Lucharemos en los mares y océanos; lucharemos con confianza creciente y fuerza creciente en el aire; defenderemos nuestra isla, al precio que sea; lucharemos en las playas, lucharemos en los aeródromos, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas; no nos rendiremos jamás”.
4 de junio de 1940. No hacía un mes de la investidura de Winston Churchill como primer ministro británico. El viejo continente atravesaba su hora más oscura: Europa occidental había sucumbido ante el arrollador empuje de la Wehrmacht. Bélgica era la última presa de Hitler, y Francia, acorralada, contaba las horas previas a la inminente capitulación. Nada ni nadie parecía ya capaz de contener, y mucho menos revertir, el tsunami nazi que estaba anegando Europa.
El discurso de Churchill marcó un antes y un después en el transcurso de la II Guerra Mundial. Celebrando la “dulce” derrota en Dunkerque, el primer ministro se dirigía por primera vez a la nación sin esconder la magnitud del peligro al que Gran Bretaña se enfrentaba. La evacuación de más de 300.000 soldados de sus playas sitiadas era la primera noticia halagüeña para los aliados en mucho tiempo.
Dinamarca, Noruega, Polonia, Checoslovaquia, Holanda, Luxemburgo, Bélgica y, pronto, Francia era el demoledor “parte de bajas” de una Europa en la que ya ondeaban banderas nazis en casi todas las plazas. La enorme carga simbólica del formidable rescate de la Operación Dinamo, en la que los héroes fueron los civiles británicos y no los militares, supuso un poderosísimo golpe de moral que Churchill supo exprimir.
El discurso era también una advertencia muy tangible de lo que estaba por llegar. Francia era el último dique de contención entre Hitler y Gran Bretaña. El siguiente objetivo del rodillo alemán sería Londres. Había llegado el momento de que Churchill preparara a sus compatriotas para lo peor. La Batalla de Inglaterra estaba a punto de comenzar.
Operación León Marino
Hitler era muy consciente de las enormes dificultades logísticas de una invasión anfibia de Inglaterra. El Canal de la Mancha era un muro difícilmente franqueable y el Führer esperaba que la capitulación de Francia hiciera fuertes en Gran Bretaña a los partidarios de un compromiso de paz, pero lo cierto es que existía ya un bosquejo de plan de invasión de Inglaterra desde finales de 1939.
A comienzos de julio, un mes después del inspirador discurso de Churchill en la Cámara de los Comunes, el primer ministro británico no tenía la menor intención de alzar la bandera blanca. Así las cosas, comenzó a cobrar forma la Operación León Marino, cuyo propósito no era otro que la invasión de Inglaterra.
Conscientes de la superioridad de la Marina Real Británica, los alemanes sabían que el éxito pasaba por el control de los cielos. Neutralizar a la Real Fuerza Aérea (RAF) era el primer paso para, según los planes de Hitler, estar en condiciones de acometer la invasión con garantías a mediados del mes de agosto. Se esperaba, para entonces, realizar el desembarco en la franja de costa entre Yarmouth y Portland o en el estuario del Támesis y Newcastle. Un desembarco ejecutado por la Kriegsmarine (la marina alemana), apoyada desde el aire por los aviones de la Luftwaffe, que previamente habría neutralizado por completo los aparatos de la RAF. Unidades aerotransportadas serían las encargadas de establecer una cabeza de puente en las playas de Dover.
Nunca antes el ejército alemán se había enfrentado a un operativo de magnitud semejante, y Hitler y sus halcones sabían muy bien de la titánica dificultad de la empresa. También lo sabía Churchill, que confiaba en la superioridad de la Marina Real Británica y en que los pilotos de la RAF aguantaran el envite y contuvieran las feroces acometidas de la Luftwaffe. La Batalla de Inglaterra se iba a librar en los cielos. El control del espacio aéreo era la clave de bóveda que posibilitaría o desmantelaría los planes de invasión alemanes.
Azuzado por el desmesurado entusiasmo de su ministro del Aire y mano derecha, Hermann Göring, el Führer pecó, como en otras ocasiones, de un exceso de confianza: subestimó el liderazgo político y militar de Churchill y la capacidad de los pilotos de la RAF, así como la resistencia de la población británica, que compartía con su primer ministro la firme voluntad de no claudicar a ningún precio.
