Desde que en 1921 se hiciera con el poder en el Partido Nazi, Hitler tuvo en mente la creación de un movimiento juvenil que sirviera para transmitir su ideología a los alumnos de enseñanza secundaria. La reunión fundacional tuvo lugar el 13 de mayo de 1922 en Múnich: solo se presentaron 17 jóvenes, pero a finales de ese año el número ya había aumentado a 250.
El movimiento siguió creciendo de forma continuada y en 1926, cuando Hitler salió de la cárcel, recibió el nombre oficial de Juventudes Hitlerianas (Hitlerjugend). Lo que hasta entonces había sido una organización más bien laxa y difusa pasó a funcionar como una compañía militar sometida a una disciplina de hierro. Para Hitler, el objetivo estaba claro: atraer a la juventud y lavarle el cerebro para conseguir una obediencia total al nazismo.
La pertenencia a un violento colectivo
Los fines de semana, estos jóvenes hacían marchas junto a miembros de las SA y se encargaban de la seguridad de los mítines. También tomaban parte en las campañas de violencia organizada, atacando con bombas fétidas los cines que proyectaban películas antibélicas o enzarzándose en peleas callejeras con miembros de las Juventudes Comunistas. Entre 1931 y 1933, veintiún jóvenes murieron en este tipo de enfrentamientos.

Las Juventudes Hitlerianas fueron prohibidas durante un corto período de tiempo, pero eso no impidió que siguieran asolando las calles. Entre sus miembros más temidos se encontraban los aprendices de carnicero de Kiel, que atacaban a sus oponentes vestidos con su uniforme de trabajo ensangrentado. En 1932, el Ministerio del Interior alemán contabilizó 107.956 miembros de las Juventudes Hitlerianas, un número pequeño si se compara con los diez millones de jóvenes que participaban de forma activa en otros grupos y asociaciones juveniles.
Pero en 1933, después de ser nombrado canciller, Hitler disolvió muchos de estos grupos y convirtió a sus afiliados en militantes de la organización juvenil nazi. Sorprendentemente, esta decisión no suscitó demasiadas protestas. La explicación probablemente se encuentre en que, para muchos jóvenes, lo importante no era tanto la ideología como el sentimiento de pertenencia a un colectivo.
El nazismo fue invadiendo así cada vez más el mundo juvenil. Esta tormenta ideológica también llegó a las escuelas públicas, que desde 1933 competían para ver cuál tenía la mayor proporción de miembros de las Juventudes. Si la afiliación superaba el 90% de los alumnos, a la institución se le concedía el honor de portar las insignias del movimiento.

En consecuencia, los jóvenes hitlerianos empezaron a acosar a aquellos que no lo eran. En Wiesbaden, militantes armados con palos entregaban formularios de inscripción en los que había que declarar si se apoyaba o no a Hitler. Debía firmarlos también el padre del estudiante, que asimismo tenía que especificar el nombre de su empleador, una forma poco disimulada de chantaje.
Purgas y adoctrinamiento
Paralelamente, se inició una purga de los profesores que no apoyaban el nazismo. Socialdemócratas y judíos fueron expulsados; a los demás, se les enviaba durante seis semanas a un campo de reeducación en el que se les inculcaban los principios del nacionalsocialismo y donde, al final, debían jurar fidelidad al Führer.
Desde el primer año de escuela hasta la universidad, el plan de estudios se ajustó a la doctrina oficial. En matemáticas, los alumnos calculaban el coste para el Estado de mantener a personas con discapacidades y el ahorro que se podría obtener si se las suprimiera. Las clases de biología se centraban en cuestiones raciales, y las de historia, en los males del comunismo, la grandeza del Imperio germánico y la infancia y juventud de Adolf Hitler.
Los estudiantes especialmente prometedores continuaban sus estudios en centros especiales donde se les formaba para ser la élite del Tercer Reich. “A esas escuelas enviamos a niños con un talento particular, hijos de obreros o campesinos que nunca podrían pagar esa educación. En el futuro, esos estudiantes ocuparán los puestos más altos. Estamos creando un Estado en el que el nacimiento no significa nada, y la dedicación y la habilidad lo son todo”, aseguraba Hitler, destacando el propósito de esas escuelas: crear dirigentes nazis que fortalecieran el Estado hitleriano en todos sus frentes. Para ello, tenían que cumplir con el ideal germánico. Los 17.000 chicos elegidos para seguir ese camino no cabían en sí de orgullo.
La élite de la élite
Pero una cosa era ser seleccionado y otra pasar el examen de ingreso, que era despiadado. Durante ocho semanas, los jóvenes tenían que probar su valía en trabajos de campo, combates de boxeo, prácticas bélicas y test de inteligencia.
Los que superaban la prueba tenían por delante un glorioso futuro. En algunos centros se les enseñaba liderazgo en el partido y en el sector público, mientras que en las 37 escuelas Napola (Nationalpolitische Erziehungsanstalt) se impartía la misma formación que en las antiguas academias militares prusianas. Cuatro de estas escuelas habían sido seleccionadas para formar a la élite de la élite. Se encontraban en antiguos castillos y los alumnos, tanto en lo relativo a la formación ideológica como a la práctica militar, recibían un entrenamiento específico para que de allí saliera el futuro Führer.

