El 28 de abril de 1939, Adolf Hitler pronunció uno de los discursos más inflamados de su carrera en una intervención ante el Reichstag. Durante dos horas y veinte minutos, utilizó todas sus dotes para la manipulación, el sarcasmo y la amenaza para atacar sin freno a Estados Unidos y Polonia. Su vehemencia fue tal que terminó bañado en sudor; cuando pronunció la última palabra, pocas dudas podían quedar de que nada frenaría sus propósitos bélicos, cada vez más evidentes y con Polonia como primordial objetivo. Irónicamente, aquel discurso fue su manera de responder a una oferta de paz.
Quince días antes, Hitler había recibido una carta del presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, redactada tras la ocupación de Checoslovaquia por las tropas nazis el 15 de marzo. En ella le pedía garantías de que no habría más ataques durante los siguientes veinticinco años a una lista de treinta países –sobre todo los europeos, Polonia incluida, pero también algunos tan lejanos como Irán o Egipto– y a cambio le ofrecía apoyo económico y acceso a las materias primas en los mercados mundiales.
Si pretendía con ello apaciguar a Hitler, consiguió todo lo contrario: el líder del Tercer Reich lo consideró una provocación y una humillación, y en su discurso procedió a despedazar entre mofas el contenido de la carta, punto por punto, secundado por las carcajadas despectivas de su público fiel.
Era todo puro teatro, desde luego, y la carta de Roosevelt no sirvió para otra cosa que para dar al Führer una oportunidad de escenificar uno de sus mayores actos de propaganda. Al mismo tiempo que hablaba, las embajadas alemanas en Varsovia y Londres entregaban memorandos donde se informaba de la rescisión alemana del Pacto de No Agresión con Polonia, firmado en enero de 1934, y del Acuerdo Naval con Inglaterra, una prueba sólida de que todo había sido planeado al detalle.
El gesto del presidente de Estados Unidos proporcionó a Hitler un escenario idóneo para preparar un gran golpe de efecto, pero sus planes bélicos habrían seguido adelante con o sin carta de Roosevelt. O, como se comprobaría en no mucho tiempo, de cualquier otro líder mundial.
Jugando a dos barajas
Lo único que podía hacer titubear al dictador –como de hecho ocurrió– eran los mensajes que le indicaban la presencia de obstáculos imprevistos, retrasos de última hora, falta de refuerzos o de apoyo. Las ofertas para rebajar la tensión no fueron para él sino alimento para potenciar su intención de seguir jugando a dos barajas hasta el momento de lanzar la ofensiva. Visto ahora el escenario con la perspectiva que da la distancia, sorprende la claridad con la que este muestra los dos caminos no ya divergentes, sino paralelos, cuya imposibilidad de encontrarse fue vista entonces por muy pocos, y asombra que los aliados no tomaran precauciones tan elementales como complementar sus tentativas diplomáticas y comerciales con un refuerzo significativo de sus fuerzas armadas.
La invasión de Polonia fue cualquier cosa menos improvisada; cuando Hitler se dio cuenta de que el pueblo polaco no se resignaría a sufrir la misma ocupación por amedrentamiento que había padecido Checoslovaquia en marzo, pasó inmediatamente a la acción. Ya a finales de dicho mes le había dicho a Walther von Brauchitsch, su comandante en jefe del Alto Mando, que emplearía la fuerza contra Polonia si la diplomacia fallaba. Y el 3 de abril ordenó a ese Alto Mando que pusiera en marcha el Caso o Plan Blanco, que era el nombre en clave que recibieron los planes para invadir el país.
Antes, cayó en uno de sus frecuentes arrebatos de cólera cuando se enteró de que Neville Chamberlain, el primer ministro británico, había acordado con Polonia una declaración por la que se comprometía a apoyarles “en caso de ataque por parte de una potencia europea”, y gritó que prometía “guisarles un estofado que se les atragante”.
