Interminables vacaciones de verano

Hace mucho tiempo, en el lejano 1838, España firmó un Tratado de Paz y Amistad con México. Parecía que el conflicto entre conquistadores y agraviados empezaba a desdibujarse y muy pronto se restablecieron relaciones diplomáticas. Ángel Calderón de la Barca, hombre muy ocurrente y lleno de paciencia, fue nombrado primer ministro plenipotenciario de España en México y fue comisionado para viajar a nuestras tierras como primer trabajo de campo.

A pesar de su apellido de aroma literario, don Ángel nada tenía que ver con las letras. Pero su mujer sí. La muy curiosa y extranjera Frances Erskine Inglis, escocesa avecindada en Boston, era fanática de todo lo hispano, escritora a veces y siempre una entusiasta lectora. (Cuentan que a los 32 años —ya alarmada su familia por su soltería— aceptó la propuesta matrimonial de don Ángel Calderón que a pesar de sus cincuenta primaveras no tenía malos bigotes). En ese mismo año, se realizó la boda y ya sin apellido de soltera, convertida en Madame Calderón de la Barca, Frances se dispuso a viajar a México con su marido, sin saber que tal viaje, primero la dejaría sin palabras, pero después la convertiría en excepcional cronista y narradora de historias.

A bordo de la embarcación “Norma”, ambos zarparon desde Nueva York. Su primera parada fue la ciudad de La Habana; la segunda, el puerto de Veracruz y desde allí, por tierra, llegarían a la Ciudad de México. Entusiasmada, y casi desde el primer día, Madame Calderón de la Barca empezó a escribir, copiosas cartas a su familia de Boston —particularmente a su hermana— describiendo puntualmente lo que sus inquietos ojos descubrían, aunque la ilusión del viaje, de contemplar un nuevo cielo y vivir emocionantes aventuras, fuera sepultada casi inmediatamente

“Siempre me ha encantado la vida en el mar —escribe Madame Calderón en sus primeras líneas —, pero no la que se lleva en un barco mercante con camarotes sin ventilación, y con multitud de olores desagradables. Todo se vuelve maloliente, hasta el agua de colonia”. El viento en contra no ayudaba al avance de la embarcación. “Hemos hecho setenta y cuatro millas y sólo hemos avanzado cuarenta” remata en un párrafo desesperado.

Más todo cambió, lector querido, cuando en diciembre de 1839, el matrimonio Calderón de la Barca desembarcó en Veracruz, sin saber que se quedarían un largo tiempo, como disfrutando unas eternas vacaciones de verano.

Frances nunca dejó de escribir y gracias a su pluma nos enteramos de la fascinación tropical que le produjo La Habana, la terrorífica sensación de experimentar un norte en Veracruz, su impresión al conocer al general Antonio López de Santa Anna, el horror que le causó un posadero de Río Frío al contarle “historietas de ladrones, robos y horribles asesinatos” y su placer al comer tortillas recién hechas. Sin embargo, su descripción al llegar a la ciudad de México, en los primeros días de julio de 1840, es insuperable:

“Finalmente pudimos contemplar el inmenso valle desde lo alto, tan alabado en el mundo entero y rodeado de montañas, con sus volcanes y grandes lagos, así como las fértiles llanuras que rodean la ciudad de Moctezuma, orgullo de su conquistador y la más brillante de las joyas de las antiguas colonias de la Corona Española. Ya podíamos vislumbrar las agujas de sus innumerables campanarios. Parecía como si tuviera ante mí una visión del pasado, y no una revelación del presente. Como si el talón del tiempo se levantara, para descubrirnos el panorama que contempló Cortés cuando lo vislumbró por vez primera. La ciudad de Tenochtitlán, rodeada de cinco grandes lagos, con verdes y floridas islas, como si se tratara de la propia Venecia, con miles de embarcaciones a lo largo de sus canales… ¡Qué esplendor ante los ojos de los primeros descubridores!”

Poco a poco y sin saber que su correspondencia acabaría reunida en un libro de dos tomos titulado “La vida en México durante una residencia de dos años en ese país”, Madame Calderón fue cambiando de estilo. En pleno verano, de 1840, Madame escribiría fascinada:

“No hay mujeres más afectuosas en modales que las mexicanas. De hecho, un extranjero, especialmente si se trata de un inglés y es retraído y acostumbrado a la frialdad de sus compatriotas, sólo tiene que vivir aquí algunos años, entender el idioma, habituarse al peculiar modo de ser de las mujeres, para darse cuenta que las señoritas mexicanas son, sencillamente, irresistibles”. Resultan excelentes esposas —dice—, pero advierte que “cuando un inglés se casa en México debe estar preparado para echar raíces aquí, porque es muy raro que una mexicaine pueda vivir fuera de su patria. Echan de menos el clima, y aquel afecto cálido y cordialidad que aquí las envuelve. Son verdaderas patriotas y sus deseos no van más allá de su propio horizonte”

El encargo diplomático terminó en 1842. Durante su larga estancia veraniega, Madame Calderón de La Barca logró revelar al mundo nuestros encantos, pero también costumbres nacionales todavía de indiscutible actualidad: que cada día tenemos una fiesta, celebramos mejor con algo de beber y alrededor de una mesa, somos uno de los pueblos más tragones del mundo, las “visitas de los mexicanos nunca duran menos de una hora”, nuestros veranos son interminables y nuestra casa siempre es la de usted.

Cortesía de El Economista



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