La sociedad estamental de la Edad Media se mantenía gracias a la acción de todos, cada uno en su lugar haciendo el trabajo para el que habían sido concebidos; la sangre era el marchamo de cada familia, la marca imborrable de su destino. El teólogo Rodrigo de Santaella, en su Vocabularium (1499), definió plebe o vulgus como muchedumbre, “porque son más los plebeyos que los nobles y significa la comunidad de los comunes”, y egregius como noble y principal, “el que escede en algo a la comunidad”.
El juego de estamentos estaba claro y se había ido despojando de la red estatal romana tras la caída de las estructuras legales y sociales del Imperio. Para Alfonso X el Sabio –así lo refleja en sus Partidas–, el matrimonio y la familia eran las claves fundamentales de la estructura social y en ellas se basaba también la visión piramidal y estamental de la época. Así se excusaba el poder en el valor de la transmisión sanguínea para justificar la perennidad de las familias dirigentes.
El orden social y sus elementos distintivos
El 80% de los nacidos no llegaban al año y el número de partos solía ser uno cada dieciocho meses en las mujeres fértiles (muchas morían por complicaciones derivadas y por la mala praxis de matronas y médicos). Aun así, la población española no llegaba a los cinco millones de personas en 1550.
Los tres estamentos funcionaban como la estructura familiar: el noble (padre) protegía a sus súbditos, era dueño de la tierra y juez ante los conflictos; el clero (madre) aceptaba las donaciones y trabajos a cambio de orientación moral, comprensión y educación social; el vulgo (hijos) aprendía a ser acatador y futuro mantenedor de la estructura.

La ropa era un símbolo claro de la distinción, un uniforme social. A partir del siglo XIII, la moda va diferenciando los sexos, que antes se ocultaban en las túnicas hasta debajo de la rodilla. La indumentaria de los árabes, con sus bordados lujosos y sedas, pronto fue copiada por la ‘gente bien’ de la cristiandad. El vestido o traje de un solo color –rojo bermellón, verde esmeralda, azul intenso, dorado– era de nobles; los pardos y neutros, las rayas, los policromados y la trapería eran cosa de pobres, que no tenían para costearse una tela teñida de calidad. Al fin y al cabo, el vulgus vestía por necesidad y debía adaptar la ropa a su labor. Por supuesto, el pelo de la mujer debía siempre estar recogido, pues lo otro era propio de libertinas (o para el disfrute familiar).
Como curiosidad histórica, los botones empiezan a sustituir a las cintas y borlas en el vestir cotidiano a partir de la primera mitad del siglo XIV. En ese siglo, la moda impone la jaqueta, corta, ajustada al torso y entallada en la cintura. El escritor y franciscano Francesc Eiximenis no veía bien ese vestir moderno: “Descubrían nalgas y vergüenzas que los mozos, sirviendo a la mesa, por fuerza habían de mostrar cosas que repugnan al decoro”.

Las mujeres nobles se iban adaptando a la moda de la época, rediseñando las faldas, cada vez más anchas para disimular los embarazos, y los vestidos se heredaban como una joya o una obra de arte. El humanista y médico Jerónimo Münzer, de viaje por el Mediterráneo, comenta en el siglo XV que las valencianas van un poco descocadas en el vestir, que se pueden adivinar sus pechos y pezones y se dan “afeites en la cara”, y se asombra de que caminen por las calles personas de ambos sexos bien entrada la noche. Parece que la costumbre de la nocturnidad nos viene de largo.
Creencias, usos y costumbres
En el arte románico es difícil encontrar gente feliz: el sufrimiento estaba de moda. Los judíos y los musulmanes eran representados como gente fea, y la fealdad y la deformidad eran una condena por pecados anteriores. Muchos judíos eran médicos que entablillaban y sabían de ungüentos, pero también se les acusaba de crear epidemias (quizá para no pagar las deudas contraídas con sus compañeros de religión, los prestamistas). Se prohibieron las operaciones con escalpelo, menos en Italia, y las enfermedades de nacimiento, castigo del Señor, ni se curaban ni se trataban.
La erisipela atacaba cada poco por el consumo de pan de centeno en mal estado, en el que crecía el cornezuelo (un hongo parasitario), y dejaba una cohorte de tullidos que eran atendidos por los monjes de san Antonio el Ermitaño (la Orden Hospitalaria de los Antonianos), que se bordaban una T azul en la túnica que simbolizaba unas muletas. Los hijos gemelos recaían sobre el honor de la mujer: se creía que eran hijos de dos padres o que uno de ellos era un acompañante que había dispuesto el maligno.

