A las diez de la noche del viernes 13 de junio, cuando el edificio en el vivía hacía apenas 3 días se empezó a incendiar, Andrés, nacido en un pueblo de Antioquia hace 23 años, estaba jugando pádel, en Dubái, con una amiga de la costa colombiana, también joven.
Los dos se habían ido a vivir a la Tiger Tower, él en uno de los pisos de abajo y ella en uno de los últimos de los 67, esa misma semana. El edificio, queda (quedaba) en una de las zonas más exclusivas del emirato, en La Marina.
La Marina es el puerto deportivo artificial más grande del mundo, con un canal de 3,5 kilómetros que se conecta con el Golfo Pérsico. Ahí, quedan más de 200 torres de apartamentos y oficinas de lujo, rascacielos imponentes, bien iluminados que dan sombra a una playa artificial donde en junio pega un sol de más de 40 grados. Un apartamento ahí puede costar, en promedio, tres millones de dirhams, unos 800.000 dólares, y el arriendo mensual unos 10.000 dólares.
Pero ni Andrés ni su amiga, ni los casi 50 colombianos que vivían en el edificio, son ricos ni nada parecido. Llegaron a Dubái (casi a 20 horas en avión desde Medellín) a comienzos de este año a estudiar inglés en una academia que además es de dueños colombianos. Como ellos, cada semana llegan entre 10 y 20 jóvenes latinoamericanos, casi todos de Colombia, a aprender inglés en el país y en la ciudad que está de moda.
Por ganarse una beca para estudiar ingeniería, los padres de Andrés le regalaron un carro, para que fuera del pueblo a la Universidad. Para pagar los casi $30 millones que le costó el tiquete de ida (no el de vuelta) y el semestre en la academia de idiomas, Andrés lo vendió. Como él, la mayoría de los colombianos y antioqueños se gastan todos sus ahorros y piden préstamos para irse a vivir en esa ciudad que parece de fantasía: segura, nueva, alta, costosa, moderna, presuntuosa, presumible, fotografiable y viral, donde el 90% de la población es migrante y cada quien se hace entender en inglés con las palabras que le alcancen. Además, los trámites para conseguir la visa de estudio son fáciles, más si se compara con los actuales políticas migratorias de Estados Unidos y Australia (de este último se habla menos, pero entre 2023 y 2025 redujo un tercio los estudiantes internacionales).
Así que las empresas de intercambios académicos y de idiomas tienen en Dubái el banquete más apetecido: el más lejano y exótico de los destinos, con permisos para estudiar y, sobre todo, para trabajar. Los estudiantes se van casi siempre con un ahorro para los primeros dos o tres meses con la ilusión de que después puedan conseguir un trabajo de medio tiempo para costearse el resto del semestre o el año de estudios.
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Pero en Dubái, donde según el gobierno la tasa de desempleo es menor del 3%, no existe el salario mínimo y la competencia por los puestos de trabajo es feroz: hay miles de paquistaníes, indios y filipinos dispuestos a trabajar (casi siempre en la construcción de los grandes edificios) a cambio de comida, hospedaje, transporte y un pago de menos de 200 dólares al mes. Hay un barrio, a poco más de una hora de los rascacielos de Dubái, que se conoce como Sonapur, donde viven en campamentos, cientos de inmigrantes hacinados en habitaciones diminutas con cocinas y lavadoras comunitarias. Se puede ver en Youtube, hay influencers que lo descubrieron y lo muestran.
Además, los puestos de trabajo y los salarios están en buena medida determinados por la nacionalidad (como en todo el mundo): los mejores para los árabes, norteamericanos y europeos, y los peores para los del sur de Asia y África. A los latinos les toca rebuscar en los del medio, pero es necesario hablar inglés, y eso es precisamente lo que todavía no saben. Así que, endeudados y sin ahorros se juntan para vivir: cuatro o seis en una habitación con un baño y una cocina pequeña, en un edificio con fachada de magnate. Una de esas habitaciones cuesta casi 5.000 dirahms al mes, unos 1.400 dólares, $5,7 millones de pesos.
En uno de esos vivía Andrés y en otro su amiga, hasta que intempestivamente se hizo cenizas en la noche de ese viernes de pádel.
