La banqueta capturada

La banqueta nació como una solución simple a un problema urbano complejo: proteger el cuerpo humano en medio de un tránsito cada vez más rápido y menos predecible. Más que un elemento arquitectónico, fue una tecnología sanitaria. Desde las ciudades antiguas hasta el siglo XIX, cuando carruajes, tranvías y los primeros automóviles comenzaban a compartir las calles, elevar unos centímetros el nivel del suelo bastó para crear un refugio. Sin embargo, incluso entonces su distribución fue desigual: primero aparecieron en los barrios ricos y solo mucho después en los pobres. Desde su origen, la acera reveló una verdad incómoda: en la ciudad, la seguridad siempre ha sido un privilegio selectivo.

Durante buena parte del siglo XX, pese a sus estrecheces o discontinuidades, la banqueta fue un espacio relativamente protegido. Permitía que caminar fuera un acto seguro, casi intuitivo. En medio del ruido, la desigualdad o el caos urbano, la acera sostenía un derecho básico: existir en la ciudad sin pedir permiso.

Esa promesa se ha roto. Hoy, la banqueta ya no es un espacio del peatón, sino un territorio en disputa. La modernidad urbana la convirtió en un bien vulnerable, capturado simultáneamente por vehículos, comercio, informalidad, basura, inseguridad y nuevas lógicas de movilidad que la acera nunca estuvo diseñada para absorber.

El automóvil fue el primer captor. Cuando un coche se estaciona sobre la banqueta, cuando bloquea un cruce o invade el paso peatonal, no comete un descuido: ejerce su poder. Declara que su masa, su velocidad y su comodidad valen más que el derecho de caminar. Lo que debería ser límite y contención se convierte en extensión del garaje, y el peatón queda relegado al espacio del peligro: la calle.

La motocicleta siguió el mismo camino. En un ecosistema vial saturado, la moto se mueve como quiere el conductor. Subir a la banqueta para adelantar el tráfico, esquivar un embotellamiento o ganar segundos en una entrega rápida se volvió práctica cotidiana. Estacionarse en la acera mientras espera la mercancía que va a entregar. La banqueta, diseñada para la lentitud, se ve atravesada por máquinas que circulan a 20, 30 o 40 km/h o estorban el paso. Su presencia es una consecuencia directa de una ciudad que abrazó la velocidad sin construir una educación vial que la acompañe.

A ello se sumaron los nuevos vehículos de la modernidad: scooters eléctricos, bicicletas asistidas, patinetas motorizadas. Rápidos y silenciosos, buscan el espacio más dócil: la banqueta. Su presencia es producto de la ausencia de reglas para todo tipo de vehículos. En ese vacío, el peatón vuelve a ser el último en la escala de prioridades.

La captura comercial añade otra capa de complejidad. El comercio informal expande sus fronteras sobre la acera porque no tiene otro lugar donde existir. La banqueta se convierte en bodega, vitrina, puesto de tacos o área de carga y descarga. Lo que debería ser un corredor peatonal continuo se transforma en una sucesión de obstáculos que empuja al caminante hacia el arroyo vehicular. Esto no es un incidente ocasional es desplazamiento sistemático.

Junto a la informalidad aparece una forma más sofisticada de captura: la de los restaurantes, bares y cafeterías que privatizan la banqueta bajo la estética de la “vida urbana”. Mesas, macetas, delimitadores, muebles y meseros apresurados ocupan el espacio público sin pedir permiso. Caminar entre platos calientes y comensales distraídos no es convivencia. Es la forma elegante y rentable de expulsión del peatón de su banqueta. El privilegio se disfraza de ambiente. El espacio público se vuelve un comedor privado al que el caminante solo accede como estorbo.

Y aún hay una captura más silenciosa: la de la basura, el abandono y las obras interminables. Bolsas abiertas, muebles viejos, montones de tierra, material de construcción olvidado por semanas, restos de comercio arrumbados contra muros y postes: la banqueta se convierte en depósito, en basurero, en bodega improvisada en una pista de obstáculos por la salida caprichosa de las raíces de los árboles. Esta captura no proviene del movimiento sino del descuido: es la forma más evidente de que la ciudad renuncia a cuidar el único espacio que debería proteger al peatón. Como siempre, ocurre más donde el Estado menos mira, donde la negligencia es paisaje y la banqueta es, literalmente, intransitable.

Frente a ello persiste una narrativa cómoda: culpar al peatón. Se le acusa de “imprudencia” por cruzar mal, distraerse o caminar alcoholizado. Esa moralización es otra forma de captura: desplaza la responsabilidad del entorno al cuerpo, del sistema a la víctima. Un peatón cruza donde no debe porque el cruce seguro no existe o queda lejos; camina por la calle porque la acera está ocupada; corre porque el semáforo no le da tiempo. Culparlo libera a la autoridad, al conductor y al diseño urbano. La estructura produce el riesgo y el peatón lo paga con el cuerpo.

