Estos fueron los “otros aliados”: los socios del Eje del mal

Dejando aparte la afiliación formal –ya fuera sincera o forzosa– de cinco socios menores (Hungría, Eslovaquia, Bulgaria, Yugoslavia y Rumanía) al Pacto Tripartito de 1940, al Eje Berlín-Roma-Tokio no le faltaron amigos externos a dicho pacto. También en grado de sinceridad diverso: hubo quienes se apuntaron desde primera hora a combatir del lado del fascismo porque comulgaban con sus ideales o compartían ciertos intereses estratégicos, hubo adhesiones sobrevenidas por la fuerza de la ocupación militar, otras de pura supervivencia o de carácter oportunista y, también, amistades dubitativas convenientemente disfrazadas de neutralidad.

Los países cobeligerantes

Encabezando este listado de la infamia se sitúan tres naciones que, si bien no suscribieron nunca oficialmente el Pacto del Eje, obtuvieron de sus muñidores el estatus de “cobeligerantes” por su notable contribución al esfuerzo bélico. La primera en incorporarse a la causa fascista, y la de más atroz historial, fue la Croacia convertida en Estado Independiente (NDH) el 10 de abril de 1941, tras la invasión de Yugoslavia. La pertenencia de esta al Tripartito había durado solo dos días, del 25 al 27 de marzo, cuando un golpe derrocó al regente, el príncipe Pablo, y las consecuencias de ese desaire no se hicieron esperar: poco después, tropas alemanas, húngaras e italianas entraban en el país y procedían a repartírselo.

No obstante, le concedieron un trozo de la tarta a uno de los más siniestros personajes del siglo XX, Ante Pavelic, líder del movimiento racista y terrorista croata Ustacha, por entonces en el exilio. Pavelic regresó el 13 de abril, se puso al frente del NDH –una suerte de Estado títere del Tercer Reich pero con personalidad propia, la del asesino de masas que lo acaudilló, y que incluía a Bosnia y Herzegovina y a cambio cedía Dalmacia a Italia– y comenzó sin demora una brutal limpieza étnica que superó incluso los métodos nazis.

Hitler saluda al croata Ante Pavelic
El Führer estrecha la mano del fascista croata Ante Pavelic durante una visita de este a la residencia de Hitler en Berchtesgaden. Foto: Getty.

En junio de ese mismo año, Finlandia se sumó al grupo cobeligerante movida, fundamentalmente, por el rencor. Invadida parcialmente por la URSS en la llamada Guerra de Invierno (noviembre de 1939-marzo de 1940), ante la pasividad internacional –también de Alemania, merced al Pacto Ribbentrop-Mólotov–, había tenido que ceder a los soviéticos el 10% de su territorio y numerosas riquezas.

Al iniciarse la Operación Barbarroja, vio la ocasión de desquitarse y solicitó participar activamente en la ofensiva del Reich contra Stalin, que en Finlandia se conoció como Guerra de Continuación y le permitió recuperar el terreno perdido. No obstante, el mariscal Mannerheim, jefe de sus fuerzas armadas, pese a simpatizar con Hitler mantendría con éste ciertas distancias, negándose por ejemplo a aplicar medidas antisemitas en su país.

Soldados fineses en una trinchera
Finlandia fue invadida por la URSS en la Guerra de Invierno y luego recuperó terreno ayudando a la Wehrmacht en la Guerra de Continuación. Arriba, soldados fineses en una trinchera. Foto: Getty.

La cobeligerancia no fue exclusiva del teatro europeo. El 8 de diciembre de 1941, Tailandia (entonces aún llamada Siam) se unió con armas y bagajes al Imperio nipón en la Campaña de Malasia, y a continuación en la de Birmania, con el objetivo común de expulsar a ingleses y franceses de Asia. A pesar de que Japón tenía invadido su territorio y se perfilaba como un nuevo agente esclavizador en sustitución de las potencias coloniales, el dictador tailandés Plaek Pibulsonggram no dudó en convertirse en su más ferviente aliado hasta 1944.

