Estoicismo y vejez


La longevidad es un logro histórico y un reto humano. En México, como en muchas otras partes del mundo, la gente vive más que nunca. A principios del siglo XX, la esperanza de vida apenas superaba los 30 años. Hoy, según datos del Inegi, las mujeres mexicanas viven más de 78 años y los hombres, cerca de 72. En apenas tres generaciones, se ha multiplicado el tiempo que la vida ofrece. Este avance ha sido posible gracias al acceso generalizado a vacunas, una mejor nutrición, políticas públicas de salud y un sistema sanitario que, con sus desafíos, ha contribuido al bienestar. Sin embargo, ese logro plantea una pregunta fundamental: ¿cómo vivir con sentido ese tiempo adicional que se nos ha concedido? 

La llamada Silver Economy —que incluye asistencia domiciliaria, salud digital, vivienda adaptada, turismo sénior y productos financieros específicos— da respuestas materiales. Pero vivir plenamente la vejez exige también actitud, propósito y filosofía de vida. 

La paradoja de envejecer 

El cantautor Joaquín Sabina, en una de sus entrevistas más punzantes, afirmó que “envejecer es una gran putada”. Y, con su habitual ironía, no le faltaba razón. Envejecer conlleva una serie de pérdidas y desafíos: dolencias físicas que se acumulan, cronicidades, pérdidas afectivas inevitables, transformación o desaparición de roles sociales y laborales, fragilidad y riesgo de dependencia y soledad no deseada, sobre todo en zonas rurales o entornos urbanos despersonalizados. Pero también ofrece tiempo para lo esencial, relaciones más serenas y auténticas, sabiduría basada en la experiencia, oportunidad de cerrar ciclos, perdonar, soltar… 

La vejez es ambivalente; puede vivirse como una carga o como una etapa luminosa. La diferencia está, muchas veces, en cómo la observamos. Una evidencia empírica interesante proviene del economista David Blanchflower y del profesor Andrew Oswald, quienes estudiaron el comportamiento de la satisfacción vital a lo largo del ciclo de vida en distintos países. Descubrieron que, en promedio, la felicidad sigue una curva en forma de “U”: alcanza niveles relativamente altos en la juventud, desciende durante la mediana edad —cuando se acumulan responsabilidades, tensiones y frustraciones— y vuelve a subir a partir de los 50 o 60 años, incluso en presencia de enfermedades o pérdidas. 

Desmienten la idea de que la vejez es inevitablemente triste. Por el contrario, la madurez emocional, la reducción de expectativas y una mejor gestión de las emociones permiten a muchas personas mayores vivir con mayor satisfacción, plenitud y paz interior que nunca antes.

La fortaleza mental como necesidad vital

La vejez plena no depende exclusivamente de la salud física, sino, sobre todo, de la actitud. La psicología positiva y la gerontología coinciden en señalar que lo más determinante es tener un propósito claro, aceptar lo que no puede cambiarse, mantener relaciones humanas de calidad, practicar la gratitud diaria, cuidar la salud emocional y socializar activamente. Aquí es donde resulta inspirador el concepto japonés de ikigai, que significa “la razón de ser” o “motivo para vivir”. 

En la isla de Okinawa, célebre por albergar a muchas de las personas más longevas del mundo, las personas mayores no se retiran del todo, sino que permanecen activas, con propósito, rodeadas de comunidad y alegría. Cultivan jardines, cocinan para otros, cuentan historias, enseñan a los jóvenes. No tienen prisa. Tienen ikigai.

El ikigai se encuentra en la confluencia entre lo que uno ama, lo que sabe hacer, lo que el mundo necesita y aquello por lo que puede recibir algo a cambio. No es necesariamente un trabajo, sino un propósito íntimo. Vivir con ikigai es fluir, como propone el taoísmo; es aceptar sin apego, como enseña el budismo, y es concentrarse en lo esencial, como predica el estoicismo. En la vejez, cuando desaparecen las exigencias laborales y familiares, el propósito no se jubila: se transforma. Puede ser escribir memorias, cuidar nietos, ayudar a otros, pintar, rezar, enseñar. El propósito es lo que mantiene el alma despierta.

Sin duda, el estoicismo es filosofía necesaria y vigente. En estos tiempos de ruido, inmediatez e incertidumbre, el estoicismo vive un renacimiento. Desde Silicon Valley hasta círculos de desarrollo personal, esta antigua escuela filosófica se redescubre como guía para la vida interior. Libros como El arte de la buena vida, de William B. Irvine, o El diario estoico, de Ryan Holiday, lo han puesto nuevamente sobre la mesa. 

No hablamos de una filosofía abstracta, sino de una brújula emocional para tiempos difíciles y una guía sabia para la vejez, en donde ser estoico transita por aceptar lo inevitable: 

Las arrugas como historia viva, adaptar el ejercicio a las posibilidades reales. Reírse de los achaques como señal de resistencia. Vivir saludable, sin obsesionarse. Valorar la experiencia sobre la estética. Planificar con realismo. Conversar con la familia sobre el futuro. Elaborar un testamento vital. Contratar servicios preventivos. Adaptar la vivienda a necesidades nuevas. Cuidar la energía emocional. Disfrutar cada día como un regalo. Agradecer el café, el sol, el tiempo sin prisas. Retomar pasatiempos olvidados. Compartir con nietos o jóvenes. Vivir el presente, sin ansiedad por el pasado ni temor al futuro. Normalizar la muerte. Hablar del final con naturalidad, con placidez. Preparar despedidas en paz. Observar los ciclos de la naturaleza. Meditar sobre la finitud sin miedo. Dejar legado espiritual y afectivo. Cultivar serenidad interior. Meditar, orar o simplemente respirar. Mantener rutinas que calmen. Evitar la queja como reflejo. Encontrar belleza en lo cotidiano. Saber que el alma puede permanecer joven, aunque el cuerpo envejezca.

Envejecer es un privilegio, no una maldición. Y vivir más años es un triunfo, pero vivirlos bien es un arte. El estoicismo, unido al propósito que ofrece el ikigai, nos da las herramientas para convertir la vejez en una etapa luminosa, plena y profundamente humana. 

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Cortesía de El Informador



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