviembre de 1921, el periódico del Partido Nazi, el Völkischer Beobachter, publicó una breve circular. En el futuro, para referirse al máximo dirigente del nacionalsocialismo no se utilizaría el anticuado nombre de “presidente”; en su lugar, se le otorgaba el título de Führer (guía, caudillo, conductor), una denominación que, andando el tiempo, adquiriría connotaciones místico-religiosas. Más adelante, el periódico abundó en esta conexión: “En Hitler –podía leerse– hemos encontrado lo que desean millones de alemanes: un Führer y un nuevo mesías”.

Cuestión de fe

En los años posteriores a la abdicación del emperador Guillermo II, parte del pueblo alemán se encontró en una especie de vacío espiritual. La democracia era una opción muy plana frente a las glorias del antiguo Imperio germánico, y se suspiraba por un hombre capaz de reconstruirlas. “Deseamos que aparezca un líder que nos enseñe el camino”, escribió un periodista en 1923. “Será duro e implacable, y estará ejecutando la voluntad de Dios”.

Tras su encarcelamiento y liberación, Hitler, siguiendo una estrategia perfectamente planeada en la prisión de Landsberg, empezó a presentarse a sí mismo como esa suerte de salvador, como el cemento que unía a todos los alemanes.

Retrato de Hitler pintado por Heinrich Knirr en 1935
La efigie del ‘mesías’ nazi proliferó por todas partes (aquí, en un retrato pintado por Heinrich Knirr en 1935). Foto: Getty.

La creación del culto al Führer sirvió, por tanto, para reconstruir el fragmentado Partido Nazi. Esto quedó especialmente claro en 1926, cuando el nazismo dejó de ser un fenómeno exclusivamente bávaro y se extendió a nivel nacional. Con el nombramiento de Joseph Goebbels como líder de la sección berlinesa del partido, el carácter del nacionalsocialismo cambió y empezó a parecerse más a una confesión religiosa, primero para unos pocos creyentes, más tarde para millones de personas.

Pronto se vio que Goebbels era la mejor opción para crear dicho culto al Führer: era un ferviente admirador de Hitler, a quien había descrito como “un hombre que, en la hora más oscura de Alemania, trae milagrosamente la luz y una renovada esperanza”.

Joseph Goebbels en 1939
Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, en 1939. Foto: Getty.

Pero el futuro ministro de Propaganda no era su único devoto. Hitler tenía un irresistible poder de convicción sobre sus seguidores. Un joven describió cómo, por sugerencia de Goebbels, fue a oír uno de sus discursos y salió completamente encandilado, con un único deseo: “Vencer con el Führer o morir con él”. La ideología nazi en sí misma parecía menos importante que aquellos éxtasis.

En 1926, se introdujo en el partido un nuevo tipo de saludo. En adelante, los militantes tendrían que levantar el brazo derecho y decir “Heil Hitler!” cada vez que se cruzaran. Era una forma de unirles, por encima de las diferencias políticas, y convertía a Hitler en un símbolo que recordaba a la grandiosidad del Imperio romano –en esto, como en tantas cosas, el líder nazi fue a la zaga de Mussolini–.

Saludo nazi de las tropas en Polonia ante la visita de Hitler
En 1926 se introdujo en el Partido Nazi la obligación de saludarse alzando el brazo derecho y exclamando “Heil Hitler!” (¡Salve a Hitler!), que se extendió a toda Alemania en 1933. En la imagen, lo hacen las tropas en Polonia ante la visita del Führer en septiembre de 1939. Foto: Getty.

Paralelismos con Cristo

En Mein Kampf, Hitler había considerado a los alemanes el pueblo elegido y, cuando aseguraba que el Reich duraría mil años, estaba haciendo una comparación evidente con la profecía de san Juan según la cual Jesucristo volvería a la Tierra y reinaría un milenio.

Para reforzar la imagen de un Hitler todopoderoso, se decidió que en los discursos siempre se presentarían verdades absolutas sin la menor sospecha de duda o error. El secretario de Hitler, Rudolf Hess, que se encargó de escribir Mein Kampf al dictado, describió esta estrategia: “El Führer no debe sopesar pros y contras y jamás debe darles a los alemanes la posibilidad de pensar que pueda existir una verdad alternativa”. Según Hess, Hitler debía actuar igual que los fundadores de las grandes religiones: como un mesías enviado por Dios.

A comienzos de los años treinta, los alemanes empezaron a unirse al Partido Nazi en masa y la idea de Hitler como salvador de Alemania se extendió por todo el país. En uno de los muchos testimonios de conversión al nazismo, puede leerse: “Comprendí que el renacimiento de Alemania solo podía venir de la mano de Hitler, un hombre que no había nacido en un palacio, sino en una simple choza”. La comparación con la narrativa cristiana muestra cómo Hitler había conseguido inculcarles a los alemanes un concepto mesiánico de sí mismo.

