Este fue el final de Hitler y su Tercer Reich: la caída de Berlín a manos del Ejército Rojo

Unas semanas antes de que el régimen nazi iniciara su descenso a los infiernos, Adolf Hitler pronunció uno de sus discursos más infaustos: “¡Si el pueblo alemán no está dispuesto a emplearse a fondo para sobrevivir, no le quedará otra que desaparecer!”. El imperio milenario y universal con el que soñaba el Führer pronto iba a quedar reducido a un perímetro de apenas dos kilómetros en el centro de Berlín. En su delirio, el comandante supremo del Reich pensaba que los mejores alemanes habían muerto en los campos de batalla. El resto, los que le habían fallado, solo merecía morir.

El último acto de aquel drama comenzó en enero de 1945, cuando Josef Stalin lanzó todo el poder destructivo de sus ejércitos contra las cada vez más debilitadas fuerzas de defensa alemanas en Prusia Oriental. Una vez sobrepasadas, el líder soviético aleccionó a sus generales para que se dirigieran de inmediato a Berlín. Quería tomar la capital alemana antes que sus aliados occidentales porque le preocupaba que los nazis llegaran a un acuerdo de paz con los americanos, lo que era absurdo en aquellos momentos finales de la guerra.

Una agonía prolongada

Meses antes de que comenzara la ofensiva final del Ejército Rojo, los oficiales alemanes más lúcidos sabían que la guerra estaba perdida y que la resistencia solo conllevaría más sufrimiento y muerte al pueblo alemán. Pero Hitler rechazó la capitulación hasta el final, lo que provocó una hecatombe que devastó el país.

Dresde después de los bombardeos aliados
La ciudad de Dresden vista desde la torre de su Ayuntamiento después de los bombardeos aliados del 13-14 de febrero de 1945. Foto: Getty.

“Nunca se extinguieron tantas vidas, fueron destruidas tantas ciudades y asoladas tantas regiones”, escribe el historiador alemán y biógrafo de Hitler Joachim Fest. Dresde, Potsdam o Chemnitz y gran parte de las gentes que las habitaban fueron aniquiladas por los bombardeos de los aliados. En las semanas finales del régimen nazi, morían cada día cerca de 10.000 soldados rasos.

Mientras Alemania sufría el mayor castigo de su historia, Hitler vivía escondido en el búnker de Berlín, situado bajo el jardín de la antigua Cancillería. En aquella especie de sepulcro infernal, ubicado en la confluencia de la Vossstrasse con la Wilhelmstrasse, el Führer afrontó la caída de su frustrado imperio impartiendo órdenes a unas divisiones que solo existían en su cabeza. Avejentado, encorvado y con un brazo tembloroso, desoyó los consejos de sus consejeros y militares, a los que a menudo increpaba a gritos, tachándolos de ineptos y traidores.

Infografía sobre el Búnker de Hitler
Infografía sobre el Búnker de Hitler. Foto: Carlos Aguilera.

El 19 de marzo, Hitler firmó un decreto sobre las medidas de destrucción de las industrias y los recursos de que todavía disfrutaba Alemania. Si el Tercer Reich se hundía, el país no tenía derecho a sobrevivir, pensaba el Führer. Guderian, jefe de Estado Mayor, y Albert Speer, ministro de Armamento, se pusieron de acuerdo para impedir la aplicación de aquel enloquecido decreto. Pocos días después, un enfurecido Hitler despidió al primero, nombrando en su lugar a Hans Krebs, hasta entonces ayudante de Guderian.

El 12 de abril, Speer organizó la última interpretación de la Filarmónica de Berlín en una capital ya en ruinas. “El concierto nos hizo regresar a otro mundo”, escribió el coronel Von Below. Sin embargo, las caras de muchos asistentes decían todo lo contrario: estaban atrapados en un infierno sin escapatoria. El enemigo más temido en Alemania, el Ejército Rojo, estaba a las puertas de la ciudad. Nadie parecía tranquilo. Los gestos eran de una extrema seriedad.

El programa incluía el Concierto de violín de Beethoven y la Octava sinfonía de Bruckner, que era la señal con la que Speer avisó a los músicos de la orquesta de que debían huir de Berlín de inmediato si no querían ser reclutados en la Volkssturm, un cuerpo paramilitar formado en los últimos días y compuesto por muchachos de apenas catorce o quince años y civiles de hasta sesenta años. Como no podía ser de otra forma, la velada musical concluyó con el Götterdämmerung (El ocaso de los dioses) de Wagner.

Hitler condecora a niños de la Volkssturm en una de sus últimas apariciones públicas
Hitler condecora a niños de la Volkssturm en una de sus últimas apariciones públicas, el 20 de marzo de 1945. Foto: ASC.