La Tiger Tower tenía 67 pisos y 764 viviendas y, según el Dubái Media Office (el medio de comunicación controlado por el gobierno, como todos), en ella vivían 3.820 habitantes, de los cuales, increíblemente, ninguno resultó herido ni muerto. Dijeron también que el incendio comenzó en la parte alta del edificio y que se desconocían las razones, que le iban a dar alojamiento temporal a los residentes y que los equipos de socorro y rescate habían trabajado toda la noche. Hay videos de la mañana del sábado, a plena luz, donde todavía se ven llamas. Hay también videos de las escaleras del edificio por donde bajaron todos con los rostros tapados, donde se ve humo como de chimenea ardiendo. ¿Puede alguien así bajar 50 o 60 pisos sin desmayarse, sin quedar, por lo menos, herido? No hay contrapeguntas.
Además, la cifra de habitantes es difícil de creer: según el dato del gobierno, en cada apartamento vivían cinco personas, pero eso es lo que había, según las personas con las que hablé, en cada habitación. Además, la pareja de pádel eran de los que tenían más comodidades, pues ambos, extraordinariamente, tienen trabajo. Pero todos cuentan (y muestran fotos y videos que lo confirman) que lo normal es que los propietarios rompan los muros y vuelvan todo el apartamento en un gran salón, separado por paredes delgadas como una radiografía, en las que alquilan entre 20 y 25 camas, cada una por unos 400 dólares al mes. Eso, sumado a que los propietarios, a pesar de la cantidad de inquilinos, tienen por costumbre seguir actuando como si vivieran solos allí, y llegan cualquier día a cualquier hora con amigos y familiares a cocinar, a charlar o hacer una siesta.
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El edificio fue construido entre 2005 y 2010. Ese año se convirtió en el decimonoveno edificio más alto del emirato. Su construcción, como la de la mayoría de los rascacielos del país, incluida la del Burj Khalida, el edificio de 828 metros que es el más alto del mundo, estuvo a cargo de la compañía Emaar Properties, fundada en 1997 por Mohamed Alabbar, uno de los hombres más poderosos y ricos del país, y un íntimo asesor del jeque de Dubái, Mohammed bin Rashid. Durante las casi 12 horas que duró el incendio, dicen los habitantes, que en todo el edificio no se prendió ni una alarma contra incendios ni se activó ningún rociador de agua.
Andrés y su amiga (la idea fue dar la menor cantidad posible de nombres y detalles de las personas para que no deporten a ninguno) pasaron la noche por fuera, hablando en la playa. Lo único que tenían era lo que llevaban puesto. Los compañeros de habitación alcanzaron a coger un par de cosas antes de salir. Luego, contaron que en el edificio no sonó ni una alarma contra incendios ni se activó ningún sistema de riego ni nada por el estilo. La mayoría amaneció en la acera viendo al rascacielos convertirse en carbón, hasta que en la mañana siguiente los repartieron por hoteles y albergues por toda la ciudad. Esos hoteles los pagó, hasta el viernes que acabó de pasar, la administración del edificio.
Ya en los hoteles temporales, los colombianos crearon grupos de Whatsapp, grabaron videos pidiendo ayuda (en los que se cuidaron de no hablar mal del país ni del gobierno), y consiguieron donaciones de decenas de compatriotas que no están estudiando inglés: Dubái y los Emiratos Árabes se han convertido también en uno de los destinos favoritos para militares y policías retirados que consiguen trabajos bien pagos sin hablar mucho inglés.
Durante casi dos semanas les llevaron ropa y comida que alcanzó para repartir entre todos los albergues y para todas las nacionalidades. Una generosidad que contrastó con la pobre respuesta de la embajada colombiana en el país, que solo publicó un comunicado lamentando el incendio y prometiendo asesoría legal, difusión de información, rapidez en la comunicación y un grupo de apoyo con otros colombianos, todas cosas que ellos pudieron hacer solos. Hasta las nuevas cédulas y los pasaportes se las cobraron.
Pero ya están en una residencia nueva, con cinco o seis compañeros, otros con 20, con los que hablan español todo el día, menos en la mañana, cuando van a aprender inglés, en una academia colombiana, en la zona más exclusiva de Dubái.
*Nombres cambiados.
Cortesía de El Colombiano
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