Durante el verano, tememos las olas de calor. Pero hay otro tipo de calor, menos mencionado y más persistente, que también puede poner en riesgo nuestra salud. Se trata del calor crónico, un fenómeno que ocurre cuando las temperaturas se mantienen altas durante semanas o meses, sin ofrecer al cuerpo una oportunidad real de recuperación. A diferencia de una ola de calor, este tipo de exposición prolongada muchas veces pasa desapercibida, pero sus efectos pueden ser igual de dañinos.
En algunas ciudades este calor persistente no da respiro. Las temperaturas no bajan lo suficiente ni siquiera por la noche, lo que impide al cuerpo descansar y recuperar su equilibrio térmico. Y no es solo una cuestión de incomodidad: el estudio liderado por Mayra Cruz, investigadora en clima y salud de la Universidad de Miami, alerta de que el calor crónico puede provocar desde trastornos renales hasta problemas de sueño, salud mental y cognición.
Según Cruz y su equipo, la comunidad científica ha prestado demasiada atención a los eventos extremos y ha ignorado el impacto acumulado del calor moderado pero constante. Y ese vacío tiene consecuencias directas sobre millones de personas que, día tras día, viven, trabajan y duermen bajo temperaturas que su cuerpo no puede soportar durante tanto tiempo.
Dormir en un horno urbano
A diferencia del calor agudo, que genera hospitalizaciones y muertes en pocos días, el calor crónico se acumula como una carga invisible sobre el cuerpo y la mente. El estudio revela que sus efectos son más amplios y menos documentados: fatiga constante, insomnio, estrés térmico, problemas renales por deshidratación prolongada y dificultades cognitivas.
Una de las funciones más afectadas por el calor crónico es el sueño. En las ciudades, el cemento y el asfalto acumulan calor durante el día y lo liberan por la noche, impidiendo que la temperatura descienda lo necesario para un descanso reparador. La consecuencia directa es un sueño interrumpido o de mala calidad, que a la larga afecta el rendimiento, la salud cardiovascular y el equilibrio emocional.
Un estudio citado en la investigación revela que las noches cálidas pueden incrementar la probabilidad de apnea del sueño. Además, se calcula que el calentamiento global ha reducido en promedio 44 horas de sueño por persona al año, especialmente en zonas urbanas sin una climatización adecuada. Las personas más vulnerables —como ancianos, niños y quienes viven en barrios con menos recursos— son quienes más sufren estos efectos.
El problema se agrava porque el cuerpo necesita descansar para regular otras funciones vitales. Si el sueño se ve comprometido noche tras noche, aumenta el riesgo de enfermedades crónicas como la hipertensión, la diabetes tipo 2 y la depresión.

Un caldo de cultivo
El estudio también hace énfasis en los efectos del calor prolongado sobre los riñones. En regiones como Centroamérica, trabajadores agrícolas han desarrollado enfermedades renales crónicas asociadas a la deshidratación constante bajo altas temperaturas. La pérdida de líquidos, junto con el esfuerzo físico, hace que los riñones se sobrecarguen y, con el tiempo, se deterioren.
Aunque la mayoría de los estudios se han centrado en ocupaciones de alto riesgo, Cruz advierte que muchas personas en entornos urbanos —que no cuentan con aire acondicionado o trabajan en espacios mal ventilados— también podrían estar expuestas. Las recomendaciones básicas, como beber agua, descansar y buscar sombra, pueden ser insuficientes si no hay un entorno adecuado que lo permita.
Este hallazgo es crucial porque sugiere que no hace falta estar expuesto al sol directo o realizar actividad física intensa para sufrir daños renales por calor crónico. Basta con vivir a temperaturas “ligeramente demasiado altas” durante semanas sin alivio térmico.
Además, la calidad de vida se ve afectada en múltiples dimensiones. Las personas evitan salir al aire libre, reducen su actividad física, pierden días de trabajo o escuela y enfrentan gastos elevados en energía. En comunidades vulnerables, este estrés térmico continuo se combina con inseguridad alimentaria, viviendas precarias y falta de acceso a servicios médicos.
Las ciudades intensifican el problema
En entornos urbanos, el fenómeno de la “isla de calor” agrava la exposición. Las superficies oscuras, la escasez de vegetación y la densidad de infraestructuras provocan que las temperaturas dentro de una ciudad puedan ser hasta 6 °C más altas que en los alrededores rurales. Esta diferencia puede ser aún mayor en barrios sin árboles o con casas mal ventiladas.
Las estrategias actuales para enfrentar el calor extremo se basan en la gestión de emergencias: abrir centros de enfriamiento, emitir alertas, repartir agua. Pero estas medidas están pensadas para crisis puntuales, no para situaciones permanentes.
Los autores del estudio proponen integrar el calor crónico en los planes de adaptación climática y salud pública. Esto implica redefinir las temporadas de calor y no solo los picos, incluir el tema en programas sociales como subsidios energéticos o viviendas dignas y capacitar a funcionarios locales y establecer oficinas especializadas.
Los investigadores mencionan que la respuesta no puede depender solo del comportamiento individual (beber agua, evitar salir al mediodía). Requiere una transformación institucional y coordinación entre sectores como urbanismo, salud, trabajo, vivienda y transporte.