Los delirios de Hitler

La racha de malas noticias solo pareció romperse en una ocasión cuando Joseph Goebbels, ministro de Propaganda, llamó a Hitler la noche del 13 de abril para anunciarle la muerte de Roosevelt, lo que levantó el ánimo del Führer. En su delirio, el comandante supremo del Reich pensaba que el nuevo presidente de EE. UU. comprendería la necesidad de crear un frente común con Alemania para atacar a la Unión Soviética, el verdadero enemigo de anglosajones y alemanes.

La gente de la calle era más realista. Las cuadrillas de trabajo comenzaron a erigir barricadas en los barrios periféricos. “Los berlineses aseguraban ser capaces de contener a los soldados soviéticos durante sesenta y cinco minutos exactos, que era lo que sumaban la hora que se pasarían riendo y los cinco minutos que tardarían en apartar tan ridículos obstáculos”, escribe el historiador británico Max Hastings en su libro Armagedón.

Cortejo fúnebre del presidente Roosevelt
El presidente norteamericano falleció de improviso el 12 de abril de 1945, al poco de empezar su cuarto mandato (arriba, el cortejo fúnebre). Hitler, en su delirio, pensó que podría negociar un acuerdo con su sucesor, Truman. Foto: ASC.

Al igual que los nazis más fanáticos, algunos miembros de la nobleza vivían como si la vida fuera a prolongarse de forma indefinida. Días antes de que se produjera el ataque definitivo, en las mansiones prusianas de los alrededores de Berlín se celebraban grandes cenas con sirvientes, como si el peligro no acechara.

Sin embargo, en la ciudad, “quien bebía no lo hacía por placer, sino para embriagarse, y el amor se convirtió en sexo”, escribe el periodista danés Paul von Stemaan. Muchas jóvenes se entregaban a cualquier muchacho berlinés para practicar sexo en el Tiergarten. Había que consumir la vida antes de que llegara el apocalipsis.

El 16 de abril, los generales Zhúkov y Koniev ordenaron a sus tropas que cruzaran el río Oder: el ataque final a Berlín había comenzado. Hastings recuerda que, en aquel preciso momento, 42.000 cañones soviéticos emprendieron un intenso bombardeo que se prolongaría durante los días siguientes. Para ello, habían almacenado más de siete millones de proyectiles. A continuación, los aviones rusos iniciaron la primera de las 6.500 incursiones que efectuaron contra las líneas de defensa alemanas.

Gueorgui Zhúkov
Gueorgui Konstantínovich Zhúkov fue uno de los comandantes más destacados de la Segunda Guerra Mundial. Foto: ASC.

Roosevelt cedió ante Stalin

Días antes, tropas estadounidenses alcanzaron el río Elba y se detuvieron allí. El comandante en jefe americano, el general Eisenhower, comentó a sus oficiales que Berlín ya no era un objetivo militar, pues se había acordado que la ciudad sería de los rusos. Al parecer, Roosevelt le había hecho esa promesa a Stalin con la esperanza de que este le ayudara en el frente del Pacífico.

En aquellos días, el general alemán Walter Model suspendió la lucha en torno a la cuenca del Ruhr. Más de 300.000 soldados de la Wehrmacht fueron hechos prisioneros. En el norte de Alemania, la guerra prácticamente había finalizado.

La noche del 22 al 23 de abril fue la primera que pasó en el búnker Bernd F. von Loringhoven, que acababa de ser nombrado consejero personal de Hitler. Abrumado por el cargo, que le impedía escapar de aquel agujero, Loringhoven pensó que moriría con el resto del personal que todavía permanecía en el subsuelo del jardín de la antigua Cancillería.

Esa misma noche, vio llegar al búnker a Magda Goebbels seguida de sus seis hijos. “Tuve un mal presentimiento al ver sus frágiles siluetas, vestidas de oscuro, y sus rostros pálidos y ansiosos. ¡Qué idea llevar a unas criaturas inocentes a semejante lugar!”, recuerda el militar alemán en sus memorias.

El 24 de abril de 1945, las tropas soviéticas alcanzaron los suburbios de Berlín. El Ejército Rojo desplegó en la operación un total de 464.000 soldados. Previamente, las principales ciudades alemanas, incluida la capital, habían sufrido continuos ataques de los bombarderos estadounidenses de día y de los británicos de noche.

Infografía sobre los movimientos en el frente en torno a Berlín
En esta infografía se muestran con detalle los movimientos del frente en torno a la capital alemana y la evolución de los combates en los últimos días del Tercer Reich. Foto: Carlos Aguilera.

Dos millones de toneladas de bombas, 400.000 muertos, 200.000 heridos y siete millones de personas sin hogar fue el resultado de la campaña de ataques aéreos de los aliados contra Alemania, cuyo objetivo era destruir la industria de guerra del país y la moral de la población.

