Felipe IV fue uno de los monarcas más emblemáticos de la Casa de Austria, conocido tanto por el esplendor cultural del Siglo de Oro como por las turbulencias políticas y bélicas que marcaron su reinado, el más largo de todos los de su dinastía en España. El conocido como “Rey Planeta” por su asociación con el sol (considerado el cuarto en la jerarquía de los astros), ascendió al trono en un periodo de crisis y declive para la monarquía hispánica caracterizado por los agotadores conflictos en Europa y las constantes luchas internas.
Primeros años y formación
Felipe nació el 8 de abril de 1605 en el Palacio Real de Valladolid -la ciudad castellanoleonesa fue capital del reino entre el 11 de enero de 1601 y el 4 de marzo de 1606-, siendo el tercer descendiente del matrimonio entre el rey Felipe III y la reina Margarita de Austria, pero el primer hijo varón. Antes que él habían nacido la infanta Ana de Austria (1601-1666), que llegó a ser reina consorte de Francia al contraer matrimonio con Luis XIII, y la infanta María (1603), que falleció al día siguiente de haber nacido.
El que había sido jurado como heredero ya en 1608 en la iglesia de San Jerónimo el Real, creció en un ambiente de lujos y protocolos estrictos y fue formado por el preceptor y erudito de la nobleza catalana Galcerán Albanell en materias como la Geografía, la Historia o las Matemáticas. Sin embargo, pese a que en un futuro se convertiría en monarca de un gran imperio, se le mantuvo relativamente alejado de las cuestiones políticas -y bélicas- hasta la muerte de su padre.
El 18 de octubre de 1615 se casó por poderes con Isabel de Borbón, hija del rey Enrique IV de Francia. Esta alianza matrimonial, que buscaba mantener la paz entre ambas potencias, no se consumó hasta cinco años después debido a la edad prematura de ambos cónyuges (Felipe tan sólo tenía diez años y la futura reina, trece). Fruto de este enlace nacerían numerosos hijos de los que tan sólo el príncipe Baltasar Carlos (1629-1646) y la infanta María Teresa (1638-1683) superaron los primeros años de vida.
Felipe IV volvería a casarse en 1649 con su sobrina, Mariana de Austria, hija a su vez del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Fernando III. Con este segundo enlace se buscaba reforzar la unión entre los Habsburgo con el fin de asegurar los intereses de la monarquía hispánica en Europa y, lo que es más importante, proporcionar un nuevo heredero al trono tras la inesperada muerte del príncipe Baltasar Carlos a los 17 años a causa de la viruela.
Este gran objetivo se vio cumplido en 1661 con el nacimiento de Carlos II “el Hechizado. Sin embargo, a largo plazo y como consecuencia del alto grado de consanguinidad entre Felipe y Mariana, acabaría convirtiéndose más en un problema que en una solución, pero eso es otra historia.
Muerte de Felipe III y ascenso al trono
El 31 de marzo de 1621, antes de cumplir los 16 años, la muerte de Felipe III a causa de las fiebres provocadas por la erisipela (infección bacteriana de la piel) dejó a Felipe IV como heredero de un vasto imperio que se extendía por Europa, América y Asia. Su padre había dejado el gobierno en manos de su valido Francisco de Sandoval y Roja, el Duque de Lerma, que acabó cayendo en desgracia al ser acusado de corrupción e inmoralidad (para salvar el pellejo y no acabar en el patíbulo acabó adquiriendo el capelo cardenalicio).
Consciente de esta situación, Felipe IV asumió el trono decidido a tomar el control y reformar el Estado. Sin embargo, al igual que su padre y a pesar de la fracasada experiencia, Felipe también confió en un valido, Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares. Éste ejerció una influencia decisiva en los primeros años de su reinado, hasta su caída en enero de 1643, a través de una política exterior belicista y una política interior reformista que pretendía volver a recuperar el prestigio de la monarquía hispánica del que había gozado en tiempos pasados. En ambos casos, los resultados no fueron los deseados.