“Lo que el general Weygand llamaba la Batalla de Francia ha terminado. Supongo que la Batalla de Inglaterra está a punto de empezar”. Churchill, en otro memorable discurso de junio, bautizó para la historia la sucesión de ataques de la Luftwaffe y contraataques de la RAF que tuvieron lugar entre el 10 de julio de 1940 y el 10 de mayo de 1941 en el espacio aéreo británico, en la que fue la dilatadísima primera fase de la Operación León Marino, que, en verdad, nunca estuvo cerca de desatar la segunda.
Fue la batalla aérea más importante y trascendente por su dimensión, y decisiva por su resultado, de la historia de la aviación militar. La ofensiva fue fundamentalmente llevada a cabo por las flotas aéreas 2.ª y 3.ª, bajo las órdenes de Albert Kesselring y Hugo Sperrle, que sumaban al inicio de la campaña hasta 875 bombarderos, 316 bombarderos de ataque y 929 cazas (Messerschmitt 109 y 110, fundamentalmente). La RAF, por su parte, tras las pérdidas sufridas en Francia, disponía de un total de 650 aparatos (la mayoría, Hurricanes y Spitfires).
En un principio, la Luftwaffe gozaba de superioridad numérica y también técnica, pero ninguna de las dos acabó siendo determinante en la suerte de la batalla. Mucho más lo fue la ventaja otorgada por los radares (que se habían inventado muy recientemente), situados en puntos estratégicos a lo largo y ancho de todo el país, que permitían a los británicos prever los movimientos de los aviones enemigos y concentrar sus fuerzas en los lugares adecuados.
El Águila de Göring
La tensa espera de los británicos, que aguardaban resignados el inicio de la tormenta, terminó el 10 de julio cuando los aviones de la Luftwaffe lanzaron su primer ataque en el Canal de la Mancha. En esta primera fase de bombardeos, el objetivo eran las defensas costeras del canal y algunas industrias estratégicas, pero la limitada autonomía de los aparatos alemanes hizo modificar la táctica inicial. A mediados de agosto, Göring puso en marcha la llamada Operación Día del Águila, llevando los bombardeos a suelo británico y buscando golpear a diario en aeródromos, infraestructuras e industrias, sin dar tregua ni descanso al enemigo. Solo el 14 de agosto se ejecutaron 1.786 salidas.
Pero los resultados no fueron los esperados: los británicos derribaron hasta 75 aviones, perdiendo solo 34. Los pilotos de la RAF habían presentado una resistencia heroica. “Nunca en el campo de los conflictos humanos tantos debieron tanto a tan pocos”, proclamó Churchill al día siguiente. El rendimiento de los aviones de la RAF superó ampliamente las expectativas de Göring, pero pronto salieron a la luz los dos principales obstáculos a los que se enfrentaba la Luftwaffe.
El primero eran los obsoletos servicios de inteligencia de los alemanes. El segundo, la climatología inestable del Canal de la Mancha y de las islas Británicas en general. El exceso de confianza también volvió a ser una losa muy pesada. Göring, conocedor de los progresos británicos en el diseño y fabricación de radares móviles, desdeñó por completo la utilidad del invento, que a la postre otorgó una ventaja decisiva a los ingleses para explotar las debilidades del enemigo, pese a la inferioridad numérica.
En las primeras semanas, parecía imposible que los británicos resistieran, y lo peor estaba por llegar. El día 24 de agosto, un grupo de escuadrillas de la Luftwaffe que se dirigía a la desembocadura del Támesis para atacar objetivos clave se desvió por el mal tiempo y soltó la carga letal, aparentemente por error, sobre la ciudad de Londres, causando la muerte de numerosos civiles.
Hasta entonces, todos los ataques alemanes habían respetado las reglas de la guerra evitando el bombardeo de ciudades o núcleos habitados y limitándose a apuntar a objetivos estratégicos y militares. El gobierno alemán pidió disculpas, pero cayeron en saco roto. Churchill ordenó una operación de represalia enviando a la RAF a bombardear Berlín, donde no se causaron grandes daños. Pero se había cruzado ya un Rubicón sin retorno: Hitler reaccionó ordenando un cambio de estrategia que tenía más de impulso emocional y de revancha que de directriz orientada a lograr los objetivos marcados al comienzo de la campaña.
