Jesús de Nazaret fue condenado a morir en la cruz, el suplicio más humillante, doloroso y prolongado que existía en el mundo romano. Desde entonces, millones de creyentes han contemplado su muerte como un misterio teológico, un acto redentor o un símbolo de fe. Pero, ¿qué pasaba exactamente en su cuerpo durante esas últimas horas? ¿Qué sintió? ¿Cómo se comporta un organismo suspendido, clavado, desangrado y colapsado por su propio peso?
Hoy, la medicina forense, la anatomía clínica, la fisiología, la física y la química pueden responder a esas preguntas con un nivel de detalle sorprendente. A partir de estudios realizados sobre cadáveres, tejidos humanos, simulaciones físicas y análisis históricos, es posible reconstruir qué ocurre exactamente en el momento de morir crucificado, y cómo ese proceso encaja perfectamente con lo que narran los evangelios y las tradiciones iconográficas.
En este artículo vamos a descender al cuerpo, no al alma. Vamos a mirar de frente el sufrimiento físico, no para despojarlo de sentido espiritual, sino para revelar lo que realmente significa exhalar el último aliento. Porque morir en la cruz es más que un símbolo: es un fenómeno biológico extremo, una historia contada desde la carne.
La cruz como arma de colapso: gravedad, mecánica y sufrimiento
La cruz no era simplemente un instrumento de tortura: era un sistema mecánico diseñado para llevar el cuerpo humano a su límite físico. El peso del cuerpo suspendido por los brazos estirados hacia los lados genera una tracción continua sobre las articulaciones del hombro, lo que provoca su dislocación progresiva. La gravedad empuja el cuerpo hacia abajo, pero los clavos en las muñecas y los pies impiden esa caída, produciendo una tensión insoportable en los nervios y músculos.
Desde el punto de vista de la física, esto puede modelarse como un sistema pendular desequilibrado. Cada intento de respirar exige un esfuerzo activo, una tracción hacia arriba apoyándose sobre los clavos de los pies. El esfuerzo genera un círculo vicioso: cuanto más respiras, más te agotas; y cuanto más te agotas, menos puedes respirar. Esta espiración activa en contra de la gravedad acaba por colapsar el sistema respiratorio.
Las pruebas realizadas en cadáveres por Stephen Bordes y su equipo confirmaron que los músculos flexores de los dedos se tensan por la presión de los clavos en la muñeca, lo que puede provocar que las manos adopten un gesto de “garra” al morir. Esta contracción también es observable en muchas representaciones artísticas del crucificado.

Asfixia, acidosis y fallo multiorgánico: así muere un crucificado
La principal causa de muerte en una crucifixión no es el desangramiento, ni un infarto repentino, sino la asfixia progresiva. Al estar suspendido, el tórax se mantiene expandido, lo que dificulta la espiración. Para expulsar el aire, el crucificado debe elevar su cuerpo, apoyándose en los pies clavados. Al principio lo consigue, pero con el tiempo, los músculos se fatigan, el dolor se intensifica, y el cuerpo ya no puede elevarse para exhalar. Se produce entonces una asfixia por agotamiento.
Esta falta de oxígeno provoca una acumulación de dióxido de carbono en la sangre, lo que genera acidosis respiratoria y metabólica. La sangre se vuelve más ácida, el corazón se descompensa, los riñones fallan, y finalmente todo el sistema colapsa. La descripción médica que publicó JAMA en 1986 lo confirma: la combinación de hipoxia, acidosis y shock hipovolémico explica la muerte de Jesús en pocas horas, a diferencia de otros crucificados que podían agonizar durante días.
Además, según Pierre Barbet, la flagelación previa dejó su cuerpo tan debilitado que el shock ya había comenzado antes incluso de ser clavado. El “grito final” que recogen los evangelios podría ser la última contracción involuntaria del diafragma: el último aliento forzado antes del colapso definitivo.
Expiración y espiración: morir como un soplo hacia fuera
El verbo latino exspirare está formado por dos raíces: ex- (“hacia fuera”) y spirare (“respirar”). Su significado original era “soplar hacia fuera”, “expulsar el aliento”. De ahí su doble evolución semántica: por un lado, en castellano tenemos espiración, como fase fisiológica de la respiración; por otro, expiración, usada para referirse al acto de morir o al fin de algo.
Cuando decimos que Jesús “expiró”, no estamos usando una metáfora poética. Estamos diciendo, con la precisión de un médico y de un filólogo, que sacó su último aliento. El verbo latino y los evangelios coinciden: “inclinando la cabeza, entregó el espíritu”. El espíritu, en muchas lenguas antiguas, no era otra cosa que el aliento vital.