Un extenso reinado de contrastes
El reinado de Felipe IV, que se extendió a lo largo de 44 años entre 1621 y 1665, estuvo marcado por una serie de acontecimientos relevantes que tuvieron una influencia directa en el devenir de la historia española y europea. Aunque Felipe mostró desde un primer momento un interés por mejorar la administración y llevar a cabo reformas, las guerras constantes y la inestabilidad económica -tuvo que hacer frente a cuatro bancarrotas de la Hacienda Real en los años 1627, 1647, 1656 y 1662- hicieron que muchas de sus iniciativas fracasaran. A nivel social, la crisis afectó gravemente al pueblo español, que sufrió las consecuencias de los altos impuestos, las epidemias y el empobrecimiento generalizado.
A pesar de los desafíos que tuvo que enfrentar como consecuencia del declive de un vasto imperio, su reinado también coincidió con el Siglo de Oro español, una época de gran esplendor en las artes y la literatura. De hecho, el propio monarca era un gran amante de las artes como así lo demuestran su gran biblioteca privada y su inigualable colección de pintura, su afición a la música o su recurrente presencia en los corrales de teatro. En consecuencia, no resulta extraño que se convirtiera en mecenas y protector de grandes escritores y artistas como Lope de Vega, Quevedo, Calderón de la Barca, Vicente Carducho o Diego de Velázquez, a quien nombró pintor de cámara en 1623, contribuyendo a que España se consolidara como un referente cultural en Europa.
En el plano personal, aunque inteligente, Felipe IV pecaba de falta de confianza en sí mismo, hecho del que dio fe el gran artista flamenco Pedro Pablo Rubens durante su estancia en la corte entre 1628 y 1629: “sin duda sería capaz de gobernar en cualquier circunstancia si no le faltara la confianza en sí mismo”. Además, durante sus primeros años de reinado mostró una mayor propensión hacia los placeres -es considerado el más mujeriego de los Habsburgo– que hacia sus obligaciones como rey, delegando éstas en personas de su entorno cercano y, especialmente, en el propio conde-duque de Olivares.
Los problemas internos: la Unión de Armas
La política interior de Felipe IV se orientó principalmente hacia la reforma del imperio y la centralización del poder (pasar del concepto de “Rey de las Españas” al de “Rey de España”). En este sentido, su valido, el conde-duque de Olivares, promovió reformas significativas para fortalecer la monarquía entre las que sobresalió la ambiciosa y conflictiva Unión de Armas, cuya puesta en marcha generó una gran oposición y supuso un total fracaso.
Esta propuesta planteaba la creación de un ejército permanente de 140.000 hombres en el que, por cupos y de manera proporcional, contribuyesen todos los territorios de la monarquía. En el planteamiento de esta iniciativa, además de la propia idea centralizadora, también se encontraba la necesidad de aliviar el peso sobre una Castilla que, hasta ese momento, había asumido las cargas del esfuerzo bélico desde el punto de vista humano y económico.
La propuesta generó una gran resistencia y, aunque las Cortes de Aragón y Valencia acabaron por aceptarla en gran medida, las catalanas se opusieron con rotundidad. La revuelta que inició el principado de Cataluña en 1640, uno de los annus horribilis del reinado de Felipe IV, tardaría doce años en sofocarse. Esta también fue la causa de la rebelión de Portugal que, como se verá más adelante, alcanzó nuevamente su independencia.
El conde-duque de Olivares también impulsó una serie de reformas fiscales y administrativas para hacer frente a las crecientes demandas de financiación de las guerras. Sin embargo, estas reformas tuvieron un impacto desigual y generaron tensiones con las élites locales, especialmente en Castilla.