Conviene observar algunos números. Los datos sugieren que el “desequilibrio de poder” en favor del tráfico vehicular —y de los intereses que lo sostienen— se traduce directamente en lesiones, discapacidades y muertes evitables. En México, según las últimas estimaciones del estudio de la Carga Global de la Enfermedad (IHME 2025), entre 2000 y 2024 ocurrieron en promedio 259 mil atropellamientos al año, casi 30 cada hora. Uno de cada cuatro accidentes en la vía pública relacionados con el tráfico involucra a un peatón.

En el mismo periodo se estiman 9,200 defunciones anuales por atropellamiento con una tendencia descendente: de 2000 a 2024 disminuyó el número de muertes por atropellamiento 23%, lo que equivale aproximadamente a la mitad de todas las muertes asociadas al tránsito vehicular en el país. Aunque la letalidad ha disminuido, las secuelas definitivas o de largo plazo van en aumento. Se salvan vidas, pero no siempre se recupera la autonomía y la movilidad futura del sujeto atropellado. Para ponerlo en perspectiva: en México, el número de casos nuevos por accidentes de vehículo de motor y por atropellamientos es similar, pero las muertes por atropellamiento son el doble. Hasta en eso el peatón sale perdiendo.

Como han documentado Martha Híjar y otros investigadores (Ameratunga, Híjar & Norton, 2006), “los atropellamientos no son eventos fortuitos, sino el resultado de entornos urbanos inseguros, infraestructura inadecuada y políticas que privilegian al vehículo sobre el cuerpo vulnerable”. Los peatones —especialmente niños, adultos mayores y quienes viven en zonas de menor ingreso— concentran una parte desproporcionada de las lesiones y muertes por tránsito.

En medio de este deterioro aparece una imagen que condensa toda la decadencia urbana. Alguna vez nos dijeron de niños: “Puedes jugar en la calle, pero no te bajes de la banqueta”. Aquella frase marcaba un límite protector entre el espacio seguro y el espacio del peligro. Hoy suena distópica. Los niños ya no juegan en la banqueta porque la banqueta dejó de pertenecerles, y cuando se bajan a la calle no es por travesura sino por obligación: empujados por autos, motos, mesas, mercancía o simple abandono. Lo que antes era refugio ahora expulsa. La ciudad invirtió la lógica: la banqueta es la que arroja al peatón al arroyo vehicular.

La paradoja es inquietante: existen sociedades protectoras de animales, colectivos que defienden árboles, humedales y zonas verdes, pero la protección del peatón recae en grupos ciudadanos con recursos mínimos cuya voz suele perderse frente a intereses más fuertes. Suena absurdo fomentar la creación de estas agrupaciones, solo porque lo hemos normalizado la falta de defensa institucional real. La autoridad no lo protege; administra el caos como si fuera inevitable.

Esa omisión se refleja en las decisiones públicas en México. En 2025 se destinaron más de 53 mil millones de pesos a infraestructura carretera, pero no existe un presupuesto nacional equivalente para banquetas, cruces seguros o redes peatonales. La Ley General de Movilidad y Seguridad Vial, vigente desde 2022, establece que el peatón debe ser la prioridad, pero su implementación es lenta y desigual; la falta de cumplimiento normativo mantiene prácticas que refuerzan la supremacía del automóvil, como los “puentes peatonales” que expulsan al peatón de su propio nivel de calle.

Caminamos en ciudades donde los bienes tienen guardianes, los vehículos tienen derechos y los negocios tienen respaldo, pero el cuerpo que camina está solo. La banqueta ha dejado de cumplir su función histórica: proteger al peatón, garantizar el derecho a caminar seguro. Lo que alguna vez fue una tecnología eficiente de la salud pública, hoy es un espacio donde la vida se negocia metro a metro.

La pregunta no es técnica, sino política: ¿cómo se recupera una banqueta capturada? ¿Cómo se restituye su carácter público en un contexto donde tantos actores se sienten con derecho a ocuparla? ¿Cómo proteger al caminante en ciudades que parecen haber olvidado que la vida urbana comienza —y termina— a pie?

No hay movilidad sostenible, salud pública ni convivencia urbana posible sin banquetas seguras. Sentirse seguro al caminar debería ser el acto más simple y humano. Hoy es un acto de resistencia. Recuperar la banqueta capturada es recuperar la ciudad —y con ella, el derecho humano más básico: caminar sin miedo.

Referencias Recomendadas

  • Ameratunga, S., Hijar, M., & Norton, R. (2006). Road-traffic injuries: Confronting disparities to address a global health problem. The Lancet, 367(9521), 1533–1540.
  • Institute for Health Metrics and Evaluation (IHME). (2025). Global Burden of Disease Study 2023 (GBD 2023) Results. IHME, Universito of Washington.
  • Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo (ITDP). (2014). Diagnóstico de la movilidad peatonal en México. ITDP MéxicoWorld Health Organization. (2023). Global status report on road safety 2023. World Health Organization.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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Cortesía de El Economista



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