Las primeras mujeres espías aparecen ya en la Biblia. En el Antiguo Testamento se cuentan las historias de Judith y Dalila, quienes, en el siglo XII a.C., desplegaron sus armas de seducción para sonsacar toda la información posible a los hombres.
Durante siglos, informadoras como ellas sirvieron a intereses relevantes de la política y, poco a poco, el papel de las espías cobró importancia. Fueron enfermeras, tenderas, damas de honor o, en muchos casos, mujeres nobles que pudieron recopilar información porque pasaban desapercibidas y no se creía que fueran políticamente activas.
Además, empleaban técnicas fascinantes en la recopilación de datos y un ingenioso arsenal de herramientas, como huevos crudos (que se ablandaban remojándolos en vinagre para luego introducir pequeños mensajes en ellos) o jugo de alcachofas (que se usaba como tinta invisible que se podía revelar con una simple vela).
En el siglo XVII encontramos ya nombres propios como el de Luisa de Carvajal de Mendoza, que en su segundo apellido lleva el sello de la que era entonces la familia más poderosa de España –junto con los Medinaceli– y que se educó en la corte de Felipe II. Luisa eligió un destino peculiar: viajar a Inglaterra, la tierra de los protestantes británicos, para convertir herejes.

Respaldada por la red política y de espías católicos tejida en torno al Colegio Inglés de Valladolid, que conspiró para derrocar a Jacobo I y recuperar el trono británico para el catolicismo, llegó a Londres en 1605. Fue perseguida, entre otras cosas, por su participación en la Conspiración de la Pólvora, el intento de volar el Parlamento durante una visita real, y finalmente sería detenida y puesta en libertad poco antes de morir.
Luisa comparte siglo con Elizabeth Stuart, reina de Bohemia, quien encontrándose exiliada en La Haya envió numerosas cartas escritas con tinta invisible o llenas de criptografía, códigos secretos, mensajes cifrados.

La mujer más bella de Europa
Zofia Potocka fue otra mujer intrépida que acabó convertida en espía rusa. Nació como Zofía Clavone en 1760 en la ciudad turca de Bursa, aunque se crio en Grecia. Aún no tenía 17 años cuando su madre vendió a sus dos hijas al embajador de Polonia, Karol Boscamp-Lasopolski, quien la mantuvo como su amante durante un tiempo y luego la prostituyó. El conde polaco Józef Wittl la compró y se casó con ella en 1779. Zofia triunfó enseguida en las recepciones de los salones de Europa: Berlín, Hamburgo, Viena, Roma, Venecia y, sobre todo, París, donde conoció a María Antonieta.
Considerada “la mujer más bella de Europa” mantuvo amoríos con hombres poderosos y fue cortejada por monarcas y ministros. Durante la guerra ruso-turca (1787-1792), entabló una relación con el príncipe ruso Potemkin (el comandante de Catalina la Grande), desempeñando un papel fundamental en la red de agentes de este en el sur de Polonia. En 1791, Zofia lo acompañó a San Petersburgo, donde fue presentada a la nobleza como su amante oficial. Compatriotas de su tiempo escribieron: “Era hermosa como un sueño. Todos los que la han visto admiraron su belleza, que encendía fuego en el corazón de los hombres y envidia en los ojos de las mujeres”.

Ya en el siglo XIX, otra mujer fue clave para la unificación de Italia, la florentina Virginia Oldoini (1837-1899), condesa de Castiglione. Fue el primer ministro del rey italiano Víctor Manuel II quien propuso utilizar los servicios de su prima Virginia para influir en el emperador francés, Napoleón III, para que se enfrentara a Austria y que esta abandonara los territorios ocupados en Italia.
Era sabido que a Napoleón III le gustaban las mujeres hermosas, por lo que convencieron a la condesa para que fuera a París. Allí llegó en 1855 en calidad de espía para convencer al emperador de que le convenía atacar al enemigo austriaco. Se la llegó a conocer como la Mujer del Amor Imperial; fuera por su influencia o no, la guerra francoaustríaca comenzó en 1859 y jugó un papel crucial en la unificación de Italia.

Mata Hari, la espía más icónica
Después de un matrimonio miserable en las Indias Orientales Holandesas, esta mujer nacida en 1876 en Holanda como Margaretha Geertruida Zelle se reinventó a sí misma como la diva del París de la Belle Époque, donde sus bailes sensuales le abrieron las puertas de la alta sociedad europea. Era una celebridad, una legendaria femme fatale conocida por sus bailes exóticos, entre cuyos amantes estaban ministros, industriales y generales.
Pero llegó la Gran Guerra (1914-1918) y el mundo cambió. Ahora esos hombres podían ofrecerle algo más que dinero y sexo: muchos de ellos eran una gran fuente de información y eso la convirtió en la espía más célebre de la historia.
En 1916, después de una breve estancia en Londres, donde fue interrogada por el servicio de seguridad británico, el MI5, Mata Hari regresó a Francia a través de España. En Madrid conoció a Arnold von Kalle, el agregado militar alemán. Fue un telegrama de von Kalle, interceptado por la inteligencia francesa, lo que le trajo la ruina. En él este hablaba a los altos mandos de Berlín de cierto agente H21, del que daba direcciones y datos bancarios. Incluso se mencionaba a la fiel doncella de Mata Hari. Nadie podría tener dudas de que la holandesa era el agente H21. Fue detenida, juzgada y condenada a muerte.

