Mientras en Europa el desempleo continuaba siendo muy alto –10% en Gran Bretaña y Alemania–, al otro lado del Atlántico apenas rondaba el 2% en los períodos de mayor prosperidad. Los métodos ideados por Taylor para mejorar la organización del trabajo y la fabricación en serie de automóviles, creada por Henry Ford, incrementaron la producción en Estados Unidos en un 64% entre 1923 y 1929.
En los años veinte, la única economía que funcionaba a pleno rendimiento era la estadounidense, lo que incrementó el número de asalariados y el despegue del consumo en el país. Fue entonces cuando se inventó la venta a plazos, facilitando a la creciente clase media la compra de productos considerados de lujo hasta entonces, como automóviles, teléfonos y los primeros electrodomésticos. Si la producción agrícola aumentó un 20%, la industrial se incrementó en torno a un 30%.
Euforia bursátil y Ley Seca
Las operaciones financieras en la Bolsa de Nueva York se dispararon y la cotización de las grandes empresas subió como la espuma. Legiones de especuladores, muchos de los cuales se endeudaron para comprar acciones, acudieron en masa al mercado de valores, haciendo que las acciones crecieran desorbitadamente por encima de su valor real, lo que generó una burbuja bursátil. Mientras las clases adineradas se enriquecían en Wall Street, los menos afortunados recibían unos salarios mediocres que apenas proporcionaban lo suficiente para subsistir. Pero el optimismo era generalizado: había trabajo para todos.
En los “locos años veinte” convivían dos sensibilidades contrapuestas, que dividían el país entre los que disfrutaban con el relajamiento de costumbres que propició la posguerra y los sectores ultraconservadores que trataban de imponer unas reglas morales que rayaban en el puritanismo más radical. Estos últimos impusieron la Ley Seca, que contribuyó al tráfico ilegal de alcohol, un negocio multimillonario que fue controlado por la delincuencia organizada.
La figura que mejor definió la época de la prohibición fue Al Capone, conocido también como “Cara Cortada”. En 1926, sus ingresos brutos –procedentes del comercio ilegal de alcohol, la prostitución y las extorsiones– rondaban los 105 millones de dólares al año (aproximadamente, 1.377 millones de hoy día). Su carrera fue tan fulgurante que en pocos años controló un poderoso imperio criminal. Su caída en desgracia comenzó en 1927, cuando el Tribunal Supremo confirmó una ley que imponía tributos a los ingresos que provenían de actividades ilegales. En 1931, el Departamento del Tesoro encontró recibos que relacionaban a Capone con ingresos por juego ilegal y evasión de impuestos, un delito fiscal que lo llevó a la cárcel durante once años.
Las dos Américas
En aquella década, marcada por el poder de los republicanos, la defensa del modelo supremacista anglosajón, blanco y protestante (White Anglo- Saxon Protestant o WASP) facilitó el resurgimiento del Ku Klux Klan, que logró un sorprendente éxito en los estados del Norte y del Medio Oeste, especialmente en Pensilvania e Indiana. El Klan llegó a tener en torno a cinco millones de miembros, que se oponían violentamente al progreso de afroamericanos y judíos. En los estados industriales, este movimiento supremacista era atractivo para los trabajadores blancos que temían la competencia de gente de color y de grupos de inmigrantes.
Pero esa rancia y racista América no pudo frenar el ímpetu de esa otra América más permisiva que acudía a las salas de fiestas a divertirse, a bailar y a beber en la clandestinidad. En esos ambientes más distendidos, donde se vivieron con plenitud los “felices años veinte”, la banda sonora la componían los acordes sincopados del jazz y la música de George Gershwin, cuya pieza sinfónica Rhapsody in Blue fue estrenada el 12 de febrero de 1924 en el Aeolian Hall de Nueva York.
En aquella década prodigiosa se asentó definitivamente la industria del automóvil, que se situó a la cabeza de la economía estadounidense con tres grandes empresas: General Motors, Ford y Chrysler. California concentró la nueva industria aeronáutica, cuyo gran héroe fue Charles A. Lindbergh con su vuelo en solitario de Nueva York a París en 1927, símbolo del sueño futurista de una sociedad que crecía gracias a la innovación tecnológica.
Fue un período de felicidad muy corto que concluyó con el Crac de 1929: una brutal sacudida cuya onda expansiva se extendió al resto del mundo, provocando una recesión que iba a cambiar el rumbo de la historia.
La economía se desploma
Todo comenzó el Jueves Negro, el 24 de octubre de ese año nefasto, con una caída en picado de la Bolsa de Wall Street. Inmediatamente, se desató el pánico en el mundo financiero. Las caídas bursátiles continuaron durante un mes y sus consecuencias fueron varios años de fuerte declive económico en las naciones industrializadas.
Las rentas nacionales de los empobrecidos países europeos se desplomaron de tal forma que dejaron de demandar productos estadounidenses. El comercio internacional descendió un 50% y el desempleo en Estados Unidos aumentó un 25%. Los sectores de la industria pesada y de la construcción se vieron seriamente perjudicados. Fue en aquel tiempo de penuria cuando la fotógrafa Dorothea Lange retrató el dolor y la miseria de los miles de parados que iban inundando los pueblos y ciudades de Estados Unidos.
Los políticos más conservadores señalaban que los desajustes en la actividad económica serían superados a partir del libre funcionamiento de las fuerzas del mercado, pero la crisis fue de tal envergadura que surgieron otras voces que recomendaron una política activa del Estado. Entre esas voces destacó la del británico John Maynard Keynes, considerado uno de los economistas más influyentes del siglo XX. En su opinión, si los empresarios reducían los salarios en una situación de desempleo, la capacidad adquisitiva disminuía de inmediato. Esa galopante contracción de la demanda afectaba por igual a los empresarios y a los trabajadores, muchos de los cuales perdían sus empleos.