Pero, por mucha furia que le invadiera, mantuvo el raciocinio suficiente como para comprender que semejante operación no podía ponerse en marcha sin las garantías adecuadas. Francia no había tardado en seguir los pasos de Inglaterra y en anunciar su apoyo a Polonia, pero para Hitler todo se reducía a una cuestión básica: ¿tendrían ambos países el coraje para cumplir sus compromisos llegado el caso o, en el último momento, se echarían atrás? No menos importante era la cuestión rusa, y saber hasta qué punto Stalin representaba para Hitler un enemigo o un aliado. Y no podía olvidarse a Italia, que al menos sobre el papel se había puesto del lado de Alemania para la implantación bélica del fascismo en Europa. Eran demasiados clavos sueltos que remachar antes de poder dar el gran paso adelante.
De momento, Mussolini necesitaba una demostración de fuerza propia y la llevó a cabo con la anexión de Albania del 7 de abril, inspirada claramente en la estrategia de Hitler con Checoslovaquia. La respuesta de Gran Bretaña y Francia fue extender a Rumanía y Grecia las mismas garantías que habían dado a Polonia; estaba claro que, cuando el conflicto estallara por fin –y cada vez eran menos los que pensaban que quizá no sucediera–, el número de países implicados habría aumentado de forma apreciable.
El 22 de mayo, Alemania e Italia firmaron el Pacto de Acero, por el cual el gobierno de Mussolini se comprometía a apoyar al Reich en caso de guerra. Hitler declaró: “El pueblo alemán y el italiano también están resueltos a permanecer juntos y a luchar, uniendo sus esfuerzos, por afianzar su espacio vital y mantener la paz en el futuro. Alemania e Italia desean (…) llevar a cabo la misión de asegurar los cimientos de la cultura europea”. Detrás de tan floridas palabras se escondía una segunda intención: los dos dictadores habían acordado que la guerra no se iniciaría hasta 1943, para que Italia tuviera tiempo de prepararse. Sin embargo, el día posterior a la firma del tratado, Hitler dijo a sus generales que planeaba atacar Polonia en la primera oportunidad que tuviera.
Maquinaria propagandística
Mientras se presentaba esa oportunidad, fue preparando el terreno. Los diplomáticos nazis llevaban meses en campaña para intentar convencer a las potencias occidentales de que no se inmiscuyeran en lo que no era más que un conflicto entre dos países. Poco después de la firma del tratado con Mussolini, Hitler celebró una reunión en su refugio de Berchtesgaden con sus principales oficiales, en la que se prohibió tomar notas; prohibición que algunos asistentes se saltaron disimuladamente para anotar los puntos principales que en ella se habían tratado. Gracias a ellos, se conoce el anuncio que les hizo Hitler: “Daré un motivo propagandístico para empezar la guerra, no importa si es verosímil o no”.
Y cuando el Tercer Reich hablaba de propaganda, había un nombre que la representaba al máximo, y la maquinaria no tardó en ponerse a toda marcha. El 11 de agosto, Joseph Goebbels lanzó una consigna a todos los directores de periódicos del país: “A partir de ahora, la primera página debe contener noticias y comentarios sobre ofensas polacas al pueblo alemán y todo tipo de incidentes que muestren el odio de los polacos hacia todo aquello que sea alemán”.
Pero, con todo, aún seguía pendiente el principal obstáculo, que quedó por fin resuelto el 23 de agosto cuando se anunció la firma del Tratado de No Agresión entre Alemania y la Unión Soviética. Las reacciones, en uno y otro bando, fueron cualquier cosa menos tibias: Hitler estaba exultante; los aliados, estupefactos. No menos estupefacto estaba el propio pueblo alemán, sobre todo los militantes nazis, que no podían comprender cómo de repente la nación iba cogida de la mano de su enemigo irreconciliable. Algunos de ellos protestaron abiertamente arrojando sus insignias a los jardines de la sede del partido.
Una alianza contra natura
¿Qué había ocurrido? Si bien Hitler llevaba tiempo buscando el apoyo de la Unión Soviética, las circunstancias no habían terminado de mostrarse favorables hasta que el 3 de mayo Stalin destituyó a Maksim Litvínov como comisario de Asuntos Exteriores y lo reemplazó por Viacheslav Mólotov, indicando con ello todo un cambio de rumbo. Todavía hoy los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo sobre los motivos del dictador soviético, quien obviamente no tenía la menor confianza en que su nuevo aliado no acabara traicionándole, como de hecho sucedió.