Socios discretos o entusiastas

Más epidérmica y eventual –aunque no menos real– sería la cooperación con Alemania de dos países del Golfo Pérsico rivales entre sí: Irán e Irak. El primero estaba gobernado desde 1925 por el sha Reza Pahlaví, que, amén de cambiarle el nombre a la milenaria Persia, se había distinguido por un intento progresivo de minimizar la influencia británica y rusa y sustituirla por la germánica; más que nada, por intereses comerciales, pero también por un arraigado antisovietismo.

En 1941, esta situación fue aprovechada por Hitler para llenar Irán de técnicos e ingenieros alemanes y convertirlo de facto en un corredor estratégico para transportar recursos al Cáucaso, de cara a la proyectada invasión de la URSS. Al iniciarse esta en junio, Pahlaví, temiendo repercusiones, se declaró neutral, pero ya era tarde: el 25 de agosto, Inglaterra y Rusia invadieron el país, acusaron al Sha de cobijar a espías nazis y vender petróleo a Alemania y le obligaron a abdicar.

Tropas rusas en la ciudad persa de Tabriz
El acercamiento del sha Reza Pahlaví al Tercer Reich provocó la invasión anglosoviética del país en agosto de 1941. En la imagen, tropas rusas entran en la ciudad persa de Tabriz. Foto: Getty.

En Irak las cosas llegaron más lejos. Un fuerte sentimiento antibritánico, derivado del reciente pasado colonial, impulsó el 3 de abril de 1941 un golpe de Estado nacionalista. De inmediato, el general Rashid Ali se alineó con el Eje y solicitó ayuda militar al Tercer Reich para echar a los ingleses de las bases que todavía conservaban en suelo iraquí, pero el apoyo alemán se limitó al envío de unos pocos bombarderos de la Luftwaffe que nada pudieron hacer ante el desembarco de tropas del Reino Unido el 18 de abril. La guerra anglo-iraquí concluyó en mayo con la derrota de Ali y el establecimiento de un nuevo gobierno afín a Inglaterra.

Casi por las mismas fechas –9 de abril de 1941–, se produjo asimismo un golpe de Estado profascista en Noruega, directamente avalado por Hitler. Lo protagonizó el Nasjonal Samling, un partido minoritario cuyo líder, el infausto Vidkun Quisling, haría del llamado Gobierno Nacional Noruego una de las más entusiastas entidades colaboracionistas: tuvo un papel destacado en la aplicación de la Solución Final contra los judíos. No es de extrañar que, en noruego (y, por importación, también en inglés), quisling quedase como sinónimo de traidor.

Vichy y otras ficciones

Y, si hablamos de sinónimos, decir “Régimen de Vichy” y “Estado títere” viene a ser casi lo mismo. No fue, ni mucho menos, el único caso en que el Eje utilizó este particular instrumento de dominio: lo hizo siempre que le convino, en vez de una anexión directa, pretender una cierta ficción de independencia del territorio ocupado por motivos estratégicos, relativos a la idiosincrasia local o de mera propaganda. Así, otros ejemplos de Estados títeres en Europa serían el Protectorado de Bohemia y Moravia (gobernado nominalmente por Emil Hácha), el Estado Independiente de Montenegro (supuestamente regido por el príncipe Miguel, prisionero de los nazis) o la Albania italiana (sin olvidar la República de Saló, en la que el propio Mussolini fue un pelele en manos de Adolf Hitler, ya hacia el final de la guerra).

Pero Vichy, sin duda, supuso la quintaesencia del colaboracionismo, así sea por haber arrastrado por el lodo la carismática figura del que se erigió en su “jefe de Estado”, el mariscal Pétain. De hecho, fue precisamente la popularidad de este entre los franceses –a los 84 años, acababa de ser nombrado primer ministro del último gobierno de la Tercera República, presidida por Albert Lebrun– lo que llevó al Tercer Reich, tras la rendición de Francia el 22 de junio de 1940, a ponerlo al frente de esta entidad jurídica instaurada en parte del territorio francés –la no administrada directamente por los ocupantes– y en todas sus colonias, cuya capital oficiosa, Vichy, era una ciudad del centro del país famosa por sus aguas termales.