Se la acusó de ser una agente a sueldo de Alemania, de recopilar secretos de los oficiales aliados con los que se acostó y transmitirlos al enemigo, lo que llevó a espeluznantes afirmaciones en los periódicos sobre su responsabilidad en el envío de miles de soldados aliados a la muerte. Sin embargo, a lo largo de los años, muchos historiadores han salido en su defensa. Para algunos fue sacrificada porque los franceses necesitaban encontrar un espía al que culpar de su sucesión de reveses en la guerra.
En este sentido, arrojó nueva luz la publicación en 2017 por el Ministerio de Defensa francés de documentos nunca antes vistos, que incluían transcripciones de su interrogatorio por parte del servicio de contraespionaje francés en 1917 y del telegrama a Berlín del agregado militar alemán en Madrid. Telegrama que condujo a la detención de Mata Hari en un hotel de los Campos Elíseos y que luego sirvió como pieza clave de prueba en su breve juicio. Según algunos historiadores, todo este episodio del telegrama es sospechoso. Al parecer, los franceses habían descifrado hacía mucho tiempo el código en el que estaba escrito y los alemanes sabían que los franceses lo habían descifrado. Y, aun así, Von Kalle lo envió. En otras palabras, quería que los franceses lo leyeran y los franceses querían leerlo.
Sea como fuere, en la mañana del 15 de octubre de 1917, un vehículo militar salió de la prisión de Saint-Lazare, en el centro de París, llevando a bordo a una holandesa de 41 años con abrigo largo y sombrero ancho de fieltro que una década antes había tenido Europa a sus pies. Fue ejecutada por un pelotón de fusilamiento al que miró altivamente (se negó a que le vendaran los ojos).
Espiar en la II Guerra Mundial
Durante los seis años de conflicto, 3.200 mujeres fueron reclutadas y sorprendieron a todos con sus infalibles técnicas, su valor y su eficacia. Las medallas en el campo del espionaje ya no se las podían colgar solo los hombres: era evidente que el trabajo de estas mujeres cambió la historia.

Christine Granville fue una de ellas. Esta condesa polaca, nacida como Krystyna Skarbek, fue la primera mujer agente especial de Gran Bretaña y la espía favorita de Winston Churchill. La joven polaca ansiaba el peligro, quizás porque su misma existencia era peligrosa al ser judía (su madre era la rica heredera de una familia judía de banqueros).
Cuando en 1939 los alemanes invadieron Polonia, seguidos rápidamente por los rusos, Christine, que estaba en Londres, sintió la necesidad de hacer algo por su país. Presentó un plan al servicio secreto británico en el que se ofrecía a repartir allí propaganda británica con noticias positivas que alimentaran la resistencia. Y lo hizo, acompañada del esquiador olímpico Jan Marusarz, que la escoltó por los montes Tatras desde Hungría en un frío invierno.
Christine se convirtió en una parte vital de la Resistencia, sacando de contrabando información de la inteligencia de Polonia a los aliados y usando su ingenio para evitar ser capturada una y otra vez, incluida aquella en la que se mordió la lengua para toser sangre y fingir tuberculosis. Gracias a su valor, a su sagacidad, a que era maestra en el arte del engaño y la manipulación y a esa bendita sonrisa capaz de convencer de lo que fuera a los oficiales de la Gestapo, fue, en palabras de sus coetáneos, el mejor espía que tuvo la causa aliada.