Hay teorías sobre el baño medieval para todos los gustos. El caso es que la peste trajo nuevas costumbres, y nuevos miedos, y el baño con agua también fue vapuleado por las nuevas teorías. Así, se crea el aseo en seco, es decir, sin agua, para no desequilibrar los humores corporales: se creía que la piel era permeable y absorbente y que el agua abría los poros dejando entrar las epidemias. El símbolo social de aseo y moralidad era el uso de ropa interior blanca, que sustituía al agua, y todos quedaban tranquilos cuando veían albos calzones.
Se cuenta que Alfonso VI de León (1040-1109) ordenó destruir todos los baños musulmanes tras varias batallas perdidas, creyendo que su uso había debilitado a la soldadesca. Alfonso X, en cambio, pensaba que los baños eran medicinales, al igual que Carlomagno, que se instaló en Aquisgrán para disfrutar de las aguas termales; o Juan I de Inglaterra, que viajaba con una bañera para sus usos nocturnos.

Aquí topamos de nuevo con la Iglesia y el sufrimiento, el martirio y la negación de los placeres como camino a la santidad. El placer del baño era pecaminoso, y por eso santa Margarita de Hungría dejó que los piojos le comiesen el cuero cabelludo para sufrir castigo físico y poder sublimar su sufrimiento. Aunque parece que en esto hay algo de mito moderno, ya que la ropa de trabajo de los pobres era frecuentemente lavada, como muestran las historias altomedievales de bruxas lavanderas del bosque en Galicia y Asturias. Limpiarse los dientes con hierbas, como la menta, también se estilaba.
La discusión no está cerrada: si Trota de Salerno, una galena del siglo XI, aconseja cocer los paños en agua con vino, arándanos y moras para evitar el olor a sudor en las féminas, el mismísimo Erasmo de Rotterdam, en De civilitate morum puerilium (1530), vuelve a defender que el agua se use solo para manos y rostro y que las personas sanas y robustas queden exentas del baño.

El problema era más de acceso al agua, que debía ser sustituida a menudo por afeites, pomadas y ungüentos. La fabricación de jabones y mejunjes para cuerpo y ropa, quimeras contra la calvicie o tintes de pelo es habitual en toda la Edad Media.
La inmundicia de las ciudades
Quizá haya que fijarse más en la ciudad como foco de desechos callejeros e inmundicia. El “agua va” era común en sus estrechas calles, y por eso era aconsejable el uso de sombreros cada vez más anchos según las ciudades crecían en habitantes. Las costumbres de limpieza musulmanas fueron desechadas por la incultura y falta de desarrollo técnico de muchos de los invasores y repobladores cristianos, que preferían la costumbre de sus pozos negros al complicado alcantarillado.
Así, podemos imaginar la vía pública cargada de basuras, aguas residuales provocadas por los artesanos en sus manufacturas y residuos orgánicos tanto humanos como animales. Los cerdos vagaban solos y mordían a los niños por las calles (se les obligó a llevar bozal) y las gallinas mesoneras compartían viandas con los clientes.

Surgen los muladares, cercanos a la muralla exterior, como lugares donde echar los desperdicios de la ciudad. A partir del siglo XIV vamos encontrando ordenanzas municipales (Londres, 1372; Poitiers, 1479; Guadalajara, 1500) que obligan a los vecinos a mantener limpia la zona exterior de sus casas quitando el estiércol, los escombros y la basura, so pena de multa. En Córdoba se nombra a los mayordomos municipales encargados de vigilar la higiene a partir del siglo XIV, y nacen los primeros servicios de recogida semanal de basura en carro. Por fin, a partir del siglo XV, se empieza a multar con 12 maravedíes a “quien echare hezes o ceruada en la calle u otro lixo”.
El historiador británico Michael Postan afirma que las ciudades medievales eran “islas no feudales en un mar feudal”. La ciudad se va convirtiendo en el eje económico que centraliza la manufactura de todo lo que llega del campo. Brujas, Florencia, Venecia, Génova, París o Barcelona son las grandes urbes de la época. A partir del siglo IX proliferan asimismo las pequeñas villas con ferias y mercados regularizados por los señores feudales, que están a medio camino entre la ciudad y el campo: son las villas-mercado.
Después de la peste, se relanza la acuñación de moneda y el trueque va dejando paso a una economía estatal, incluso para el arrendamiento anual de las tierras, que ya no se paga en materia prima. Hay ferias y mercados de rentas, de tierras, de productos, incluso de crédito.
El sexo y la mujer
El sexo y los placeres son competencia de la Iglesia. Sin procreación, el coito es pecaminoso, y el buen cristiano debe controlar sus impulsos. Pero si no puede, mejor que sea con una prostituta (se prefiere que desahogue sus deseos sexuales con ellas que con su mujer, para no convertirla en pecadora). Hay burdeles para la clase baja, que son nido de rufianes y reyertas nocturnas, y se crea un sistema de alcahuetería que provee a abades y nobles de mujeres, la mayoría de ellas incultas, necesitadas o engañadas.

