En el corazón de Tonalá, Jalisco, en la intersección de las calles Santos Degollado y Cruz Blanca, existe una pequeña capilla que, aunque discreta en su arquitectura y a simple vista inadvertida, encierra una historia fundacional. En su sobriedad reside una elocuencia profunda, una lección sobre el poder, la memoria y la posibilidad de un diálogo más justo con el pasado.
Corría el año de 1530, cuenta la historia, que en ese lugar se celebró la primera misa en esta región nombrada Nueva Galicia. Aún era inexplorado el occidente del actual México cuando los frailes franciscanos Miguel de Padilla, Ignacio de la Vega y Francisco de Zamora oficiaron aquella ceremonia. Más allá del acto religioso, marcó el comienzo de un proceso de transformación que redefiniría la vida de las poblaciones originarias de los valles jaliscienses.
La Capilla de la Cruz Blanca, como se le conoce, no solo simboliza la llegada del cristianismo a estas tierras, sino también la imposición de una nueva forma de ver y entender el mundo. Construida como un símbolo de victoria para los conquistadores, encabezados por el polémico Nuño de Guzmán; puede leerse como un gesto de agradecimiento divino por el triunfo militar, y/o como una forma de marcar territorio, de inscribir en el espacio físico el dominio de una cosmovisión sobre otra.
Este pequeño santuario ha sido testigo del paso del tiempo y de los múltiples significados que la comunidad le ha conferido. Su fachada y sus muros convocan no solo a la fe, también a la memoria y al olvido en una reflexión inevitable: ¿qué se ganó y qué se perdió en aquel encuentro? ¿Qué quedó de las creencias, los rituales y las formas de vida? ¿Qué ecos de las voces originarias sobreviven en la religiosidad actual? ¿Cómo se vive hoy ese legado?
Para los tonaltecas, la capilla es mucho más que un vestigio colonial, tiene un significado que trasciende lo religioso. Es parte de su identidad colectiva, un lugar donde convergen la herencia colonial y la memoria ancestral. Esto se expresa en celebraciones como la Fiesta de las Cruces (3-15 de mayo), pues combina fe y tradición con procesiones, danzas, misas, música y convivencia comunitaria en honor a la Santa Cruz. Es un dialogo entre lo impuesto y lo heredado, entre la fe y la resistencia. Una reinterpretación local que fusiona tradiciones antiguas y nuevas creencias.
En la parte posterior se encuentra una pieza que profundiza aún más el diálogo entre pasado y presente: un cuadro de cerámica que representa la invasión de los españoles a la región, inspirado en el Lienzo de Tlaxcala. Este elemento visual conecta la historia del lugar con el arte actual, las narrativas coloniales y la memoria de sus raíces indígenas al tiempo que nos interroga: ¿quién narra la historia? ¿Qué silencios la atraviesan?
Así, la Capilla de la Cruz Blanca es más que una edificación. Es un símbolo de la complejidad de nuestra historia, que invita a repensar los orígenes de nuestra cultura, a escuchar las voces que fueron acalladas y en medio del silencio de la piedra, encontrar posibles respuestas. Visitarla no es solo un acto devocional o turístico, sino una oportunidad para meditar sobre quiénes somos y cómo podemos construir un futuro que reconozca todas las voces, incluso aquellas que fueron silenciadas.
Para saber
Esta entidad está compuesta por aspectos de índole multicultural que durante su proceso evolutivo ha forjado de manera distintiva su identidad. Sus habitantes como parte esencial de sus componentes producen la herencia cultural material e inmaterial, representada por su entorno natural, arquitectura, urbanismo y tradiciones, los cuales, se encuentran sujetos a un proceso constante de adaptación a los tiempos modernos.
Cortesía de El Informador
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