
PARÍS – Cayó el gobierno francés, tras perder una moción de confianza presentada por el primer ministro François Bayrou (previo a Sébastien Lecornu ) en un intento fallido de obligar a la Asamblea Nacional a encarar los problemas fiscales del país. Forzando la dimisión del equipo de Bayrou, la oposición (tanto de izquierda como de derecha) al parecer negaba que hubiera necesidad de un ajuste fiscal.
La situación fiscal de Francia está muy desequilibrada. El año pasado, el déficit total llegó a 169,600 millones de euros (200,000 millones de dólares), es decir, el 5.8% del PIB. Con una deuda pública que se sitúa en el 113% del PIB, la necesidad de ajuste es una realidad.
Francia también es el único país importante de la OCDE que desde el estallido de la pandemia de COVID-19 puso en marcha una reforma estructural (en concreto, amplios cambios en su sistema de pensiones). Y aunque en los últimos diez años la situación fiscal del país empeoró, el crecimiento reciente de su deuda nacional es parte de una amplia tendencia mundial que también incluye a Estados Unidos y Alemania.
Pero dos gobiernos sucesivos optaron por describir la situación fiscal de Francia en términos casi catastróficos. Hace poco, el ministro de finanzas Éric Lombard llegó a insinuar la posibilidad de que Francia necesite un rescate del Fondo Monetario Internacional (aunque después se retractó).
El objetivo era lograr el apoyo de los votantes al proyecto de presupuesto del gobierno, que suponía una reducción significativa del gasto público en 2026. El plan incluía suspender la indexación por inflación de la mayoría de los gastos públicos (incluidas las pensiones) y eliminar dos feriados. Era un buen paquete de consolidación fiscal, ni muy regresivo ni muy progresivo, pero generó una gran polémica.
Sin embargo, convertir la situación en un drama fue un error táctico. Estas estrategias no suelen funcionar en sociedades democráticas; al contrario, tienden a generar desconfianza, cansancio y rechazo. Los ciudadanos quieren mostrar que tienen alternativas: organizan protestas, votan contra el gobierno o se alejan de la política.
Esta dinámica ya se vio en la política climática. En vez de presentar los méritos y beneficios de la lucha contra el calentamiento global, los gobiernos y las organizaciones internacionales suelen insistir en alertar de una catástrofe inminente. Pero imponer una política a los ciudadanos (en particular si se la considera costosa o injusta) apelando a una “elección de Hobson” (“es esto o el fin del mundo”) suele provocar reacciones en contra; en Francia ya ocurrió en 2018 con el surgimiento del movimiento de protesta de los “chalecos amarillos” en respuesta al aumento de impuestos a los combustibles.
La misma lógica se aplica a la política fiscal. La deuda y el clima son cuestiones que demandan visión a largo plazo y un sentido de justicia intergeneracional. Pero una y otra vez, los funcionarios han eludido estas complicaciones y aterrorizan a la población diciéndole que está al borde de un abismo.
Es ingenuo creer que se pueden obtener acciones constructivas de la gente apelando al miedo. Hace 18 años, el entonces primer ministro proclamó que Francia estaba en bancarrota; y desde entonces, la deuda se duplicó. Importantes personalidades, organismos y agencias oficiales lanzan cada tanto advertencias dramáticas a las que casi nadie presta atención.
Hoy, la respuesta mayoritaria de los franceses al fantasma de la deuda parece ser el nihilismo. Se convocó para el 10 de septiembre una manifestación nacional que no buscará promover programas o soluciones concretos, sino “bloquearlo todo”. Para quienes desearían una base más sostenible para las finanzas públicas francesas, esto no puede ser ningún progreso. Cuando movimientos populistas en países latinoamericanos (como Argentina, Perú y Venezuela) usaron las crisis de deuda para movilizar a la población contra las políticas ortodoxas, el resultado frecuente fue la desestabilización.
Los ciudadanos de a pie suelen desestimar los discursos tremebundos de sus gobiernos, pero los mercados financieros toman nota. El rendimiento de la deuda pública francesa a treinta años está en el nivel más alto desde 2011, y el de los bonos a diez años se asemeja al de Italia. No debería sorprender a nadie, ya que las percepciones influyen en la evaluación de riesgos financieros. Cuando un gobierno insiste en que la deuda nacional es insostenible, tiende a convencer a los inversores y a las agencias de calificación de que es verdad.
Francia necesita un ajuste fiscal fuerte y rápido. Pero todavía no se les ha explicado a los franceses por qué. Los ministros describen en términos aritméticos la triste realidad de que el servicio de la deuda ya consume una parte mayor del presupuesto que la educación. Pero la triste verdad es que a pocos votantes les importa. En cambio, habría que recordar a los ciudadanos las protecciones que recibieron durante la pandemia de COVID-19. El compromiso del gobierno con hacer “lo que fuera necesario” evitó un colapso de la economía y salvó puestos de trabajo. Fue costoso. Había que hacerlo. Pero ahora cierta consolidación presupuestaria es necesaria.
La probabilidad de que en los próximos diez años se produzca una crisis similar (de origen natural, geopolítico o sanitario) es alta. Por eso Francia debe recuperar cuanto antes cierto margen fiscal: no para complacer a Bruselas o Washington, sino para proteger a la población y a la economía frente a una futura conjunción de circunstancias desfavorables. El gobierno tiene que estar en condiciones de proveer a la población tanta ayuda como durante la pandemia. Y su capacidad para hacerlo no se puede dar por sentada.
El arte de la política consiste en hacer aceptable lo necesario. Renunciando a la comunicación mesurada en favor de un torpe alarmismo, el gobierno de Bayrou se fabricó un problema de deuda (y con él, la caída).
El autor
Jean-Pierre Landau, ex vicegobernador del Banco de Francia, es profesor en el Institut d’études politiques de Paris (Sciences Po).
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Cortesía de El Economista
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