Este caso es un ejemplo fascinante de cómo una misma raíz etimológica puede bifurcarse en dos significados: uno fisiológico y otro existencial. En la cruz, ambos coinciden en un instante: la espiración se convierte en expiración. Morir es dejar de respirar, pero también dejar de ser.
El impacto químico y biológico de la crucifixión
Más allá de la mecánica y la anatomía, la crucifixión es un fenómeno bioquímico. El agotamiento celular, la hipoxia y la pérdida de sangre provocan una cascada de fallos metabólicos. El cuerpo cambia de metabolismo aeróbico a anaeróbico, acumulando ácido láctico. El pH sanguíneo se desequilibra. Los riñones dejan de filtrar. El hígado colapsa. Los tejidos comienzan a morir.
A nivel químico, la coagulación de la sangre en las heridas sigue una secuencia precisa: activación del sistema fibrinolítico, formación de trombina, polimerización de la fibrina. Las aureolas visibles en las manchas del Sudario de Turín, según Barbet, son señales del suero exudado tras la separación del coágulo.
Incluso los fenómenos post mortem, como la rigidez cadavérica, responden a reacciones químicas: al agotarse el ATP, los músculos se fijan en contracción. Por eso, tras la muerte, el cuerpo puede quedar “congelado” en la postura de sufrimiento.
El Cristo del Cachorro: una imagen esculpida como un cadáver real
El Cachorro de Sevilla, obra del imaginero Francisco Antonio Ruiz Gijón en 1682, representa precisamente ese instante: el momento exacto de la muerte en la cruz. No está vivo, pero aún no está inerte. Es el punto intermedio entre espiración y expiración. El escultor se inspiró, según la tradición, en un gitano moribundo del barrio de Triana, apodado “el Cachorro”, de ahí el nombre popular del crucificado.
Lo que hace única esta talla no es solo su belleza, sino su exactitud anatómica. El tórax hundido, la boca entreabierta, la expresión de los ojos entornados, la inclinación del cuello, las venas aún marcadas: todo corresponde con lo descrito por la medicina moderna. No es una figura dormida. Es un cuerpo en colapso.
Ruiz Gijón, sin ser médico, entendió con los ojos del arte lo que hoy sabemos con microscopios y bisturí. El Cachorro es, en cierto modo, una escultura forense del momento de la expiración. La ciencia no hace más que confirmar su veracidad emocional y fisiológica.

Morir en cifras: lo que dicen las matemáticas del cuerpo crucificado
Aunque la crucifixión parece un acto puramente visual o simbólico, la ciencia moderna también puede modelarla con matemáticas. El cuerpo suspendido se convierte en un sistema de fuerzas, tensiones y flujos que pueden describirse con ecuaciones. Por ejemplo, la distribución del peso en un crucificado puede aproximarse con principios de estática: si un hombre de 70 kilos cuelga de dos brazos extendidos a 130 grados, cada articulación del hombro soporta una tracción de más de 50 kg en dirección oblicua, lo que justifica la dislocación glenohumeral progresiva descrita en los estudios forenses.
Además, se puede modelar la pérdida de sangre por heridas abiertas mediante ecuaciones de flujo laminar:
donde Q es el flujo sanguíneo, rr el radio del vaso herido, ΔP la diferencia de presión, η la viscosidad de la sangre y L la longitud del trayecto del fluido. Aunque esta fórmula supone condiciones ideales, da una idea del volumen potencial de sangre perdido en poco tiempo si se lesionan arterias o venas importantes.
También es posible usar funciones exponenciales para estimar el tiempo de fatiga muscular. La fuerza que puede ejercer una persona disminuye con el tiempo según una curva descendente:
onde F0 es la fuerza inicial, k una constante relacionada con la resistencia muscular, y t el tiempo. En una crucifixión, esta curva desciende rápidamente, lo que explica que la muerte por colapso muscular y asfixia llegue antes de lo esperado en personas ya debilitadas, como era el caso de Jesús tras la flagelación.
Incluso el tiempo total de agonía podría estimarse si se conocen variables como masa corporal, superficie de apoyo (pies clavados o no), temperatura ambiente y nivel previo de deshidratación. Aunque el cuerpo humano no es una máquina exacta, la matemática aplicada nos da una herramienta más para comprender la magnitud física del sufrimiento en la cruz.
Referencias
- Pierre Barbet, A Doctor at Calvary (1963)
- Stephen Bordes et al., The Clinical Anatomy of Crucifixion, Clinical Anatomy (2019)
- V. S. Ramachandran & William Hirstein, The Science of Art, Journal of Consciousness Studies (1999)
- William D. Edwards et al., On the Physical Death of Jesus Christ, JAMA (1986)
Cortesía de Muy Interesante
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