Exigencias y protestas contra Trump

El pasado sábado en Nueva York, miles de manifestantes marcharon por Park Avenue con dirección a la Torre Trump, el epicentro del lujo. Un espectáculo a la altura de Broadway, con pancartas en lugar de telón. El menú de exigencias, no cupo en un solo letrero, fue tan variado como un bufet: cese al fuego en Gaza, alto a la ofensiva migratoria, justicia climática, democracia, libertad de expresión, igualdad de género y como postre, que los millonarios paguen más impuestos. En resumen, la multitud pidió todo lo que en la política estadounidense constituye ciencia ficción.

La Torre Trump, acostumbrada ya a recibir huracanes de protestas y sismos de exigencias, no sufrió daño alguno en sus cimientos. Las consignas ni siquiera la sacudieron y, lo más probable, es que no hayan ni despeinado al que presume ser el propietario, el multimillonario, color anaranjado de bronceado artificial, que vive en su pent-house dorado y que considera que la democracia es algo así como sus corbatas: se las quita cuando le aprietan el cuello y cuando se las pone le llegan a la entrepierna.

Resulta absurdo y hasta surrealista ver a la gente protestar contra el ultracapitalismo y la desigualdad social en el umbral de un monumento al exceso. Imagino que mientras los manifestantes levantaban sus puños y gritaban sus sentencias y apotegmas, los turistas se tomaban selfies con ellos, en tanto los magnates vecinos de la zona bebían café traído de Etiopia y fumaban puros contrabandeados de Cuba, sin escuchar el ruido callejero obstruido por la altura de sus residencias con vidrios blindados.

El mensaje fue claro: “Queremos que respeten la ley”. Aunque en el gobierno de Donald Trump la ley se respeta siempre y cuando no toque a los bancos que lavan dinero, a las petroleras que contaminan y/o a los donantes que financian campañas del partido Republicano. Para los migrantes, en cambio no hay excusas. Si cruzas la frontera sin papeles, eres tratado con mayor enjundia y crueldad que un evasor de impuestos.

Al final, la marcha terminó sin que la muchedumbre derribara la torre, ni descerrajara las placas de mármol. Pero quedó una pregunta flotando en el aire: ¿cuánto falta para que los de arriba entiendan que la gente de la calle no pide lujos, sino apenas lo que se suponía era básico en el catálogo del american way of life?

Ese mismo día desde Washington, la secretaria Adjunta de Seguridad Nacional, Tricia McLaughin, apareció en escena como la maestra que llega al recreo a recordarles a los alumnos que los juegos también tienen reglas. Con voz solemne pidió –exigió- a los estados santuario: Nueva York, Illinois y California, que colaboren con el gobierno federal y la agencia ICE en su programa contra los migrantes. Lo cual es equivalente a pedirle a un vegano que nos ayude a preparar el carbón para la carne asada.

La advertencia es clara: ustedes, estados progresistas, que presumen de ser un refugio para los migrantes, ahora tienen que hacer el trabajo sucio. En Norteamérica la política es un juego de ajedrez en el que la moralidad se convierte en una pieza intercambiable. La cuestión es: ¿se doblegarán estos estados o mantendrán su postura humanística? Lo que sí es seguro es que en esta partida, el único que pierde es el sentido común. La burocracia, la política y la hipocresía se dan de la mano en un baile macabro. Y nosotros, los espectadores, sólo podemos reír o llorar; yo, en lo personal, prefiero reír.

Punto final

La CBS anunció que el programa nocturno del cómico y entrevistador Stephen Colbert, será cancelado en cuanto termine su contrato. Hace unos días ABC suspendió al comediante Jimmy Kimel, conductor de un programa similar. En ambos casos el inquilino de la Casa Blanca se congratuló del despido y de la suspensión. Quedó claro: en Estados Unidos el único que puede hacer reír es Donald Trump.

Cortesía de El Economista



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