
Cada año, cuando la Feria Internacional del Libro abre sus puertas, Guadalajara recupera algo que ninguna crisis, ningún debate público y ninguna coyuntura política le ha logrado arrebatar: la certeza de que los libros siguen siendo el lugar donde México conversa consigo mismo.
La FIL es una fiesta, sí. Pero no de luces ni aplausos: es la fiesta de las ideas, de las preguntas incómodas, de las páginas que conmueven, contradicen e iluminan. Es un territorio donde nadie está obligado a pensar igual, pero todos estamos invitados a escuchar. Y eso, en un mundo cada vez más polarizado y ruidoso, ya es un acto de esperanza.
En esta feria caben las voces que celebran y las voces que advierten; las que imaginan futuros y las que revisan el pasado; las que escriben desde la orilla y las que escriben desde el centro. Aquí las ideas no se excluyen: conviven. Las posturas no se cierran: se explican. Las verdades no dividen: nos acercan. Esa es la grandeza de la FIL.
Porque los libros, como las universidades, hacen algo que pocas instituciones logran: igualan. En un mismo pasillo se encuentran estudiantes que abren su primer libro y premios Nobel que han escrito decenas; jóvenes autores que arriesgan su voz y grandes editoriales que apuestan por nuevas narrativas. Todos, sin excepción, conviven bajo un mismo principio: la libertad de pensar.
Y es que la FIL no sólo reúne a quienes aman leer; reúne a quienes creen en una idea más profunda: que ninguna sociedad se fortalece persiguiendo el silencio, sino ampliando el diálogo. Aquí se ensaya la convivencia democrática más elemental: yo te escucho, tú me escuchas. Yo sostengo mi argumento, tú sostienes el tuyo. Y el resultado no es la unanimidad, sino la comprensión.
Por eso esta feria no es sólo un evento cultural; es un acto civilizatorio. Durante nueve días, Guadalajara recuerda que el conocimiento es un derecho, que la palabra es un puente y que la diversidad -literaria, ideológica, política- es una riqueza que se cultiva, no una amenaza que se combate.
La FIL es, al final, una declaración de confianza: confianza en la inteligencia, en la conversación, en la diferencia. Tal vez por eso conmueve tanto ver jóvenes abarrotar auditorios, familias caminar entre editoriales independientes, autores dialogar con lectores que viajan horas para escucharlos. Es un recordatorio de que este país tiene sed de contenido, no de consignas; sed de reflexión, no de ruido.
Y mientras existan espacios donde la palabra circule con libertad, México tendrá siempre un lugar donde imaginarse mejor.
Porque la FIL es eso: una fiesta donde cada libro abre una puerta; una feria donde cada voz encuentra su lugar; un mapa de lo que somos y, sobre todo, de lo que podemos llegar a ser.
Nada más… pero nada menos.
Cortesía de El Informador
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