La mujer es una propiedad, relegada a las labores del hogar; las mujeres pobres, además, trabajan en el campo o en el oficio del marido. Si ya el vulgus masculino tenía pocos derechos, la mujer del pobre era lo más bajo en el escalafón y podía sufrir palizas, violaciones o repudios por parte de su marido o su padre. El adulterio estaba castigado con la muerte para la mujer y con 300 sueldos de multa o azotes para el hombre, por haber atentado contra la propiedad de otro hombre.
En una violación, la palabra de la mujer debía ser refrendada por varias vecinas en juicio, y muchas veces, sobre todo en los territorios fronterizos, se solucionaba con la boda entre violador y violada. La viuda no tenía derechos sobre los hijos si volvía a casarse y una mujer no podía apelar a la justicia directamente. Y el amor cortés trajo un cuidado de la mujer noble como objeto delicado de belleza, lo que la anulaba como sujeto pensante y autónomo.
Las cosas del condumio
Conservar los alimentos es un problema constante, de ahí que las especias sean casi más importantes que la comida, unas veces por su efecto preservador y otras por su efecto ocultador de malos sabores. De lo que se come en la Alta Edad Media sabemos poco, salvo lo que comentan algunos tratados o las recetas de san Isidoro en el siglo VII. Los plebeyos comen gachas, migas, pan no refinado y pulte de harina de mijo o escaña con legumbres y verduras de temporada, aderezado a veces con cerdo, conejo o gallina. El pan blanco es ‘pan de rey’.
Los nobles comen carnes de todo tipo –son dueños de la caza–, volatería y sopas elaboradas. El caldo de gallina es alimento de pobres y se usa para curar enfermedades. Se come poco pescado, pues la piratería hace cada vez más difícil la pesca y las poblaciones se alejan de la costa huyendo de los ataques. El pescado tiene aún peor conservación que la carne, así que se recurre a la técnica de la salazón.
A partir del siglo X, la miel se va sustituyendo por el cultivo de caña de azúcar. El azúcar era la base de muchos medicamentos cuyas recetas venían en De Materia Medica, de Dioscórides (siglo I), libro de cabecera de los farmacéuticos medievales. Los jarabes curaban todo tipo de dolencias, desde los riñones hasta la vejiga. De ahí que muchos dulces fueran considerados curativos.
Poco a poco, algunas costumbres árabes sustituyen a las germánicas: vino en lugar de hidromiel, aceite en lugar de manteca, o la inclusión de verduras y cereales en la dieta. La fruta la desaconsejaron los médicos en la época de la peste y no recuperó su buena fama hasta siglos después. El galeno Arnau de Vilanova (siglo XIII) creía que el estómago no podía asimilar varias frutas consumidas juntas y que las moras provocaban epidemias. Y se contaban mitos sobre gente que nunca enfermó por no comer fruta. Sin embargo, en Castilla otros defendían sus virtudes para curar las fiebres. Y como el envenenamiento estaba a la orden del día, se comían rábanos, limones o nueces como antídoto.

En las especias y los aditamentos también había ‘clases’: el pobre usaba lo que tenía a mano (hinojo, tomillo, laurel, perejil, albahaca, ajo, cebolla…) y el rico lo que traía de Oriente a un alto costo (en el siglo XII, medio kilo de nuez moscada costaba lo mismo que tres ovejas o un buey).
Las sopas se comían con cuchara y lo sólido con los dedos, y en las casas pudientes regía un estricto código sobre el uso de los tres dedos reglamentarios, así como sobre el lavado de manos y su secado con pañuelos perfumados, si era posible.
Predicad, pero sin dar ejemplo
Los ayunos a los que obligaba la Iglesia eran obviados por muchos monjes, principalmente por la jerarquía eclesial, que inventaba triquiñuelas como decidir que los capones no eran carne (s. VIII) o discutir si eran carne el mero y el rodaballo. Mientras, los pobres diseñaban platos como los potajes y guisos de pescado y verdura para esas épocas de abstinencia obligada. En general, la Iglesia comía noblemente y no predicaba con el ejemplo. Por cierto: el famoso “derecho de pernada” no era más que el pago al abad o señor de una pierna trasera del cerdo en la matanza.
La peste negra del siglo XIV trajo cambios profundos a la sociedad medieval, tanto en cuanto a la higiene y la alimentación como en lo tocante a las estructuras sociales y las creencias.
Cortesía de Muy Interesante
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