Pero sí está claro que en ese momento quería unirse a quien parecía tener todas las cartas ganadoras en el inminente conflicto con Occidente, lo que le proporcionaría la tranquilidad suficiente para comenzar la guerra con las espaldas cubiertas mientras la Unión Soviética iba ocupando países y rearmando a su ejército (no solo para prevenirse contra los aliados, sino, en el futuro, contra el propio Hitler).
De este modo, Joachin von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, vio el campo abierto para intentar un nuevo acercamiento, que finalmente dio sus frutos cuando, el 19 de agosto, Stalin comunicó a Hitler que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. Von Ribbentrop voló inmediatamente a Moscú, designado personalmente por Hitler para culminar las negociaciones, y firmó el Tratado de No Agresión, que pasaría a la historia como Pacto Ribbentrop-Mólotov.
En él, detrás de la palabrería oficial –ambas naciones se aseguraban respeto y protección mutuos–, se escondía un protocolo secreto para el futuro reparto de Europa por el que la URSS tendría el control de Letonia, Estonia y Finandia, y Alemania, el de Lituania y Danzig. Polonia quedaría dividida en tres partes: cada uno de los dos países se anexionaría la parte de terreno adyacente a sus fronteras y el centro se convertiría en un protectorado alemán.
Hitler estaba convencido de que la alianza con Stalin serviría también de elemento disuasorio contra los aliados, que ahora, no le cabía duda, no se atreverían a cumplir sus compromisos. La verdad es que la actitud titubeante de los mismos le daba motivos para pensar así: a lo largo del verano, los ingleses habían continuado ofreciendo a Alemania concesiones diplomáticas y empréstitos industriales con el fin de frenarla, y desde el 23 de agosto –después de la firma del acuerdo con la URSS– Hitler se había reunido en varias ocasiones con el embajador británico en Berlín, sir Nevile Henderson, para comunicarle que seguía dispuesto a buscar una solución pacífica a la crisis.
También, por mediación de Hermann Göring, había enviado a Londres en tres ocasiones al industrial sueco Birger Dahlerus como su emisario personal para que llevara a los altos cargos del gobierno británico nuevas ofertas de negociación. Dahlerus actuaba de buena fe, pero quienes le enviaban, no; la invasión de Polonia era cuestión de días y todas aquellas entrevistas no fueron sino la etapa final de la estrategia de la manipulación.
Llamadas a la paz in extremis
Los acontecimientos se precipitaron. El 24 de agosto, Roosevelt envió a Hitler un telegrama –“De nuevo me dirijo a usted con la esperanza de que la guerra inminente y el consecuente desastre que supondrá para todos los pueblos pueda evitarse”– en el que sugería varias soluciones negociadas. Ese mismo día, el papa Pío XII hizo un llamamiento por radio: “El peligro es inminente, pero aún estamos a tiempo. Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra. Que los hombres regresen al entendimiento mutuo y vuelvan a comenzar las negociaciones”. Cuatro días después, el 28, fueron la reina Guillermina I de Holanda y el rey Leopoldo III de Bélgica los que intentaron mediar en el conflicto. Inglaterra, por su parte, pareció despertar a la realidad y el 25 de agosto reafirmó su compromiso con Polonia convirtiendo su oferta de apoyo en un pacto de ayuda mutua.
Todo resultó inútil. Las 54 divisiones reunidas por los alemanes para la invasión de Polonia estaban cada vez más cerca de las fronteras del país, que finalmente cruzarían el 1 de septiembre. Dos días después, Chamberlain declararía la guerra a Alemania y, en su discurso ante la Cámara de los Comunes, diría: “Todo aquello por lo que he trabajado, todo aquello en lo que he cifrado mis esperanzas, todo aquello en lo que he creído durante mi vida pública ha caído hecho pedazos”. Cualquier sueño que nadie mantuviera aún de una negociación terminó de desvanecerse con aquellas palabras. Eran el preludio de un tiempo nuevo, inevitable, más violento y oscuro.
Cortesía de Muy Interesante
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