Tras la guerra llevó una existencia un tanto sin rumbo, y finalmente fue apuñalada por un admirador obsesionado. Cuando a la hija de Winston Churchill, Sarah, le propusieron interpretar a la polaca en una película, reconoció que Christine era la espía favorita de su padre.
Dotada de deslumbrante belleza y dotes de seducción, la estadounidense Amy Elizabeth Thorpe (1910-1963), más conocida como Betty Pack, era una mujer perfecta para el espionaje. Cuando su marido, el segundo secretario de la embajada británica, fue trasladado a Madrid poco antes de la Guerra Civil, Amy era ya conocida por la inteligencia británica, pues uno de sus amantes le había presentado a lord Beaverbrook, magnate de la prensa, y a través de él a la élite del espionaje. Fue reclutada y, además de ayudar a transportar suministros de la Cruz Roja a las fuerzas fascistas, ayudó a escapar a sublevados, coordinó la evacuación del personal diplomático británico y se involucró en otros asuntos, hasta que una mujer celosa la acusó de ser una espía republicana.
En otoño de 1937 la familia se marchó a Varsovia, donde, mientras su esposo trabajaba en la embajada británica, ella colaboraba con el servicio secreto. Sedujo al oficial polaco Edward Kulikowski y al conde Michal Lubiński, ayudante del ministro de Asuntos Exteriores, Józef Beck. Gracias a ello, los ingleses conocieron las negociaciones secretas de Beck con Hitler para evitar la guerra y los avances de unos matemáticos polacos para romper la clave de la máquina encriptadora Enigma.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el canadiense William Stephenson, entonces al frente del MI6, la bautizó con el nombre en clave de ‘Cynthia’ y la envió a Washington D.C. bajo la tapadera de periodista. Primero sedujo al agregado naval italiano para obtener los códigos secretos de la Regia Marina italiana; luego, en 1941, al capitán Charles-Emmanuel Brousse, agregado de prensa en la embajada de Francia en Washington (con quien acabaría casándose en 1945), que le pasó copias de telegramas, archivos y cartas del gobierno de Vichy, así como los códigos de la flota francesa, que fueron usados para ayudar a la flota de invasión en el norte de África en 1942, en la Operación Torch.
Después, Cynthia fue mantenida al margen de las operaciones hasta el final de la guerra y trabajó en Londres para el MI6 en la Dirección de Operaciones Especiales (SOE). Cuando murió, la revista Time escribió que “usaba el dormitorio como Bond usa una Beretta”.
Las chicas de Vera
De todas las mujeres espías durante la Segunda Guerra Mundial, Vera Atkins fue quizás la más poderosa y, a la vez, la más misteriosa, pues su papel en la inteligencia británica es enigmático. Era una joven rumana judía (su nombre real era Rosenberg) que trabajaba en Bucarest cuando conoció al canadiense William Stephenson, que le presentó al embajador alemán en Rumanía para obtener información de él. La estratagema funcionó. Vera comenzó a recopilar información para los británicos mientras trabajaba como traductora para Stephenson.

En los años previos a la guerra, pasó información a Churchill, quien, desde su exilio político, arremetía contra Hitler, mientras el gobierno inglés trataba de calmarlo creyendo en las promesas nazis. Cuando Churchill regresó al poder, Vera fue asignada a un puesto de alto rango en el SOE (Special Operations Executive), creado para el espionaje y el sabotaje en la Europa ocupada por los nazis y conocido como “el ejército secreto de Churchill”.
Inglaterra necesitaba el apoyo estadounidense en las labores del SOE, pero estos estaban reticentes. Aun así, Roosevelt envió a su jefe de inteligencia, William Donovan, para ver la situación europea sobre el terreno, y Churchill se aseguró de que pasara tiempo con Vera, quien, en lugar de impresionarle con cenas elegantes, lo llevó al corazón del SOE, donde estudiantes universitarios trabajaban para traducir códigos y ciudadanos comunes, aficionados mal pagados, ponían toda su imaginación en crear armas inverosímiles. Impresionado, consiguió que Roosevelt le permitiera regresar para controlar el progreso del SOE. La colaboración de ambos países fue decisiva.
Y fue la eficiente Vera Atkins quien reclutó a la estadounidense Virginia Hall, que había llegado a Londres tras verse obligada a huir de Francia cuando esta se rindió a Alemania. Vera la envió a Lyon como colaboradora del New York Post, siendo la primera mujer del SOE en ser enviada a Francia.

Ayudó en el contrabando, tanto de información como de prisioneros, agentes y suministros, y pronto se convirtió en una mujer muy buscada. En los carteles alemanes era llamada la ‘dama coja’, pues hacía años que se había disparado en el pie en un accidente de caza y tenía una pierna de madera y una evidente cojera. Se dice que Klaus Barbie, ‘el carnicero de Lyon’, tenía especial interés en ella; en concreto, en poner sus manos sobre esa pierna.
Cuando la situación se volvió demasiado peligrosa, Hall huyó de Francia a través de los Pirineos. Ya en Gran Bretaña, se unió al OSS, la versión estadounidense del SOE (y futura CIA), y la enviaron de regreso a Francia como operadora de radio para espiar a la inteligencia alemana. Además, organizó entregas de suministros a casi 1.500 combatientes para ataques de sabotaje contra las líneas ferroviarias, los túneles y los puentes utilizados por los alemanes.
Pearl Cornioley fue otra de esas mujeres reclutadas por Vera Atkins. Criada en París por padres ingleses, terminó de mecanógrafa para el gobierno inglés, pero dejó muy claro que quería trabajar con la Resistencia francesa. Vera Atkins se enteró y la reclutó para el SOE. Pearl, que destacó como el mejor tirador, hombre o mujer, que había pasado por un entrenamiento, fue enviada a Francia. Vivía en el bosque y organizaba entregas de suministros y explosivos para armar a la Resistencia.
Se convirtió en una experta en la guerra de guerrillas y su fotografía terminó en carteles alemanes que prometían una recompensa de un millón de francos, lo que no disuadió a los voluntarios de acudir en masa a ella (llegó a estar a cargo de 3.500). Cuando le ofrecieron la medalla al mérito civil por su papel en la guerra –los reconocimientos militares no se ofrecían a las mujeres–, la rechazó. “No había nada ni remotamente ‘civil’ en lo que hice. No me sentaba detrás de un escritorio en todo el día”, dijo.
Cortesía de Muy Interesante
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