El primer año aprendían la doctrina racial y científica nazi. El segundo se dedicaba al entrenamiento físico, con actividades como escalada y paracaidismo. El último se consagraba a la teoría del espacio vital, el Lebensraum, y a inculcarles la idea de que Alemania necesitaba expandirse hacia el este. En su tiempo de ocio, los jóvenes podían disfrutar de los mejores campos de golf del país, pilotar planeadores en los Alpes o conducir los Mercedes del partido.
Este trato privilegiado causaba una profunda impresión en los estudiantes, que no albergaban la menor duda sobre su valía. “Si la raza nórdica es la mejor, los alemanes son la excelencia dentro de los nórdicos y nosotros somos los mejores alemanes, luego somos los mejores del mundo entero”, dejó escrito un tal Joachim Baumann, elegido a los doce años para una de las escuelas de élite.
Reclutamiento obligatorio
Para Hitler, no obstante, contar con ese grupo de elegidos no era suficiente. Su ideal consistía en que todos los jóvenes alemanes llegasen a formar parte del nazismo, por lo que, a pesar de la impresionante cifra de cinco millones de miembros de las Juventudes Hitlerianas conseguida en 1936, estaba lejos de sentirse satisfecho. La afiliación se hizo entonces obligatoria, igual que a la correspondiente asociación femenina, la Liga de Muchachas Alemanas (Bund Deutscher Mädel). “La juventud alemana tiene que entrenarse física, intelectual y moralmente en el espíritu nacionalsocialista”, argumentaba el Führer.

De esta forma, los jóvenes ya no podían librarse de la garra del nazismo. La familia, la escuela y las Juventudes Hitlerianas fueron los pilares de la educación en el Tercer Reich. A los seis años, a los niños se les entregaba un cuaderno en el que sus profesores iban reflejando los progresos de su espíritu nacionalsocialista. ¿Tenían conciencia de la superioridad de la raza aria? ¿Sabían de las siniestras intenciones de los judíos? ¿Amaban a su Führer? Así se les controlaba estrechamente durante todo el sistema educativo.
A los diez años, los chicos hacían una prueba de ingreso para la rama infantil de las Juventudes, la Deutsches Jungvolk (de 10 a 14 años). Si la superaban, podían jurar fidelidad a Hitler. “Prometo cumplir siempre con mi deber, con amor y lealtad al Führer”, decían a coro todos los años en el cumpleaños del susodicho –el 20 de abril–, que era también el día oficial de admisión al movimiento. La mayoría disfrutaba de la experiencia, que les permitía acudir a concentraciones masivas e ir por las calles con sus huchas pidiendo para los más necesitados.
Una organización militar
Las Juventudes Hitlerianas se organizaban como un pequeño ejército, con divisiones, compañías, etc. El ejercicio físico era muy duro y todo estaba pensado como preparación para la vida militar; los jóvenes hacían muchas horas de entrenamientos y largas marchas. En los mítines formaban disciplinadamente como soldados y, en las grandes concentraciones, competían por las insignias que entregaba la organización. En los fines de semana y las vacaciones de verano, iban a campamentos en los que aprendían juegos bélicos y también a orientarse usando brújulas y mapas.

Toda la actividad se inscribía en un rígido marco racial e ideológico. Los líderes tenían que seguir la línea del partido al pie de la letra e inculcársela al resto de los jóvenes, educados según la cosmovisión nazi –la Weltanschauung–, basada en un imperio pangermánico y en la superioridad de la raza aria. Las reuniones semanales de las Juventudes Hitlerianas incluían lecturas de leyendas heroicas germanas y clases de historia en las que se les hablaba de Federico el Grande y Bismarck, dos líderes que habían abierto el camino al Tercer Reich, y se ensalzaban el desprecio por la muerte y el espíritu de sacrificio de los soldados alemanes en la Primera Guerra Mundial.
Pero lo que atraía a los niños no eran los entrenamientos agotadores ni las leyendas antiguas, sino las actividades sociales y de ocio en las que podían sentirse independientes de los adultos y experimentar un nuevo sentido de comunidad. El líder de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Schirach, había entendido perfectamente esa necesidad de los jóvenes, que gracias a su afiliación viajaban por toda Alemania, hacían senderismo y excursiones en bicicleta y pasaban innumerables noches en tiendas de campaña, actividades que hasta entonces solo habían estado al alcance de los más ricos.

Jóvenes dispuestos a morir
En su último año, los jóvenes hacían ya vida de soldados en los grupos especiales de la organización. Podían elegir la marina, la aviación, los servicios de inteligencia o las unidades motorizadas, todo siempre dirigido hacia el objetivo final de Hitler: crear guerreros disciplinados que aceptaran el programa nacionalsocialista sin hacer preguntas.
En 1938, fueron sometidos a este lavado de cerebro organizado ocho millones de alemanes. Estos jóvenes, caracterizados por una lealtad ciega, tuvieron pronto la oportunidad de demostrar su valía. A lo largo de 1939, cientos de miles de ellos se incorporaron al Ejército y fueron preparados para la guerra. Los más pequeños envidiaban a los mayores, que podían dar su vida por Alemania.

Cuando llegó la guerra, todos participaron: ayudaron en refugios antiaéreos y hospitales, hicieron de correos, repartieron propaganda y cartillas de racionamiento, descargaron carbón y comida… Las chicas también se incorporaron a filas: cocinaban, cosían ropa y ayudaban a la Luftwaffe observando el cielo para detectar la llegada de aviones enemigos. La contienda fue la prueba de fuego que demostró a Hitler que había creado lo que necesitaba: una multitud de hombres jóvenes fanatizados y dispuestos a morir por su Führer.
Cortesía de Muy Interesante
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