
“Es una invitación para que todos los trabajadores remotos del mundo entero vengan a la Ciudad de México a vivir.”
Claudia Sheinbaum
Mucho se ha escrito y comentado sobre la gentrificación en las últimas semanas debido, principalmente, a que la jefa de Gobierno de la Ciudad de México ha expresado una firme oposición a ese fenómeno, contradiciendo tanto las declaraciones de su antecesora —actual presidenta— hechas en 2022, como a la histórica tradición mexicana de recibir y dar refugio a personas extranjeras.
Esa postura de la jefa de Gobierno es considerada por muchos como xenofóbica, que se evidenció al respaldar las recientes protestas contra la gentrificación que incluyeron actos de vandalismo, destrucción de negocios, daños a propiedad privada, mensajes ofensivos pintados en muros y expresiones abiertas de odio hacia ciudadanos extranjeros.
La jefa delegacional de Cuauhtémoc reveló haber recibido instrucciones del Gobierno central para que la policía a su cargo no interviniera en los disturbios. La ausencia de acción por parte de las fuerzas de seguridad del Gobierno de la Ciudad —ante manifestaciones promovidas por grupos cercanos al oficialismo— representó un golpe a la convivencia armónica y debilitó el carácter de la Ciudad como espacio abierto y tolerante. El resultado ha sido una percepción de que las autoridades fomentan la inseguridad ciudadana y patrimonial.
La gentrificación, por definición, implica la transformación de zonas urbanas deterioradas o modestas en áreas de mayor nivel económico y calidad de vida, gracias al arribo de personas con un mayor poder adquisitivo, mejor educación y hábitos cívicos más sólidos, provenientes de otras regiones o países. Este proceso brinda una oportunidad de fusión cultural. Sin embargo, también conlleva consecuencias como el incremento de precios en renta, bienes y servicios, lo que puede provocar el desplazamiento de antiguos residentes.
Si bien frecuentemente se atribuyen efectos negativos a la gentrificación, también existen beneficios. Estos deben ser respaldados con políticas públicas que promuevan la equidad y la justicia social, para que los beneficios no se limiten a sectores privilegiados.
Entre las ventajas que se derivan del proceso están la inversión en infraestructura —calles, parques, alumbrado público, transporte y servicios básicos— lo que mejora la calidad urbana y promueve la habitabilidad y el turismo. También se observan mejoras en seguridad, limpieza y cuidado del espacio público, acompañadas por una actitud cívica más responsable de los nuevos residentes.
La plusvalía aumentada permite a los propietarios obtener mayores ganancias al vender o alquilar sus inmuebles. Asimismo, se revitaliza la economía local gracias al surgimiento de nuevos negocios, que generan empleos mejor remunerados e incentivan la economía formal.
El crecimiento económico y el alza en el valor de propiedades se traduce, en teoría, en mayores ingresos fiscales, susceptibles de ser reinvertidos en la comunidad.
En contraste, una modalidad opuesta con impactos negativos sobre el tejido social es la llegada de grupos sin educación formal, bajo poder adquisitivo o incluso con inclinaciones delictivas. Este fenómeno deteriora la calidad de vida y desvaloriza los bienes inmuebles, como resultado de invasiones toleradas por el oficialismo y la proliferación de comercio informal en la vía pública, tales como puestos fijos y semifijos que autoriza el Gobierno de la Ciudad. Este contexto suele acompañarse de mayores índices de criminalidad, drogadicción y otros problemas sociales.
La gentrificación no es un fenómeno nuevo, ni exclusivo de México o su capital. Podría decirse que la primera gran ola de gentrificación en nuestro territorio ocurrió durante el periodo virreinal de la Nueva España.
Cabe subrayar que la gentrificación no es ilegal ni implica despojo, a diferencia de la ocupación irregular de inmuebles y del espacio público, práctica aparentemente alentada por el oficialismo.
Sin embargo, la solución a la gentrificación no puede ser con discursos ni protestas de odio.
Es imperativo rechazar la polarización social, el debilitamiento de la cohesión ciudadana y el deterioro de la cultura de la paz.
* El autor es abogado, negociador y mediador.
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Cortesía de El Economista
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