Días antes de la caída del régimen, los nazis aceleraron las ejecuciones en los campos de concentración. “En Dachau fue ajusticiado Johann Georg Elser, el comunista que había tratado de asesinar a Hitler en noviembre de 1939. El 9 de abril, en Flosenbürg, ahorcaron a Dietrich Bonhoeffer, al almirante Wilhelm Canaris y a su jefe de Estado Mayor, el general Hans Oster”, escribe Hastings. En aquellas jornadas finales, miles de personas consideradas traidoras al Tercer Reich o integrantes de las “razas inferiores” fueron asesinadas en diversos campos. El Tercer Reich moría matando.

Un macabro final

Con los carros de combate soviéticos disparando en las calles ruinosas de Berlín, el Führer comprendió que había llegado el último capítulo de su vida. No quería terminar como Mussolini, cuyo ensangrentado cuerpo fue colgado por los partisanos italianos para mostrarlo a las masas; odiaba la idea de que lo expusieran como a un animal de feria en las calles de Moscú. Por eso ordenó a sus subalternos que, una vez se hubiera pegado un tiro, quemaran su cuerpo con gasolina. “Hitler pretendía bajar a la tumba rodeado de sacrificios humanos, y la incineración de su cuerpo, que no había dejado de ser el tótem del Estado nacionalsocialista, era la conclusión simbólica y lógica del reino de la destrucción”, escribe el historiador británico Hugh R. Trevor-Roper.

El amor y la fidelidad fanática hicieron que Eva Braun se instalara junto a su amado Hitler en el búnker de la Cancillería. Braun llevó con dignidad el secretismo que impuso el régimen a su idilio con el Führer. De hecho, su existencia siempre fue ocultada a la opinión pública alemana, lo que ayudaba a transmitir la idea de que Hitler empleaba todo su tiempo en las tareas de gobierno. Tal y como señalaba uno de los eslóganes de moda: “El Führer no tiene vida privada. Se dedica día y noche al pueblo alemán”.

Hitler posa con Eva Braun y sus perros en Berghof
En esta imagen, tomada en su residencia vacacional de Berghof (Alpes bávaros) en 1942, Hitler posa con su aún amante Eva Braun y los perros de la pareja, Wulf y Blondi. Foto: Getty.

En febrero de 1945, semanas antes de la derrota, Eva Braun se trasladó a Berlín al encuentro de su Führer. Podía haberse salvado, pero eligió permanecer junto a su amante. Su fidelidad hizo que Hitler aceptase casarse con ella el 28 de abril.

Aquel día, el comandante supremo del Tercer Reich supo que Himmler había establecido contactos con los aliados para negociar una capitulación. El Führer se volvió loco de furia. Himmler y Göring, que días antes se había autoproclamado sucesor de Hitler mientras este todavía resistía en el búnker, lo habían traicionado. Encolerizado, nombró al almirante Dönitz presidente y a Goebbels canciller del Reich.

Ese mismo día, la piloto Hanna Reitsch, que había logrado la hazaña de aterrizar en el paseo Unter den Linden en un pequeño avión bajo el fuego soviético, despegó cerca de la Puerta de Brandenburgo y logró salvar la vida. “Los soldados soviéticos del Tercer Regimiento de choque, que acababan de abrirse camino hacia el Tiergarten, miraban asombrados el aparato que despegaba ante sus ojos. Temían que Hitler se les hubiera escapado de las manos”, escribe Antony Beevor en Berlín, la caída: 1945.

El Führer, que seguía vivo en el subsuelo de la capital, dictaría su testamento horas después. “Yo mismo y mi esposa elegimos la muerte, para evitar la vergüenza de la destitución o la capitulación”. Al parecer, nadie oyó el tiro que se descerrajó en la cabeza. Braun se envenenó con una cápsula de cianuro. La tarde del 30 de abril, Goebbels y su mujer organizaron la muerte de sus seis hijos y luego se suicidaron. Las tropas del mariscal Zhúkov encontraron los restos de Hitler y de su mujer en los jardines de la Cancillería, donde habían sido incinerados. También localizaron los cuerpos sin vida de los Goebbels.

Los restos del Führer terminaron en la Unión Soviética. Mucho tiempo después se supo que su mandíbula y un fragmento de su cráneo habían sido celosamente guardados en los archivos soviéticos. También se sabe que los despojos del cadáver de Hitler fueron incinerados y sus cenizas desperdigadas en las alcantarillas de una ciudad de Alemania Oriental. El 2 de mayo de 1945, un soldado del Ejército Rojo izó la bandera soviética sobre las ruinas del Reichstag. El atroz régimen impuesto por los nazis había concluido.

Esta famosa foto representa como pocas el momento histórico del fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota de Alemania: el 2 de mayo de 1945, un soldado del Ejército Rojo iza la bandera soviética sobre las ruinas del Reichstag. Foto: Getty.

Cortesía de Muy Interesante



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