El culto al Führer llegó a tales extremos de fanatismo que sus seguidores empezaron a atribuirle cualidades divinas. Un abrumado joven de las SS compartió con sus amigos la experiencia de estrecharle la mano en un mitin: contracciones en la garganta, espasmos… Estos le rodearon inmediatamente con gran alboroto: todo el mundo quería tocar esa mano que había estado en contacto con la piel del Führer para recibir algo de su poder, en una reacción similar a la de los cristianos de la Edad Media cuando se encontraban en presencia de sus monarcas, de quienes pensaban que habían sido elegidos por Dios.

Hitler aclamado a su llegada al Congreso del Partido Nazi en 1929
Muy pronto, la adhesión al nazismo se transformó en una adoración mesiánica y religiosa por su líder, Adolf Hitler, a quien vemos aquí aclamado por sus seguidores a su llegada al Congreso del Partido Nazi en 1929. Foto: Getty.

Las formas en las que se expresaba esta adoración iban cambiando y ganaban en intensidad. Un artículo de periódico hacía referencia al “nuevo fenómeno que se está extendiendo en los hogares alemanes: el altar doméstico nacionalsocialista”. Las cruces e imágenes de Cristo que adornaban las paredes de las casas fueron sustituidas por bustos y retratos del Führer, ante los cuales los fieles ponían a diario flores y ofrendas. Esta creciente popularidad se vio reflejada en las elecciones al Reichstag de 1930, cuando el nacionalsocialismo, con 107 escaños, pasó de la irrelevancia a ser el segundo partido del Parlamento.

Surcando el cielo

Después de las elecciones de 1930, en los mítines del partido empezó a contarse la historia de cómo el Führer, igual que Jesucristo con sus discípulos 2.000 años antes, había creado un movimiento de millones de personas con el apoyo de solo siete hombres. De la noche a la mañana, el líder nazi se convirtió en el político de moda.

Aun así, la prensa más seria seguía considerándole un charlatán que bajo ningún concepto podía dirigir Alemania. Argumentaban que el Partido Nazi no tenía programa político, que estaba formado por una mezcla de gente – desde obreros hasta nobles– que era imposible que se llevara bien y que el culto a Hitler se derrumbaría pronto.

A sus oponentes, sin embargo, sí les impresionaba su discurso sobre la salvación, la esperanza y el comienzo de una nueva era. Incluso el Partido Comunista cambió de táctica y empezó a construir un cierto culto alrededor de su líder, Ernst Thälmann, a quien, de forma no muy imaginativa y en clara contradicción con los principios comunistas de igualdad, empezaron a presentar como “salvador del proletariado alemán”. Era la prueba de que incluso los partidos tradicionales imitaban los usos del nazismo para captar seguidores.

Ernst Thälmann
Ernst Thälmann fue el gran rival de los nazis como líder del KPD o Partido Comunista hasta su detención en 1933; murió en Buchenwald en 1944 sin que Stalin moviera un dedo por salvarlo. Esta es su estatua en Weimar (1958). Foto: Getty.

En las elecciones presidenciales de 1932, Goebbels lanzó una campaña llamada “Hitler sobre Alemania”. A bordo de un avión alquilado, Hitler se embarcó en un verdadero frenesí de actividad y, en solo seis días, viajó a veinte ciudades y participó en 148 mítines en los que habló ante millones de personas.

El simbolismo era inconfundible: el Führer bajaba del cielo, como un dios, para dirigirse a su pueblo. Uno de los participantes relató así la intensa atmósfera vivida: “Había un murmullo de entusiasmo hasta que Hitler, vestido con una simple chaqueta negra, pisaba el escenario y sentíamos que nos recorría un estremecimiento. Entonces el Führer miraba desde allí a su gente y, de pronto, se alzaba frente a él un mar de banderas con la esvástica. Luego la masa rompía en una enorme ovación”.

Hitler en avión durante la campaña electoral de 1932
En la campaña electoral de 1932, Hitler sobrevoló en avión toda Alemania, descendiendo como un dios a dar 148 mítines ante millones de fieles. Foto: Getty.

El salvador de Alemania

A pesar de la afonía producto de una semana de discursos, la voz de Hitler sonaba como un trueno cuando transmitía su visión patriótica: dejando atrás los muchos partidos políticos alemanes, saldría una nación uniforme, la nación alemana. Luego sonaba el himno nazi de Horst Wessel y Hitler desaparecía. Según el mismo testigo, “atrás quedaban miles de personas que ahora miraban a Hitler con renovada esperanza. Era el salvador de Alemania”.

La propaganda del partido se refería constantemente a Hitler como el Führer, el profeta, el guerrero y la última esperanza de las masas; y por muy difícil de entender que esto pueda parecer ahora, muchos alemanes aceptaron esa terminología de forma acrítica. La crisis económica se había extendido por todo el país y el desempleo se había disparado. Los viejos políticos conservadores habían tenido su oportunidad y habían fracasado, y la alternativa, el temido y vilipendiado comunismo, era inaceptable para muchos.