Keynes creía que la solución para frenar los estragos que estaba causando la Gran Depresión no pasaba por una reacción espontánea de las fuerzas del mercado. El economista arguyó que, si no aparecía inversión privada que paliase el problema, el Estado debería intervenir para elevar esas inversiones. Y la forma de intervenir pasaba inevitablemente por el incremento del gasto público.
Un nuevo reparto de la riqueza
El presidente republicano Herbert Hoover parecía no advertir la gravedad de la situación, que empeoraba día a día. Las cifras de parados pasaron de un millón y medio en 1929 a doce millones en 1932. La decisión de Hoover de aumentar impuestos y disminuir el gasto público para equilibrar el presupuesto fue la puntilla que puso fin a su carrera política. En noviembre de 1932 fue ampliamente derrotado en las elecciones presidenciales por el demócrata Franklin Delano Roosevelt, que inició su mandato con unas políticas intervencionistas puras y duras que incluían un significativo incremento del gasto público.
El New Deal (Nuevo Trato o Nuevo Reparto) puso en marcha en 1933 un programa de estimulación de la economía que marcó el inicio de la recuperación. En los primeros años de la Administración Roosevelt se ejecutaron proyectos para la construcción de carreteras, escuelas y centrales hidroeléctricas con el objetivo de incentivar la actividad económica y reducir el paro. Es cierto que el New Deal no resolvió la crisis, pero contribuyó a mantener la economía del país hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial, momento en el que la industria estadounidense se lanzaría a la masiva construcción de buques, camiones, vehículos militares y todo tipo de pertrechos que vendió a sus propias fuerzas armadas, así como a británicos y soviéticos.
Los cambios que introdujo Roosevelt en la política económica fortalecieron a los sindicatos y abrieron las puertas a un mejoramiento de la propia democracia estadounidense. Roosevelt luchó para que su país alcanzara la primacía mundial y potenció la política exterior de Washington al establecer relaciones diplomáticas con la Unión Soviética en 1933. Ante la amenaza que suponía el creciente poderío del Tercer Reich, el presidente abandonó lentamente el tradicional aislacionismo de su país, incentivó el rearme y se alineó con las potencias democráticas.
Tiempos turbulentos
Uno de los personajes de la política estadounidense más singulares de los años 30 fue John Edgar Hoover, el todopoderoso director del FBI. Sobrevivió a Roosevelt y a otros seis presidentes que ocuparon la Casa Blanca mientras duró su mandato (de 1935 a 1972). Cuando comenzó su carrera profesional, su actuación contra el hampa fue brillante. En 1935, señaló al mafioso Dutch Schultz como “enemigo público número uno” y puso en el punto de mira del FBI a Lucky Luciano, fundador con el capo Meyer Lansky del sindicato nacional del crimen en Estados Unidos.
Sin embargo, a finales de los años treinta la presión de Hoover y de sus agentes sobre el imperio del crimen se relajó y la guerra contra la mafia dejó de ser prioritaria para el FBI. El que actuara como martillo de comunistas y homosexuales era en realidad un homosexual reprimido que fue extorsionado por la mafia, cuyos capos decían tener pruebas escabrosas en su contra. Aquel chantaje hizo que Hoover aflojase el cerco sobre los gánsteres, facilitando el crecimiento de los negocios del crimen organizado.
Los años treinta fueron un período especialmente turbulento que estuvo marcado por el reino de terror que impuso Stalin en la Unión Soviética, el imparable ascenso del nazismo y el fascismo, la Gran Depresión y la violenta agresión de Japón a China. Sin embargo, aquellos desastres apenas fueron reflejados en las películas de Hollywood. Los directores y productores estaban decididos a proporcionar entretenimiento a los espectadores para aislarlos de ese cóctel de problemas.
Hacia otra guerra mundial
Durante la Primera Guerra Mundial, EE. UU. se había beneficiado de su alejamiento del escenario bélico, de las ventas de armamento a sus aliados y de la capacidad de su economía para organizar con mayor eficacia la expansión de la producción. El estallido de la Segunda Guerra Mundial asentaría definitivamente al país como la gran superpotencia global. Entre 1939 y 1941, Roosevelt afirmó en repetidas ocasiones que no quería participar en el conflicto bélico, pero al mismo tiempo prestó a ingleses y franceses todo el apoyo financiero que le era posible sin despertar las protestas de una opinión pública profundamente aislacionista.
Roosevelt incentivó campañas propagandísticas en la prensa escrita y la radio para convencer a sus compatriotas del peligro que suponía una Europa dominada por los nazis. Poco a poco, la opinión pública se fue convenciendo de la necesidad de involucrarse en una guerra que podía llegar a amenazar a su propio país. A la vez rompió el tratado comercial con Japón en 1939, imponiéndole un bloqueo total al abastecimiento de petróleo y de otros productos básicos para su industria.
Los japoneses se vieron abocados a buscar esos recursos en el sudeste asiático, lo que implicaba que tendrían que enfrentarse a la Armada estadounidense en el Pacífico. Su plan fue atacar por sorpresa la base naval de Pearl Harbor y esperar que el golpe fuera lo suficientemente letal para que Washington no pudiera reaccionar. En Tokio pensaban que una nación de comerciantes como EE. UU. no se iba a embarcar en una cruenta guerra en el mar. El gobierno militarista japonés se equivocaba. Estados Unidos entró en el conflicto, puso en marcha su poderosa maquinaria industrial y barrería del mapa al Imperio del Sol Naciente en cuatro años.
Cortesía de Muy Interesante
Dejanos un comentario: