Durante décadas, la imagen popular de los neandertales se ha construido en torno a una escena casi cinematográfica: hombres robustos, envueltos en pieles, devorando carne de mamut recién cazada junto a un fuego crepitante. Sin embargo, la ciencia está revelando una historia muy distinta, una que desafía nuestro concepto de lo que significa comer “bien” en la Prehistoria. Sin embargo, un nuevo estudio publicado en Science Advances por Melanie Beasley, Julie Lesnik y John Speth está desmontando ese mito y ofreciendo una visión más compleja, e incluso inesperada, sobre lo que comían nuestros primos prehistóricos: los neandertales obtenían buena parte de su nutrición de carne almacenada durante semanas, repleta de larvas de mosca.
Esta revelación no es un simple detalle anecdótico. Supone reescribir nuestra comprensión de la vida diaria en el Pleistoceno y desmonta uno de los mitos más arraigados sobre esta especie: el de que eran depredadores hipercarnívoros, equivalentes humanos de leones o lobos. El hallazgo proviene de un cruce fascinante entre arqueología, biología y antropología forense, que ha utilizado los isótopos del nitrógeno como hilo conductor para desentrañar los secretos de su dieta.
La paradoja del nitrógeno que no cuadraba
Desde los años noventa, el análisis de restos fósiles de neandertales ha mostrado un patrón intrigante: sus huesos presentan concentraciones de nitrógeno-15 más altas incluso que las de los grandes depredadores con los que compartían territorio. En teoría, esto los situaba en la cima absoluta de la cadena alimenticia, comiendo carne en cantidades casi imposibles para un ser humano.
El problema es que, fisiológicamente, los humanos no podemos tolerar dietas extremadamente proteicas durante mucho tiempo. El hígado tiene un límite para metabolizar aminoácidos, y superar ese umbral provoca un síndrome conocido históricamente como “inanición por proteína”. Explorar este escenario obligaba a los investigadores a buscar una explicación alternativa. Si los neandertales no comían cantidades descomunales de carne magra, ¿cómo lograban esos valores tan altos de nitrógeno?
La respuesta estaba en algo que nuestra mentalidad moderna asocia con la repulsión: la descomposición. La carne que los neandertales almacenaban para sobrevivir al invierno inevitablemente era colonizada por larvas de mosca. Y esas larvas, ricas en proteínas y grasas, concentraban el nitrógeno-15 mucho más que la carne original. Al consumirlas, su firma isotópica quedaba registrada en los huesos, elevando los valores hasta niveles que antes parecían imposibles sin un consumo masivo de carne fresca.

Una estrategia de supervivencia que funcionaba
Lejos de ser un acto de desesperación, la incorporación de carne putrefacta y larvas a la dieta era, en realidad, una estrategia brillante. En los ambientes fríos y cambiantes del Pleistoceno europeo, la caza no garantizaba un suministro constante de alimento. Conservar las piezas completas, a veces sin abrirlas, era una forma de tener reservas energéticas para las semanas más duras.
La descomposición, que hoy asociamos al peligro, era entonces una aliada. La grasa y los nutrientes se concentraban en las larvas, fáciles de recolectar y digerir. Además, muchas poblaciones indígenas documentadas en tiempos históricos han practicado costumbres similares, consumiendo deliberadamente carne envejecida y larvas como un recurso habitual, no como un último recurso. Para los neandertales, este comportamiento no tenía la carga cultural de repulsión que nosotros sentimos hoy; era simplemente comida.
Los experimentos forenses modernos han respaldado esta hipótesis. Investigaciones recientes con tejidos humanos en descomposición, realizadas en instalaciones especializadas en Estados Unidos, han mostrado que las larvas alimentadas de carne en putrefacción pueden alcanzar niveles extraordinarios de nitrógeno pesado, suficientes para reproducir la huella isotópica que observamos en los fósiles de hace decenas de miles de años.
Una dieta que desafía los prejuicios modernos
Pensar en neandertales comiendo larvas puede parecer una imagen poco atractiva, pero obliga a repensar nuestros prejuicios. Hoy sabemos que más de dos mil millones de personas en el planeta consumen insectos como parte de su dieta habitual, y que estos aportan proteínas, grasas y micronutrientes esenciales. En la Edad de Hielo, donde la prioridad era sobrevivir, lo que hoy llamaríamos “asqueroso” era, en realidad, ingenioso.
Esta visión también transforma nuestra percepción de los neandertales. Lejos de ser torpes carniceros, eran planificadores cuidadosos. Sus hábitos alimenticios muestran un conocimiento fino de su entorno y una capacidad para explotar todos los recursos disponibles. Almacenaban, esperaban y consumían de forma estratégica. La putrefacción y los insectos no eran señales de fracaso, sino parte de un ciclo alimenticio optimizado para un mundo sin refrigeradores ni sal.
Además, esta nueva interpretación de su dieta aporta un matiz humano fascinante. Y es que nos obliga a imaginar escenas cotidianas radicalmente distintas a las películas y reconstrucciones de museos. No solo había hogueras y lanzas, sino también rocas levantadas, trozos de carne parcialmente congelada y nidos de larvas que, en manos expertas, eran alimento. La verdadera vida prehistórica estaba llena de contrastes entre ingenio y crudeza.

Reescribiendo la historia alimentaria del Pleistoceno
El descubrimiento de la importancia de las larvas en la dieta neandertal no solo explica un misterio isotópico, sino que también reconfigura nuestra comprensión de la alimentación prehistórica en general. Muchas interpretaciones anteriores de restos fósiles podrían necesitar una revisión, considerando la posibilidad de que la descomposición y los insectos desempeñaran un papel invisible pero crucial.
La historia de la humanidad está llena de estrategias de supervivencia que desafían los cánones modernos de higiene o gusto. Este hallazgo nos recuerda que la línea entre lo aceptable y lo repulsivo es cultural y mutable. Lo que para nosotros sería un tabú, para los neandertales era una herramienta de adaptación y un seguro de vida frente a los inviernos implacables de la Edad de Hielo.
En definitiva, estos nuevos estudios no solo reescriben un capítulo sobre lo que comían los neandertales, sino que también nos obligan a mirarlos con más respeto. Su supervivencia no dependía únicamente de la fuerza o la caza, sino también de su capacidad para entender los ritmos de la naturaleza y sacar partido de ellos. Y en ese ingenio, entre la carne que olía fuerte y los enjambres de larvas, está la verdadera clave de su resiliencia.
El estudio ha sido publicado en Science Advances.
Cortesía de Muy Interesante
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