Tormenta sobre Londres
Así, no se interrumpieron los bombardeos a enclaves estratégicos, pero el 7 de septiembre de 1940 se desataron todos los infiernos desde los cielos británicos. El Führer ordenó obviar las leyes de la guerra (ius in bello) y centrar todos los esfuerzos en bombardear sistemáticamente objetivos civiles, buscando el mayor número posible de víctimas pero también implantar una estrategia de terror que aplastara la moral británica. Así comenzó el Blitz, siete meses de bombardeos ininterrumpidos, día y noche, contra la población indefensa de las principales ciudades del país (sobre todo, Londres).
A esas alturas, Hitler ya demoraba indefinidamente la puesta en marcha de la segunda fase de la Operación León Marino, prevista inicialmente para agosto y después pospuesta hasta septiembre. Los pilotos de la RAF estaban demostrando ser un hueso mucho más duro de roer de lo previsto y Hitler estaba furioso y sediento de venganza.
El primer día del Blitz, la RAF logró derribar 41 aparatos alemanes, atenuando así notablemente la masacre. No pudieron evitar, eso sí, que el día se saldara con 3.000 muertos y 1.300 heridos. Y aquello era solo el principio. Ningún ciudadano británico estaba ya a salvo bajo el techo de su casa. Eso sí, el empeño de la aviación británica y el mal tiempo permitieron que, en los siguientes meses, los alemanes bombardearan con dificultad y sin la continuidad deseada. Pero Londres no estaba preparado para el enorme desafío. Los refugios brillaban por su ausencia y apenas contaba con una centena de defensas antiaéreas. Estaciones de metro y sótanos de edificios habilitados por las autoridades permitieron, al menos, a muchos londinenses refugiarse de las bombas.
La muerte y la destrucción poblaban cada calle y la pesadilla parecía no tener fin. Pero resistir era vencer: Churchill se negó a abandonar Londres para dirigir las operaciones desde un lugar seguro. Una vez más, el primer ministro predicaba con el ejemplo: o todos o ninguno. Durante esos fatídicos meses, los Spitfire británicos lograron frenar las acometidas de los aparatos de la Luftwaffe gracias a su enorme maniobrabilidad, repeliendo a las escuadrillas alemanas una y otra vez y salvando miles de vidas. Poco a poco, los ataques teutones fueron perdiendo ímpetu y fe en el éxito, pero a costa de dejar un reguero de muertos y escombros en Liverpool, Coventry, Birmingham, Bristol, Newcastle, Belfast… Los radares, los aviones ingleses, la tenacidad de Churchill y la resiliencia del pueblo británico estaban ganando, empero, la batalla.
El 10 de mayo de 1941 tuvo lugar el último bombardeo sobre Londres. Hitler se había rendido, pero murió matando: destrozó monumentos emblemáticos como el Museo Británico o la Abadía de Westminster. Era su puñetazo en la mesa. El cielo británico era un muro infranqueable y, finalmente, dio orden de abortar la invasión de Inglaterra. Los ataques continuaron de manera esporádica durante algunos meses, pero fueron solo incursiones testimoniales.
Hitler había perdido la Batalla de Inglaterra y había decidido concentrar todos los esfuerzos de la Luftwaffe en la inminente Operación Barbarroja, en el frente soviético. Fue el primer revés serio para la Alemania nazi después de una imparable sucesión de éxitos y, en cierta manera, el primer punto de inflexión.
El invierno en el frente ruso y la anhelada invasión anfibia, pero en sentido opuesto –desde Inglaterra hacia Francia, rubricada con el desembarco de Normandía–, terminarían de inclinar la balanza. Los pilotos de la RAF habían demostrado que el monstruo era vulnerable. Por el camino, eso sí, quedó un reguero de 43.000 muertos, 100.000 heridos y ciudades devastadas. “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”. Los nazis habían empezado a perder la guerra.
Cortesía de Muy Interesante
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