El calor amplifica todo lo que ya está mal
Otro efecto preocupante del calor crónico es su capacidad para actuar como multiplicador de enfermedades. Es decir, agrava condiciones médicas preexistentes, como problemas cardiovasculares, respiratorios o inflamatorios. Esto ocurre porque el cuerpo, al intentar enfriarse, redirige el flujo sanguíneo hacia la piel, reduciendo el suministro de sangre a otros órganos.
El calor no solo impacta el cuerpo: también afecta la mente. Estudios previos ya han relacionado las altas temperaturas con mayores tasas de ansiedad, irritabilidad, depresión e incluso de violencia. En el caso del calor crónico, estos efectos pueden ser más persistentes y sutiles, erosionando el bienestar mental de forma gradual.
Por ejemplo, investigaciones anteriores han relacionado temperaturas altas con menor rendimiento académico. El impacto acumulado puede afectar el desarrollo cognitivo, especialmente en jóvenes que no tienen acceso a entornos frescos para estudiar o descansar.
El calor también puede afectar la capacidad de concentración, el estado de ánimo y la toma de decisiones. En poblaciones vulnerables, donde la exposición es mayor y los recursos son escasos, estos efectos se magnifican, perpetuando ciclos de desigualdad.
Un riesgo invisible para los más olvidados
Uno de los aspectos más inquietantes del estudio de Cruz es que las poblaciones más afectadas por el calor crónico son también las menos estudiadas.
Se trata, en muchos casos, de personas que viven en barrios sin aire acondicionado, con mala ventilación y recursos limitados para hacer frente al calor diario. Madres embarazadas, niños en edad escolar o ancianos con enfermedades crónicas son algunos de los más expuestos.
A menudo se da por hecho que todo el mundo tiene acceso a refrigeración, pero eso no es cierto. Y cuando no se investiga el impacto en estas comunidades, tampoco se diseñan políticas públicas que respondan a su realidad. La falta de datos perpetúa la invisibilidad de un problema que afecta a millones.
Según Cruz, es urgente repensar cómo definimos y medimos el calor peligroso, incorporando no solo eventos extremos, sino también las condiciones persistentes que alteran la salud de forma gradual. Es hora de escuchar a quienes viven bajo ese calor todos los días, aunque no lleguen a los titulares.

Una agenda científica urgente: medir, entender, actuar
El estudio propone también una hoja de ruta para la investigación del calor crónico. Entre las prioridades:
- Mejorar los datos climáticos hiperlocales mediante sensores en viviendas y calles.
- Revisar los umbrales oficiales que activan las alertas por calor, adaptándolos a contextos donde el calor es continuo.
- Vigilar la salud a largo plazo, observando el desarrollo de enfermedades crónicas asociadas al calor.
- Incorporar métodos cualitativos que recojan experiencias vividas, especialmente en comunidades invisibilizadas.
- Fomentar colaboraciones interdisciplinarias entre ciencia, gobierno, sociedad civil y actores comunitarios.
Un ejemplo innovador es el uso de mapas de redes locales que identifica conexiones entre organizaciones, gobiernos y grupos vecinales para coordinar acciones contra el calor crónico de forma eficiente.
Prepararse para un mundo más cálido
A medida que el planeta se calienta, regiones que antes sufrían olas de calor ocasionales se convertirán en zonas permanentemente calientes. El cambio climático está haciendo que los días calurosos sean más frecuentes, más largos y más intensos. Pero también está alargando las temporadas de calor moderado, lo que puede tener efectos igual de preocupantes para la salud.
Frente a este panorama, Cruz y sus colegas insisten en la necesidad de incluir el calor crónico en las estrategias de salud pública y planificación urbana.
Esto implica repensar cómo se construyen las ciudades, cómo se diseñan las viviendas y cómo se distribuyen los recursos de refrigeración. También requiere campañas de concienciación, acceso a atención médica adaptada y políticas que prioricen a los más vulnerables.
En definitiva, el calor crónico es un problema silencioso, pero real. Entenderlo es el primer paso para proteger la salud en un mundo que, sin duda, será cada vez más cálido.
Referencias
- Cruz, Mayra, et al. (2025). “Where heat does not come in waves: a framework for understanding and managing chronic heat.” Environmental Research: Climate. doi: 10.1088/2752-5295/adc827
- Wesseling, C., Glaser, J., Rodríguez-Guzmán, J., Weiss, I., Lucas, R., Peraza, S., … & Jakobsson, K. (2020). Chronic kidney disease of non-traditional origin in Mesoamerica: a disease primarily driven by occupational heat stress. Revista Panamericana de Salud Pública. doi: 10.26633/RPSP.2020.15
Cortesía de Muy Interesante
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