Fernando Valenzuela: el eterno orgullo de México


El calendario, caprichoso como pocas veces, quiso que el pasado 1 de noviembre -día en que el beisbol volvió a rugir con un séptimo juego de Serie Mundial- coincidiera con la fecha en que Fernando Valenzuela habría celebrado su cumpleaños. Y al día siguiente, el 2 de noviembre Día de Muertos, Los Ángeles rindió tributo al ídolo que trascendió fronteras: el eterno “Toro” de Etchohuaquila. Este año, su memoria volvió a brillar con fuerza al conocerse su nueva postulación al Salón de la Fama del Beisbol, un homenaje que llega cuando su ausencia física aún duele, pero su legado se mantiene más vivo que nunca.

La noticia ha despertado emoción, nostalgia y justicia histórica. Porque si hay un nombre que cambió para siempre la relación entre el beisbol estadounidense y la comunidad mexicana, ese fue Fernando Valenzuela. Su irrupción en 1981 con los Dodgers de Los Ángeles no solo fue una explosión deportiva; fue un fenómeno social y cultural: la “Fernandomanía”. Ese año mágico en que el joven lanzador zurdo, con su mirada al cielo antes de soltar la bola, conquistó corazones en ambos lados de la frontera.

Aquel muchacho de rostro sereno y acento del norte no solo ganó partidos: ganó respeto, identidad y orgullo para millones. Con su lanzamiento endemoniado y su temple inquebrantable, llevó a los Dodgers al título de la Serie Mundial y se coronó con el Cy Young y el Novato del Año en la misma temporada. Pero su verdadera conquista no estuvo en los trofeos, sino en las gradas, donde miles de familias mexicanas comenzaron a ondear banderas tricolores y a llenar el Dodger Stadium con un fervor inédito.

La “Fernandomanía” no fue un episodio deportivo: fue un despertar cultural. En la década de los ochenta, cuando los migrantes mexicanos en Estados Unidos enfrentaban el racismo cotidiano y el anonimato, Fernando se convirtió en el rostro de la dignidad. Era el héroe improbable, el hijo de campesinos que con humildad y talento conquistaba el escenario más grande del beisbol mundial. Su presencia derribó muros invisibles y abrió espacios para que el español se escuchara con orgullo en las transmisiones y en los estadios.

Por eso su nominación póstuma al Salón de la Fama tiene un peso emocional inmenso. Porque Fernando ya pertenece, desde hace mucho, al Salón de la Fama del pueblo. Y aunque las cifras y los comités de votación puedan debatir estadísticas, nadie puede negar que Valenzuela transformó el juego, lo hizo más humano, más latino, más cercano. Su estilo, su serenidad y su respeto por el rival le dieron una dimensión universal.

Su muerte, ocurrida el año pasado, dejó un vacío profundo no solo en el beisbol mexicano, sino en el alma colectiva de quienes lo vimos crecer, triunfar y mantenerse siempre fiel a su origen. No hubo escándalos, ni soberbia, ni olvido de su tierra. Fue hasta el último día, el mismo muchacho que aprendió a lanzar entre surcos de maíz en Sonora y que nunca olvidó agradecer a su familia, a su gente, a su país.

Por eso, cuando Los Ángeles decretó oficialmente el “Día de Fernando Valenzuela”, no fue un gesto simbólico: fue una declaración de amor. Una ciudad multicultural donde la comunidad mexicana representa una de sus raíces más profundas, reconoció en él algo más que un ídolo deportivo: reconoció a un hermano, a un héroe compartido.

Hoy su número 34, retirado por los Dodgers, flamea en el estadio como bandera y como promesa. Cada lanzamiento que cruza el aire lleva un poco de su memoria y cada niño que toma una pelota en México, en California o en cualquier rincón de América Latina, sigue soñando con repetir su gesta.

Fernando Valenzuela no necesita un nicho en Cooperstown para ser eterno. Ya lo es. Su historia está escrita en la memoria de un pueblo que lo vio convertirse en mito, pero su inclusión en el Salón de la Fama sería la confirmación de algo que millones ya saben: el “Toro” no solo fue un gran pitcher, sino un símbolo de lo que significa alcanzar la grandeza sin perder la humildad.

Este noviembre, mientras el beisbol celebra su fiesta y el nombre de Fernando vuelve a resonar con fuerza, su legado nos recuerda que el talento abre caminos, pero el corazón los vuelve inmortales y como inmortal, merece tener su lugar en Cooperstown.

Cortesía de El Informador



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