Pétain camina por Madrid en su etapa como embajador francés en España, en 1939, antes de convertirse en “el traidor de Vichy”. Foto: Getty.

Así, mientras la Francia Libre representada por De Gaulle en Londres y por una incipiente Resistencia en el interior se oponía a los invasores, el Estado Francés (su nombre oficial) liquidaba la democracia parlamentaria, cambiaba “Libertad, Igualdad, Fraternidad” por “Trabajo, Familia, Patria” y –lo más grave– seguía al dictado las consignas nacionalsocialistas en cuanto a la persecución, deportación y liquidación de judíos, masones y toda suerte de disidentes.

Manchukuo, el emperador sin imperio

En la vasta China, entretanto, Japón había ido instituyendo sus propios “Vichys”: en orden cronológico inverso, fueron el Gobierno Nacionalista de Nankín o Gobierno de Wang Jingwei (nombre de su líder, opositor a Chiang Kai-Shek; 1940), el Gobierno Autónomo Unido de Mengjiang (gobernado en teoría por el aristócrata mongol Demchugdongrub; 1936) y Manchukuo (1932), el más importante de los tres. A la cabeza de este ficticio “reino”, correspondiente a la invadida Manchuria, los japoneses colocaron a Puyi, el depuesto emperador chino de la dinastía Qing, cuya trágica y fascinante biografía sería rescatada del olvido por Bernardo Bertolucci en la película El último emperador (1987).

Festejos por la coronación de Puyi, último emperador chino
Puyi, último emperador de China, volvió al trono en 1934 como rey de Manchukuo, Estado ficticio tutelado por Japón. Arriba, festejos por su coronación. Foto: Getty.

Librarse de un yugo y caer en otro

Trágicas fueron también las peripecias de un peculiar aliado circunstancial del Eje, el llamado Ejército Ruso de Liberación. Creado a instancias del general desertor del Ejército Rojo Andréi Vlásov para combatir del lado alemán en la guerra contra la URSS, jamás se sabrá a ciencia cierta si este –como los varios miles de soldados que le siguieron, integrados en un total de diez divisiones– fue un traidor o un simple superviviente. Como lo primero sería juzgado y sentenciado a muerte en Moscú en 1946, y es cierto que trató de cambiar de bando varias veces. Pero también se sabe que la idea surgió en las durísimas condiciones de los campos de concentración germanos en que habían caído presos los soldados rusos capturados durante la Operación Barbarroja. La mayoría de estos “nazis contranatura” trataron de entregarse a los aliados occidentales al acabar la contienda, pero fueron servidos en bandeja a Stalin.

Hubo otros grupos armados heterodoxos –sin el respaldo de una entidad nacional definida– que apoyaron al Eje: el Ejército Nacional Ucraniano (que llegó a contar con 220.000 efectivos), los chetniks serbios (solo en ciertas fases de la guerra y por su pugna contra los partisanos comunistas de Tito) o el Azad Hind (Ejército Independiente de la India), liderado por Subhas Chandra Bose, que se apoyó en Japón para intentar independizar a la India del Imperio británico y con el que en parte simpatizó el pacifista Mohandas Gandhi, cuyo papel algunos cuestionan.

Sibhas Chandra Bose es recibido por Hitler
El líder del Azad Hind o Ejército Independiente de la India, Subhas Chandra Bose, es recibido por Adolf Hitler en Berlín en mayo de 1942. Foto: Getty.

