
En días pasados hemos visto como ciertos funcionarios públicos o personas que gozan de relevancia pública han realizado serios y preocupantes señalamientos en contra de la libertad de expresión, amenazando a la disidencia, a quienes critican sus actividades en lo público, menoscabando a quienes señalan dinero mal habido o simplemente pisoteando desde el poder a aquellos que señalan errores, tropiezos o incongruencias.
En ese sentido no debemos olvidar que la libertad de expresión cumple una función estructural en democracia: posibilita el escrutinio y la crítica de quienes ejercen poder o influyen en la esfera pública. Por ello, los tribunales constitucionales y las cortes supremas han delineado estándares que amplían el margen de tolerancia de los funcionarios y figuras públicas frente a expresiones duras, incluso molestas o hirientes, cuando versan sobre asuntos de interés público. Esta arquitectura jurisprudencial no protege la injuria gratuita, pero sí blinda el debate vigoroso que la ciudadanía necesita para controlar al poder.
En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha consolidado dos pilares. Primero, ha afirmado que la protección de la honra y reputación de servidores públicos se atempera ante el interés superior de la deliberación democrática; de ahí que las personas con proyección pública deban soportar un “umbral de tolerancia” más alto, incluso cuando ya dejaron el cargo, porque el escrutinio sobre su gestión mantiene relevancia cívica. Este criterio se encuentra positivado en tesis que expresamente sostienen que el fin del encargo no extingue ese mayor nivel de tolerancia frente a la crítica.
De igual manera, la Corte ha incorporado la doctrina de la “real malicia” en materia de responsabilidad civil por daño moral cuando el reclamante es figura pública y el discurso versa sobre asuntos públicos. Bajo este estándar, no basta probar inexactitud; es indispensable acreditar que el emisor sabía que lo que difundía era falso o actuó con desprecio temerario por la verdad. Con ello se evita el “enfriamiento” del debate por el miedo a litigios intimidatorios.
Este marco ha informado pronunciamientos sobre controversias entre políticos y periodistas, subrayando que sancionar la crítica política —sin acreditar real malicia— vulnera la libertad de expresión y desincentiva el control ciudadano. En comunicados sobre casos de alta resonancia, la SCJN ha enfatizado que condenas por “daño moral” contra periodistas que escrutan a ex gobernantes deben revisarse con el prisma reforzado propio del debate público.
En otras regiones como Latinoamérica, Estados Unidos y Europa se han adoptado criterios relevantes como la distinción entre hechos y juicios de valor, y aplicó la real malicia a las acciones de difamación promovidas por funcionarios o figuras públicas. Se sostiene que el periodismo de investigación y la opinión editorial, cuando tratan cuestiones de interés colectivo, merecen una protección robusta para que la prensa no se autocensure por temor a sanciones civiles.
De igual manera se sostiene que el debate político admite altos niveles de exageración y provocación pues no puede exigirse la prueba de verdad de los juicios de valor y que los políticos, por su rol, están sometidos a un escrutinio más severo y deben mostrar una mayor tolerancia a la crítica. Las condenas penales por difamación impuesta a periodistas por opiniones críticas a funcionarios públicos son declaradas contrarias a la libertad de expresión.
Los tres vectores convergen en una misma brújula: (I) mayor tolerancia de figuras públicas; (II) protección diferenciada de hechos y juicios de valor; y (III) exigencia de real malicia para sancionar expresiones sobre asuntos públicos. Esta tríada no es licencia para la difamación dolosa: ampara con fuerza el “núcleo duro” del debate cívico y, a la vez, deja abiertas vías de reparación cuando se prueba falsedad difundida con conocimiento o temeraria indiferencia. La consecuencia práctica es clara: funcionarios y personas con influencia pública no pueden instrumentalizar el derecho civil o penal para sofocar la crítica incómoda.
En democracias polarizadas y mediadas por redes, preservar estos estándares es vital. Relajar la prueba de la real malicia, confundir hechos y opiniones o tratar a figuras públicas como particulares ordinarios empobrece el ágora y fortalece al poder opaco. Hoy más que nunca debemos reforzar el conocimiento de la libertad de expresión y sus alcances jurídicos. Es por ello que celebro la apuesta de la Academia Mexicana de la Comunicación y la Universidad Panamericana de publicar un libro denominado “La libertad de expresión: la visión jurídica” en donde se profundiza de manera pormenorizada en esta valiosa libertad que, al parecer en algunos lugares, nos la quieren arrebatar.
*El autor es decano de la Escuela de Gobierno y Economía de la Universidad Panamericana.
Cortesía de El Economista
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