La política centralizadora de Olivares terminó generando resistencias en gran parte de los territorios de la monarquía, debilitando así la cohesión interna del imperio. Este fracasado intento de unificar y homogeneizar la política interior, además de hacer caer al propio conde-duque en 1643, evidenció las limitaciones del poder real para ejercer un control efectivo sobre sus territorios. Los hombres de confianza de Felipe IV que le sucedieron, como Luis de Haro, el conde de Castrillo o el duque de Medina de las Torres, contaron con menor influencia que Olivares y tampoco consiguieron revertir la situación.
Las guerras en Europa: pérdida de la hegemonía
La política exterior de Felipe IV estuvo marcada por la continuación de las guerras en Europa con una mayor participación en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), la vuelta al enfrentamiento con las Provincias Unidas en 1621 y los conflictos con Francia a partir de 1635. En esta acción ofensiva fue fundamental la voluntad del conde-duque de Olivares de recuperar la iniciativa para mantener la hegemonía de la monarquía hispánica en contraposición a la senda pacifista de la etapa anterior. Pese al empleo de innumerables recursos económicos y humanos, los resultados no fueron los esperados.
Por un lado, el final de la Tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas (Frisia, Groninga, Güeldres, Holanda, Overijssel, Utrecht y Zelanda) en 1621 marcó la reanudación de las hostilidades de este enfrentamiento entre la monarquía española y los Países Bajos, más conocido como la Guerra de Flandes o la Guerra de los Ochenta Años. A pesar de episodios victoriosos para las tropas de Felipe IV, como el célebre sitio y posterior rendición de Breda por parte de Antonio Spínola en 1625, la contienda se alargó sin avances significativos por parte de ambos bandos. Finalmente, la Paz de Münster firmada el 28 de octubre de 1648 acabaría reconociendo la independencia de estas provincias septentrionales de los Países Bajos.
En paralelo, la participación en apoyo de la rama dinástica de los Habsburgo en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que había comenzado como un conflicto de carácter religioso pero que acabó convirtiéndose en una gran guerra europea por el poder político en el continente, resultó especialmente costosa y devastadora para España, que luchó por mantener su hegemonía.
A pesar de algunos éxitos iniciales, como el cosechado en la batalla de Nördlingen frente a los suecos en 1634, la prolongación del conflicto agotó los recursos del imperio y dejó al país en una situación de crisis financiera. De hecho, esta victoria motivó la intervención de Francia del lado de los protestantes en 1635.
En 1643, la derrota en la Batalla de Rocroi del los tercios frente a los ejércitos franceses comandados por el duque de Enghien, marcó el comienzo del declive militar de España en Europa y de su hegemonía en el Viejo Continente. La Paz de Westfalia de 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años y estableció un nuevo equilibrio de poder en Europa, en el que España cedió gran parte de su influencia en beneficio de Francia.
Sin embargo, el conflicto franco-español seguiría activo durante una década agravado por la política expansionista del Cardenal Richelieu y Mazarino, sufriendo nuevas y decisivas derrotas en Las Dunas y Dunkerque en 1658. La Paz de los Pirineos, firmada el 7 de noviembre de 1659 en la Isla de los Faisanes, puso fin al conflicto franco-español con condiciones muy ventajosas para la Francia de Luis XIV al recibir los territorios del condado de Artois, varias plazas fuertes en Flandes, Henao y Luxemburgo, el Rosellón y parte de la Cerdaña.
El último de los fracasos de la política exterior de Felipe IV fue Portugal. El país vecino había pasado a formar parte de la corona española en 1580 tras aprovecharse Felipe II de la crisis sucesoria y vencer a las tropas de Antonio I en Alcántara. Esta “Unión Ibérica” se mantuvo hasta 1640, cuando Portugal proclamó su independencia como reacción a la Unión de Armas planteada por el conde-duque de Olivares.