Camisa parda, camisa azul

Otras veces, la adhesión a la causa del fascismo se dio a título individual. Nos referimos a los numerosos soldados de distintas nacionalidades –pero todos con el denominador común de ser oriundos de países neutrales o incluso beligerantes contra el Eje– que se integraron como voluntarios extranjeros en las Waffen-SS. Los hubo holandeses, belgas (tanto de origen flamenco como valón), rusos, franceses, tártaros, armenios y hasta británicos (el Britisches Freikorps, unos 60 hombres a las órdenes del fascista inglés John Amery). Pero ningún caso fue tan notorio como el de la División Azul española.

Organizada como fuerza expedicionaria mayoritariamente reclutada en las filas de la Falange –de ahí el nombre por el que han pasado a la historia: muchos divisionarios se negaban a cambiar la emblemática camisa azul falangista por otra más acorde con el uniforme, para desesperación de los mandos alemanes–, aunque en ella también se incluyó a prisioneros de la Guerra Civil enviados a la fuerza para redimir su condena, fue algo así como un “regalo” a Hitler y Mussolini por parte de Franco y Serrano Suñer para hacerse perdonar la neutralidad oficial de España en la contienda.

Tras una famosa arenga del segundo el 24 de junio de 1941 en Madrid, a raíz del inicio de la Operación Barbarroja –“¡Rusia es culpable!”–, entre esa fecha y 1943 unos 50.000 soldados de infantería españoles participarían en numerosas batallas en el Frente del Este, muy notablemente en las relacionadas con el sitio de Leningrado. A ellos se sumaron 95 aviadores (la Escuadrilla Azul); tras la disolución de la División, todavía unos 3.000 (la Legión Azul) siguieron combatiendo con el Tercer Reich hasta su caída.

División Azul
La División Azul, enviada por Franco al Frente Oriental para ayudar a Hitler contra el comunismo, sufrió el terrible frío del invierno ruso. Arriba, la visita que les hizo el general Moscardó. Foto: Getty.

El baile español

Y es que el franquismo se pasó toda la Segunda Guerra Mundial haciendo equilibrios para no perder pie y acabar bailando con quien no debía. Frente a la neutralidad real del otro dictador ibérico, el portugués Salazar –Portugal tenía una larga tradición de alianza con Inglaterra y, de hecho, ayudó a escapar a ultramar a muchos refugiados europeos huidos del nazismo–, Franco proclamó unas veces ser neutral y otras “no beligerante” y estuvo a punto de caer en las redes del Eje en al menos dos ocasiones.

La primera fue con motivo de la célebre entrevista de Hendaya, acaecida el 23 de octubre de 1940. Hitler y el Caudillo se vieron por primera y última vez en persona en un tren estacionado en dicha localidad, donde el primero quiso presionar al segundo para que devolviera los favores recibidos de Alemania e Italia en su “cruzada” y entrase a formar parte activa del bando fascista. Pero Franco planteó una lista tal de peticiones para aceptar, materiales y de todo tipo –Gibraltar bajo soberanía española y no alemana–, que la reunión concluyó con solo vagas promesas de colaboración por ambas partes.

Reunión de Franco y Hitler en Hendaya
Reunión entre Franco y Hitler en la estación de Hendaya el 23 de octubre de 1940. Foto: Getty.

Operación Félix en marcha

Poco después, el 12 de noviembre, la desastrosa marcha de la invasión de Grecia convenció al Führer de la necesidad de intervenir pese a todo en la península Ibérica para expulsar a los ingleses del Mediterráneo occidental. Se puso así en marcha un ambicioso plan conocido como Operación Félix, en el que España debía participar si quería obtener a cambio Gibraltar.

Franco volvió a dudar, pero para entonces la subsistencia de la devastada economía nacional dependía en gran medida de los préstamos ingleses (concedidos siempre y cuando se mantuviera al margen de la guerra) y, aconsejado además por el almirante Wilhelm Canaris –el jefe de la Abwehr o inteligencia nazi, muy crítico con el curso de la guerra–, siguió dando largas. Y Hitler, irritado pero también preocupado por las dificultades en la campaña rusa, dejó escapar vivo al socio del Eje que nunca llegó a serlo del todo.

Cortesía de Muy Interesante



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