
La bala que mató a Charlie Kirk atraviesa a todos. Su asesinato este miércoles no fue sólo un crimen contra un individuo, sino un mensaje de que la polarización está dejando de ser un fenómeno discursivo para convertirse en pólvora. Kirk murió víctima no sólo de un gatillero, sino de un clima envenenado donde la palabra se ha convertido en arma de guerra. Pero las primeras horas de luto y condena por un asesinato que nunca debió ser mostraron, para la desolación del espíritu, cómo las semillas de la ira están dando frutos: la polarización no se contuvo, se expandió. Se ignora aún el motivo del asesinato, pero se puede decir que es totalmente político por sus consecuencias.
Estamos atrapados en la maldita diada entre dos conceptos que resurgieron con arrolladora fuerza cuando muchos pensaban que habían sido enterrados: la derecha y la izquierda, conceptos ideológicos reducidos al terreno de la política y la búsqueda del poder. Los dos bandos jalaron para su lado. El presidente Donald Trump, a quien Kirk ayudó a ganar decenas de miles de votos para su elección, dijo que es resultado de la satanización de la izquierda radical política que discrepa de ideas contrarias a las suyas.
La extrema derecha en el mundo lo secundó, condenando “la retórica deshumanizadora de la izquierda y su intolerancia”, como alegó Jordan Bardella, el líder de la Agrupación Nacional, el partido de extrema derecha en Francia. Santiago Abascal, líder del partido español Vox, que tiene adeptos en México, agregó: “Ya lo he vivido. Unos apuntan y otros disparan. Como la censura no les basta, recurren al asesinato”.
Al otro lado de la geometría política tampoco hay moderación. El pleno del Parlamento Europeo rechazó un minuto de silencio como señal de luto por Kirk que habían solicitado los conservadores. La decisión provocó protestas cuyos argumentos terminaron dirimiéndose a golpes. En Estados Unidos, donde los líderes demócratas condenaron rápidamente el asesinato, hubo quienes no entendieron la gravedad del momento que se vive.
Matthew Dowd, un operador político demócrata y comentarista en MSNBC, dijo minutos después del asesinato que Kirk constantemente dirigía su discurso de odio contra ciertos grupos. “Y siempre vuelvo a esto”, agregó. “Los pensamientos de odio conducen a palabras de odio, que a su vez conducen a acciones de odio”. MSNBC lo despidió ayer.
El asesinato de Kirk se cruzó con la violencia política que vive Estados Unidos, partido por la mitad en lo político y lo social, y se cruzó con la libertad de expresión. ¿No es alguien libre de expresar sus ideas sin más riesgo de ser confrontado de la misma manera? ¿No es una acción antinatural haberlo asesinado en una universidad, donde por definición se alienta la discusión abierta? Lo paradójico de su muerte es que Kirk, si bien defendía con estridencia la libertad de expresión, también ayudaba en la construcción de muros que negaban el mismo derecho a quien pensara diferente. Su asesinato desnuda la paradoja de nuestra era: se defiende la libertad, siempre y cuando refuerce el propio credo. Un día antes del crimen, la Fundación de los Derechos Individuales y de Expresión publicó una encuesta entre universitarios donde el 34% dijo estar dispuesto a aceptar la violencia en “algunos casos” para frenar un discurso en los campus. La encuesta fue un prólogo trágico del disparo que mató a Kirk.
La polarización política en Estados Unidos ha cruzado ya el límite de lo institucional. El asesinato no puede explicarse como un hecho aislado, sino como consecuencia lógica de una sociedad que convirtió al debate público en campo de batalla. Kirk descalificaba, ridiculizaba o incluso promovía la exclusión de discursos progresistas o de izquierda cuando estos cuestionaban su visión del país, la religión o el orden social. En el campo de enfrente, algunos exponentes del movimiento wokista imponían la censura o la cancelación del pasado, la tradición (como monumentos históricos) y los vínculos sociales, con el argumento de la reivindicación.
En este contexto, que va más allá de las fronteras de Estados Unidos, las palabras matan reputaciones y los discursos incendian multitudes. Trump, el húngaro Viktor Orbán, o nuestro producto nacional Andrés Manuel López Obrador son una muestra viviente de ello. En Estados Unidos, que sufre una violencia patológica en varios sectores de su sociedad, el siguiente paso era que alguien llevara la retórica que los rodea al extremo de la violencia física, que es lo que vimos en Utah, un estado muy conservador, donde un joven blanco con pinta de universitario acabó con la vida de Kirk.
Hoy, cada grupo en la geometría política-ideológica binaria en que vivimos busca apropiarse de la tragedia. La derecha lo presenta como mártir de la libertad; la izquierda como consecuencia de los excesos de un discurso incendiario. En el extranjero, los líderes también lo jalan para su trinchera con los mismos argumentos que en Estados Unidos. Pero, en el fondo, ambos bandos lo usan como pieza más en la disputa por el poder, sin reconocer que la víctima real es la democracia misma.
El gran carril del asesinato del influencer de extrema derecha nos lleva a un punto donde estamos viendo, en el espejo de Utah, que algo mayor agoniza: la posibilidad de disentir sin miedo, el derecho a decir lo impopular y la frágil noción de que el adversario no es enemigo. La libertad de expresión nunca muere con un decreto; muere con el primer disparo que obliga al silencio. Hay países como México, donde, sin compartir orígenes culturales y una historia política como Estados Unidos, nos hemos venido adentrando cada vez más en esa burbuja tóxica. La polarización política tiene expresiones más violentas e insultantes; los valores se han ido difuminando y las convenciones que antes teníamos hoy son inexistentes.
La pregunta de fondo es si la libertad de expresión sobrevive en este contexto. No hablamos de la censura de un Gobierno y sus brazos ejecutores, sino del silenciamiento de facto: la bala que impide la palabra. Este es el mensaje de la bala de Kirk, porque si a un personaje con su visibilidad se le acalla con violencia, el aviso es claro: hablar tiene precio. Y ese precio puede ser la vida.
Cortesía de El Informador
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