La depresión estacional

Hace unas semanas llegó a mi consultorio un paciente con diagnóstico de depresión que llevaba meses estable. Dormía bien, tenía energía e incluso había retomado el ejercicio. Pero en los últimos días comenzó a sentirse distinto: más cansado e irritable, con una niebla mental que no lograba despejar.

—No entiendo —decía—. No es que me haya pasado algo malo, solo me siento apagado, como si se me estuviera acabando la pila.

No era coincidencia que, por la ventana de mi consultorio, se viera un cielo gris. El sol comenzaba a esconderse más temprano y las tardes se llenaban de una luz opaca. Iniciaban ya los días fríos y breves del otoño tardío. Y aunque muchos piensan que el clima solo influye en el estado de ánimo, en realidad la luz —o su ausencia— tiene efectos directos sobre el cerebro, las hormonas e incluso la microbiota intestinal.

Luz, ritmo y evolución

La vida en la Tierra siempre ha estado regulada por la luz. Mucho antes de que existieran el reloj y el calendario, nuestros cuerpos ya sabían cuándo dormir y cuándo despertar gracias a la alternancia entre el día y la noche. Ese reloj interno, coordinado por una pequeña estructura cerebral llamada núcleo supraquiasmático, responde a la luz que entra por los ojos y marca el compás de procesos biológicos como la temperatura, la digestión, el sueño, la energía, la inmunidad y el estado de ánimo.

Cuando los días se acortan y la radiación solar disminuye, algunos animales hibernan, reducen su metabolismo y suspenden la reproducción. No lo hacen por flojera, sino por sabiduría biológica: es su estrategia de supervivencia frente al invierno.

Aunque los humanos modernos ya no hibernamos, seguimos teniendo un organismo muy atado a las estaciones. A medida que disminuye la luz natural, se altera la secreción de melatonina, la hormona que regula el sueño. Además, bajan los niveles de serotonina, vinculados al bienestar, y se modifica la producción de cortisol, el principal regulador del estrés. O sea que nuestro cuerpo entra, literalmente, en modo invierno.

El cerebro también se apaga

La exposición insuficiente a la luz solar altera los ritmos circadianos y afecta la regulación de neurotransmisores como la serotonina y la dopamina. Eso explica por qué, durante estos meses, muchas personas presentan síntomas de melancolía, fatiga, irritabilidad o dificultad para concentrarse.

Este fenómeno se conoce como trastorno afectivo estacional y se estima que afecta a entre 2 y 10% de la población, según la latitud. En países del norte de Europa, donde el sol puede desaparecer durante semanas, su prevalencia puede duplicarse en comparación con el verano. Pero incluso en lugares como la Ciudad de México, donde el invierno no es extremo, muchas personas experimentan un descenso del ánimo, alteraciones del sueño o cambios en el apetito.

Afectaciones en el intestino

Tal vez lo más fascinante de este tema sea que la luz también influye en la microbiota intestinal, esa red de bacterias que participa en la digestión, la inmunidad y la salud mental.

Investigadores canadienses observaron que la exposición a luz ultravioleta B aumentó la diversidad de la microbiota en personas con deficiencia de vitamina D. Otros estudios han identificado variaciones estacionales en su composición: más Actinobacterias en verano, más Firmicutes en invierno. Estas fluctuaciones pueden impactar la producción de serotonina intestinal, responsable de hasta el 90% de la serotonina del cuerpo.

Así que menos luz puede traducirse en menos vitamina D, menor diversidad bacteriana y, en consecuencia, mayor vulnerabilidad emocional

El invierno interior​

Durante siglos, las culturas agrícolas entendieron que las estaciones no solo transforman la tierra, sino también el alma. El otoño marcaba el tiempo de la cosecha, la introspección y el encendido del fuego interno. Hoy, en cambio, habitamos una primavera artificial permanente: luces eléctricas, pantallas encendidas, trabajo continuo y poco respeto por los ritmos naturales del cuerpo.

Pero el cuerpo, en su sabiduría, se defiende. Pide descanso, abrigo y lentitud, mientras nosotros lo castigamos con cafeína en exceso, pantallas hasta la medianoche, calefacciones encendidas y ventanas cerradas.

La buena noticia es que hay mucho que podemos hacer para prevenir la depresión estacional y mantener el ánimo durante esta época del año:

  • Recibe luz natural. Sal a la luz del día, aunque haya nubes. Basta con 20 minutos de exposición matutina para estabilizar tu reloj interno. También existen lámparas de fototerapia (de al menos 10,000 lux) para tratar el trastorno afectivo estacional.
  • Cuida tu ritmo circadiano. Intenta acostarte y levantarte a la misma hora todos los días. Evita la luz azul de las pantallas al menos dos horas antes de dormir.
  • Aliméntate según la temporada. La naturaleza ofrece lo que necesitamos: cítricos ricos en vitamina C, verduras de raíz que fortalecen la energía vital y legumbres que aportan triptófano, precursor de la serotonina. Los alimentos fermentados como el kéfir y el kimchi también ayudan a mantener en equilibrio la microbiota intestinal.
  • Muévete y respira. El ejercicio libera endorfinas y contrarresta la inercia letárgica del invierno. La respiración consciente, el grounding (caminar descalzo sobre tierra o pasto) y la meditación son estrategias sencillas para reconectar cuerpo y mente.
  • Refuerza lo necesario. Revisa tus niveles de vitamina D y, si están bajos, considera su reposición durante el invierno, siempre con acompañamiento médico. Algunas personas también se benefician del omega-3, el magnesio y probióticos estacionales.
  • Luz interior. Crea rituales de bienestar como encender una vela al anochecer, leer antes de dormir, preparar infusiones calientes o simplemente agradecer el día. La neurociencia muestra que estos gestos de consciencia reducen la actividad en la amígdala y mejoran la regulación emocional.

Un cierre desde la consulta

Cuando mi paciente terminó de contarme sobre sus bajos niveles de energía, le dije algo que no esperaba:

—Tu cuerpo está haciendo lo correcto. Está reaccionando al invierno.

Le pedí que cada mañana saliera a ver el amanecer, que comiera frutas y raíces, que caminara bajo el sol y que bajara la intensidad de las luces en casa al anochecer.

Dos semanas después volvió con más energía y menos niebla.

Quizá la gran lección de esta temporada no sea luchar contra el frío y la oscuridad, sino aprender a habitarlos.

Me encantaría conocer tus dudas o experiencias relacionadas con este tema. Sigamos dialogando; puedes escribirme a [email protected] o contactarme en Instagram en @dra.carmenamezcua.

Cortesía de El Economista



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