Comparado con el resto, el joven e inexperto austríaco suponía un contraste, un soplo de aire fresco. Además, el nacionalsocialismo ya no era solo un partido político. Era una esperanza, un movimiento de masas al que la población acudía en tropel. Las listas electorales para los comicios de 1932 ya no especificaban el nombre del partido: decían solo “el movimiento de Hitler”.

Hitler por todas partes

No fue ninguna sorpresa, por tanto, que muchos alemanes apoyaran la toma del poder de 1933. Después, la bola de nieve fue haciéndose cada vez más grande, entre otras cosas porque se prohibió hablar mal del Führer y se establecieron tribunales especiales para perseguir esos delitos. Así, lo único que le llegaba al grueso de la población era la imagen propagandística de Hitler diseñada por Goebbels.

En el plazo de un mes, Alemania se rindió por completo a su nuevo Führer. Un librero de Berlín decía que “les había sido enviado un salvador” y celebraba que la primavera había llegado a su país. En muchas ciudades alemanas, hombres, mujeres y niños plantaban limas y robles dedicados a Hitler a lo largo de calles y plazas, mientras otras competían nombrándole ciudadano de honor.

Homenaje musical de niños de las Juventudes Hitlerianas
En los eventos y festejos especiales, las ciudades se engalanaban de flores, esvásticas y banderas. Sobre estas líneas, la casa de Hans Sachs (poeta del siglo XV) en Núremberg recibe el homenaje musical de unos niños de las Juventudes Hitlerianas. Foto: Getty.

Ese año, el día del cumpleaños de Hitler, las calles se llenaron de banderas, pancartas y carteles en los que se felicitaba al “canciller del pueblo”. Las casas se adornaron con flores y esvásticas, y los tenderos de Múnich pusieron bustos de Hitler adornados con laureles en los escaparates. Nunca antes se había honrado de esa forma a ninguno de los héroes nacionales alemanes, ni siquiera a Bismarck o Hindenburg.

La adoración era tal que incluso un periódico como el Münchner Neueste Nachrichten, que aunque de derechas era normalmente crítico con Hitler, sucumbió: “La entusiasta participación en el glorioso día del canciller prueba el reconocimiento de Adolf Hitler como Führer de todo el pueblo. Los corazones de los alemanes le pertenecen”.

Los milagros del canciller

Este tipo de declaraciones celebraban a los alemanes “de verdad”, los que apoyaban al Führer, e indirectamente tildaban de antisociales y antialemanes a los que se negaban a participar en la borrachera de elogios. Tal distinción quedó muy clara en julio de 1933, cuando el ministro del Interior, Wilhelm Frick, envió una orden que convertía el saludo nazi en obligatorio para todos los funcionarios. Ahora al Führer se le honraba a diario en las oficinas públicas de toda Alemania.

Dos semanas más tarde, Frick consideró necesario completar el decreto con una adenda: los físicamente incapacitados por pérdida del brazo derecho gozaban de una dispensa especial por la que se les permitía saludar levantando el izquierdo. No era para tomárselo a broma: los que no quisieran hacer el saludo eran castigados. El cónsul portugués, por ejemplo, fue apaleado por miembros de las SA por negarse. En el interior de las cárceles alemanas, sin embargo, los presos tenían prohibido levantar el brazo, en especial si eran judíos.

Hubo un elemento más que acabó de completar la imagen de divinidad del Führer. En un año, dos millones de personas consiguieron trabajo gracias a los muchos proyectos de construcción del Reich. El programa de empleo de Hitler se convirtió en un ‘milagro económico’ que parecía demostrar que el canciller tenía poderes sobrenaturales. Gracias a estos éxitos –conseguidos sobre todo a base de una enorme deuda pública y del expolio a los judíos–, Hitler incluso se ganó el respeto de algunos de sus más feroces críticos.

Así, por ejemplo, en 1935, la mujer de un antiguo comunista explicó que su marido había estado cuatro años en paro y había conseguido empleo con la llegada de Hitler al poder, dos años antes; ahora tenía un retrato del Führer en la pared. También por entonces, en una alocución radiofónica, Göring declaró: “Dios le ha dado un salvador al pueblo alemán. Nada podrá alterar nuestro convencimiento de que Hitler ha sido enviado por Dios para salvar a Alemania”.

El triunfo de la voluntad
Cartel de El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1934). Foto: Wikimedia Commons.

El Congreso del partido de 1934 en Núremberg fue recogido por Leni Riefenstahl en la película El triunfo de la voluntad. La escena inicial, en la que Hitler llega en su avión por entre las nubes, es una clara referencia al descenso de Jesús de los cielos. La narrativa mesiánica sigue hasta el final, cuando enormes masas repiten enfervorizadas el Sieg Heil!.

A partir de 1936, Hitler procuró ir dejando la política nacional. Las decisiones impopulares las tomaba el partido, lo cual reforzaba su imagen de infalibilidad; él aparecía representado como el Führer, siempre vigilante y ocupado en construir la grandeza de Alemania. Y así consiguió mantener su fama de salvador de los alemanes hasta el inicio de la guerra.

Cortesía de Muy Interesante



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