A pesar de los intentos de Felipe IV de recuperar el control, la Guerra de Restauración portuguesa concluiría en 1668, tres años después de la muerte del propio monarca, con el reconocimiento de su independencia y el establecimiento en el trono de la Casa de Braganza. La monarquía hispánica perdía de manera definitiva un territorio clave con una extensa red colonias y relaciones comerciales en el Atlántico.
Mecenas del Siglo de Oro y relación con Velázquez
Durante el reinado de Felipe IV, España vivió un periodo de auge cultural sin precedentes en cuyo florecimiento contribuyó la protección y el mecenazgo del propio monarca y su corte. Este hecho permitió que, durante este periodo conocido como el Siglo de Oro español, el país se convirtiera en un referente de las artes a nivel mundial.
Un ejemplo de ello se encuentra en la literatura. Figuras como Lope de Vega (La dama boba, El perro del hortelano, Fuenteovejuna…), Pedro Calderón de la Barca (La dama duende, La vida es sueño, El alcalde de Zalamea…) o Francisco de Quevedo (Historia de la vida del Buscón, Los sueños, La cuna y la sepultura…) produjeron algunas de las obras más importantes del teatro, al novela y la poesía española.
En el ámbito de la pintura, uno de los aspectos más destacados del reinado de Felipe IV fue su relación con el pintor Diego Velázquez, una de las principales figuras de la historia de arte español. Velázquez llegó a la corte en agosto de 1623 y rápidamente (tan sólo dos meses después) se convirtió en pintor de cámara del rey, desarrollando una fulgurante carrera. La relación entre ambos, que se extendió a lo largo de casi cuatro décadas, fue más que la de un simple patrocinio: Felipe IV era un amante del arte y apreciaba profundamente el talento del pintor sevillano, quien lo retrató en numerosas ocasiones, ofreciendo una imagen idealizada y majestuosa del monarca. A partir de entonces, únicamente posó para él.
Velázquez también desempeñó un papel importante en la organización de la colección real de arte, que incluía obras de Tiziano, Rubens y otros grandes maestros. Además, supervisó la decoración del Palacio del Buen Retiro, el gran complejo de recreo que comenzó a construirse en 1630 de cuyas paredes, especialmente las del Salón de Reinos, colgaron las obras de los grandes pintores de la época, desde el propio Velázquez hasta Ribera o Tiziano.
Muerte y legado de Felipe IV
En sus últimos años, Felipe IV intentó sin éxito restaurar la estabilidad de su imperio y resolver los problemas que habían debilitado su gobierno. A su muerte, el 17 de septiembre de 1665, dejó el trono a su hijo Carlos II, un monarca débil y enfermo que tuvo que asumir las riendas de un imperio en crisis. Este escenario poco halagüeño se agravaría por su imposibilidad para engendrar un sucesor al trono, lo que acabaría provocando un conflicto dinástico de carácter internacional entre las casas de Habsburgo y Borbón por la sucesión.
El legado de Felipe IV es complejo y está marcado por contrastes. Por un lado, su reinado coincidió con el apogeo cultural del Siglo de Oro y el arte barroco español y su mecenazgo en las artes dejó una huella perdurable en la historia de España. La obra del genio Diego de Velázquez y la literatura de su época siguen siendo reconocidas como una de las cumbres de la cultura española y universal.
Sin embargo, en términos políticos y económicos, el legado de Felipe IV es más controvertido. Su dependencia de los validos y la continuación de guerras costosas llevaron a una profunda crisis financiera y a una creciente fragmentación territorial del imperio. La independencia de Portugal y la rebelión en Cataluña mostraron la incapacidad de la monarquía para mantener la cohesión de sus dominios en el interior de sus fronteras. En el ámbito exterior, la Paz de Westfalia y la decadencia militar en Europa simbolizaron el fin de la hegemonía española en el continente. En consecuencia, no resulta extraño que su reinado haya sido considerado como el inicio de la decadencia de los Austrias en España.
Cortesía de Muy Interesante
Dejanos un comentario: